Dios es justo, pero el hombre no lo es. Dios puso en su creación más que suficiente para sustentar con abundancia a todas sus criaturas. Lamentablemente, cuando el hombre decidió que quería ser independiente de Dios, no sólo se rompió la armonía entre el hombre y Dios, sino que la caída también afectó la relación del hombre con la naturaleza y con sus semejantes.
En la época del Antiguo Testamento, para que a nadie le faltara alimento, el pueblo tenía instrucciones precisas dentro de la Ley que el Señor les había dado, acerca de cómo cultivar para obtener mejores cosechas, y también de cómo proceder para que no carecieran de provisión los más necesitados. Fíjate:
«Seis años sembrarás tus campos y recogerás tus cosechas pero el séptimo año no cultivarás la tierra. Déjala descansar, para que la gente pobre del pueblo obtenga de ella su alimento, y para que los animales del campo se coman lo que la gente deje. Haz lo mismo con tus viñas y con tus olivares». (Éxodo 23.10-11)
«Cuando llegue el tiempo de la cosecha, no sieguen hasta el último rincón del campo ni recojan todas las espigas que queden de la mies. Déjenlas para los pobres y los extranjeros. Yo soy el Señor su Dios.» (Levítico 23.22)
Luego, en la iglesia de los primeros tiempos, fieles a las consignas de amor al prójimo que les había dejado el Señor Jesús, los creyentes compartían todo lo que tenían de manera que a ninguno le faltara nada. Fíjate: «Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común: vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno.» (Hechos 2.44-45)
«La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos, pues no había ningún necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad.» (Hechos 4.34-35)
Dios nos hizo libres, es decir que nos da la libertad de elegir entre hacer las cosas bien, de acuerdo a las instrucciones que Él nos ha dado, o hacer las cosas según nuestras propias inclinaciones. Pero resulta que la naturaleza humana tiene una tendencia natural, hacia el egoísmo y la avaricia. La Palabra de Dios nos dice que «el amor al dinero es la raíz de toda clase de males» (1 Timoteo 6.10). Y ahí está la respuesta. Hay hambre en el mundo porque, por amor al dinero, muchas personas acaparan infinitamente más de lo que necesitan, en lugar de practicar la generosidad y el amor al prójimo tal como sería el anhelo de Dios.