HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO
Acerca de las clases

SU EVANGELIO

Su permanencia en Arabia

Cuando un hombre ha sido repentinamente con­vertido, como Pablo, por lo general es guiado por un fuerte impulso a dar testimonio de su caso. Tal tes­timonio es muy impresionante, porque es el de un alma que está recibiendo sus primeras luces de las realidades del mundo invisible; y hay tal viveza en el informe que da de ellas, que produce los efectos irresis­tibles de la realidad y la evidencia. No podemos decir con certeza si Pablo se entregó de una vez a este impulso o no. El lenguaje del libro de los Hechos, donde se dice que «luego predicó a Cristo en las sinagogas», nos conduciría a suponerlo. Pero apren­demos de sus escritos, que hubo otro impulso poderoso que al mismo tiempo tenía influencia sobre él; y es difícil averiguar a cuál de los dos obedeció primero. Este impulso fue el deseo de retirarse a la soledad y profundizar el significado y los resultados de lo que le había acaecido. No sería extraño que él considerara esto como una necesidad. Había sido ejemplarmente leal a su primer credo y lo había consagrado todo a él; pero verlo de repente despedazado debe haber sido cosa que le trastornó de un modo muy severo. La nueva verdad que le había iluminado fue tan penetran­te y revolucionaria que no podía ser entendida de una vez en todas sus relaciones. Pablo era un pensador de nacimiento. No le era suficiente experimentar alguna cosa; tenía que comprenderla y ajustaría a la estructura de sus convicciones. Por este motivo, inmediatamente después de su conversión, partió, según él mismo nos lo dice, para Arabia. En verdad no expresa el objeto que le llevó allá; pero como no hay ningún registro de sus predicaciones en aquel país, y la declaración de su viaje se halla en medio de una vehemente defensa de la originalidad de su evangelio, podemos concluir con una muy considerable certeza, que se retiró con el fin de comprender las relaciones y los detalles de la revelación de que había sido hecho poseedor. En el silencio de su retiro solitario formuló su importantísima consulta, y cuando volvió a los hombres, ya estaba en posesión de aquel juicio del cristianismo que tan peculiar le fue, y que más tarde formó el tema de sus predicaciones.

Hay alguna duda en cuanto al lugar preciso de su retiro, porque Arabia es una palabra de vago y variable significado. Pero más probablemente denota la Arabia de las peregrinaciones, cuyo punto de cita principal! fue el Monte Sinaí. Era éste un recinto santificado por grandes memorias y por la presencia de varios de los prohombres de la revelación. Aquí Moisés había visto la zarza ardiendo, y se había comunicado con Dios en la cima de la montaña. Aquí Elías se había retirado, perdida la esperanza, y bebido de nuevo en las fuentes de la inspiración. ¿Qué lugar hubiera sido más a propósito para las meditaciones de este sucesor de aquellos hombres de Dios? En los valles donde el maná cayó, y a la sombra de las cumbres que habían ardido a los pies de Jehová, profundizó el problema de su vida. Es un gran ejemplo, pues la originalidad en la predicación de la verdad religiosa depende de la intuición solitaria de ella. Pablo gozó de la especial inspiración del Espíri­tu Santo; pero esto no hizo innecesaria la actividad concentrada de su mente, sino la hizo más intensa; y la claridad y certidumbre de su evangelio fueron debidas a estos meses de meditación en el desierto. Su retiro puede haber durado un año o más; porque entre su conversión y su partida final de Damasco, adonde vol­vió desde Arabia, pasaron tres años, y uno de ellos, a lo menos, fue empleado en el camino.

No tenemos registro detallado de cuáles eran los bosquejos de su evangelio, hasta un período muy pos­terior a éste; pero como dichos bosquejos, cuando se distinguen por primera vez, son sólo un trasunto de las características de su conversión, y como su intelecto trabajó mucho y poderosamente en la interpretación de este evento en aquel período, no puede dudarse de que el evangelio bosquejado en las Epístolas a los Romanos y a los Calatas era en sustancia el mismo que había predicado desde el principio. Estamos seguros en inferir de estos escritos nuestra historia de sus meditaciones en Arabia.

El fracaso de la justificación humana

El punto de partida del pensamiento de Pablo era todavía la convicción, heredada de generaciones piado­sas, de que el verdadero fin y la felicidad del hombre consisten en gozar del favor de Dios. Este fin había de ser alcanzado por la justicia: solamente con los justos podía Dios estar en paz; y solamente a ellos podía favorecer con su amor. Por esta razón, alcanzar la justicia debía ser el móvil principal del hombre.

Pero el hombre no había alcanzado la justicia, y por ello había perdido el favor de Dios, y se había expues­to a su ira. Pablo prueba esto llamando la atención hacia el cuadro de la historia de los hombres en los tiempos precristianos, en sus dos grandes secciones, la de los gentiles y la de los judíos.

El fracaso de los gentiles.- Los gentiles fracasaron. Podía, en verdad, suponerse que no habían tenido las condiciones preliminares para buscar la justicia, porque no gozaron de la ventaja de una revelación especial. Pero Pablo sostiene que aun los gentiles conocen bas­tante de Dios para tener conciencia del deber de buscar la justicia. Hay una revelación natural de Dios en sus obras, y en el íntimo sentido humano, suficiente para iluminar a los hombres en cuanto a este deber. Pero los gentiles, en vez de hacer uso de esta luz, la extin­guieron culpablemente. No quisieron retener a Dios en su conocimiento ni conformarse con las restricciones que esta sola noción les imponía. Corrompieron la idea de Dios para proporcionarse los goces de una vida inmoral. La venganza de la naturaleza vino sobre ellos en el oscurecimiento y la confusión de sus inteli­gencias. Cayeron en la insensatez de cambiar la natu­raleza gloriosa e incorruptible de Dios en la imagen de hombres y bestias, aves y reptiles. A esta degeneración intelectual siguió una degeneración moral más pro­funda. Dios, cuando ellos le abandonaron, les aban­donó a ellos también; y cuando su gracia restrictiva fue quitada, cayeron en los abismos de la podredumbre moral. La concupiscencia y la pasión les dominaron, y su vida llegó a ser una masa de enfermedades morales. Hacia el fin del primer capítulo de la epístola a los Romanos las características de su condición son bos­quejadas en colores que podían haberse tomado de la habitación de los demonios, pero que fueron tomados literalmente, como se prueba con toda claridad por las páginas aun de los historiadores gentiles, de la condi­ción de las naciones paganas cultas en aquel tiempo. Esta, entonces, era la historia de una mitad del género humano: había caído enteramente de la justicia, y se expuso a la ira de Dios, que es revelada del cielo contra toda injusticia de los hombres.

El fracaso de los judíos. — Los judíos componían la otra mitad del mundo. ¿Habían tenido éxito donde los gentiles habían fracasado? Gozaron, en verdad, de grandes ventajas sobre los gentiles, porque poseyeron los oráculos de Dios, en los cuales la naturaleza divina fue exhibida en una forma que la hizo inaccesible a la perversión humana, y la ley divina fue escrita con igual claridad en la misma forma. ¿Pero habían aprovechado estas ventajas? Una cosa es saber la ley, y otra cum­plirla; y la justicia consiste en cumplirla, no en saberla. Entonces, ¿habían cumplido la voluntad de Dios, la cual conocieron? Pablo había vivido en la misma Jerusalén en donde Jesús atacó la corrupción e hipocresía de los escribas y fariseos; había examinado íntima­mente las vidas de los representantes de su nación; y no vacila en acusar a los judíos en masa de los mismos pecados que a los gentiles; va todavía más allá: dice que por ellos el nombre de Dios fue blasfemado entre los gentiles. Se jactaban de su conocimiento, y de ser los que llevaban la antorcha de la verdad, cuya llama resplandeciente sacó a luz los pecados de los paganos. Pero su religión era una crítica amarga de la conducta de otros. Se olvidaron de examinar su propia conducta a la luz de la misma antorcha; y mientras repetían, «no hurtes», «no cometas adulterio», y una multitud de otros mandamientos, ellos mismos eran culpables de estos pecados. En estas circunstancias, ¿qué bien repor­taban de sus conocimientos? Solamente les conde­naron más; porque su pecado era en contra de la luz. Mientras los paganos conocían tan poco que sus peca­dos eran comparativamente inocentes, los pecados de los judíos eran conscientes y presuntuosos. La superio­ridad de que se jactaban se convirtió por esta razón en inferioridad. Fueron mucho más condenados que los gentiles a quienes despreciaron, y se expusieron a una maldición más pesada.

La caída, la causa fundamental del fracaso.- La verdad es que tanto los gentiles como los judíos habían fracasado por una misma razón. Seguid estas dos corrientes hasta los manantiales de su origen y llegaréis a un punto donde no son dos corrientes sino una. y antes que la bifurcación aconteciera, algo había suce­dido que predeterminó el fracaso de ambos. En Adán todos cayeron, y de él todos, tanto gentiles como judíos, heredaron una naturaleza demasiado débil para alcanzar la justicia. La naturaleza humana es carnal ahora, no espiritual. Y por esto no es capaz de esta acción espiritual suprema. La ley no pudo alterar esto; no tuvo poder creador para hacer de lo carnal espiri­tual; al contrario agravó el mal; en realidad, multiplicó las ofensas, porque su descripción plena y clara de los pecados, que hubiera sido una incomparable guía para la naturaleza normal y sana, se convirtió en tentación para la naturaleza morbosa. El mismo conocimiento del pecado impele a hacerlo; el mismo mandamiento de no hacer alguna cosa es para la naturaleza enferma una razón de hacerla. Este fue el efecto de la ley: multi­plicó y agravó las transgresiones y este fue el intento de Dios. No que fuera el autor del pecado, sino que como un hábil médico, que algunas veces tiene que usar ciertas medicinas para madurar una llaga antes de curarla, así Dios permitió que los paganos siguieran su propio camino, y dio a los judíos la ley para que el pecado de la naturaleza humana exhibiera todas sus cualidades inherentes antes de intervenir en su cura­ción. La curación, sin embargo, fue su constante y real propósito; les encerró a todos bajo el pecado para tener de todos también misericordia.

La justificación de Dios

La desesperación del hombre fue la oportunidad para Dios. No, en verdad, en el sentido de que habien­do fracasado un modo de salvación, Dios inventara otro. La ley nunca, en su intento, había sido un modo de salvación; fue solamente un medio de ilustrar la necesidad de la salvación. Pero el momento en que esta demostración llegó a ser completa, fue la señal para que Dios manifestara el método que había guardado en su consejo durante las generaciones de la prueba huma­na. Nunca había sido su intento permitir que el hom­bre fracasara en su verdadero fin, solamente dio tiempo para probar que el hombre caído nunca podía alcanzar la justificación por sus propios esfuerzos; y cuando se hubo demostrado que la justificación del hombre era imposible, reveló su secreto, la justificación de Dios.

Este fue el cristianismo. Esta fue la suma, y éste fue el resultado de la misión de Cristo: conferir al hombre, como un don gratuito, lo que es indispensable para su felicidad, pero que él mismo no ha podido alcanzar. Es un acto divino; es la gracia; y el hombre lo obtiene reconociendo que él mismo no ha podido alcanzarlo, y aceptándolo de Dios. Se obtiene por la fe solamente. Es la justificación de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen.

Aquellos que así la reciben entran desde luego en la posesión de la paz y favor de Dios, que es en lo que consiste la felicidad humana y que fue el fin que tenía delante Pablo cuando se esforzaba en alcanzar la justifi­cación por la ley. «Justificados, pues, por la fe, tene­mos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloria­mos en la esperanza de la gloria de Dios». Es una vida brillante de gozo, paz, y esperanza la que disfrutan aquellos que han llegado a conocer este evangelio. Puede haber pruebas en ella; pero cuando la vida del hombre descansa en la adquisición de su verdadero fin, las pruebas son ligeras, y todas las cosas actúan junta­mente para bien.

Esta justificación de Dios es para todos los hijos de los hombres. No para los judíos solamente, sino para los gentiles también. La demostración de la incapacidad del hombre para alcanzar la justificación fue hecha de acuerdo con el propósito divino en ambas secciones de la raza humana, y su cumplimiento fue la señal para la exhibición de la gracia de Dios igualmente a ambas. La obra de Cristo no fue para los hijos de Abraham, sino para los hijos de Adán. Como en Adán todos murieron, así todos en Cristo vivirán. Los gentiles no tenían necesidad de sujetarse a la circuncisión y guardar la ley para poder ser salvos, porque la ley no era parte de la salvación; perteneció enteramente a la demostración preliminar del fracaso del hombre; y cuando había cumplido este servicio, estuvo lista para desaparecer. La única condición humana de obtener la justificación de Dios, es la fe; y esta condición es tan accesible al gentil como al judío. Esta fue una deducción de la propia experiencia de Pablo. En su conversión había sido tratado, no como judío sino como hombre. Ningún gentil hubiera tenido menos derecho de obtener la salvación por los propios méritos que él. Pero la ley, lejos de conducirle un solo paso hacia la salvación, le había apartado todavía más de Dios que a cualquier gentil, y le había arrojado en una condenación más profunda. Entonces, ¿para qué aprovecharía a los gen­tiles estar colocados en tal puesto? Para obtener la justificación, en la cual ahora Pablo se regocijaba, no había hecho nada que no hubiera estado en el poder de todo ser humano.

Fue este amor universal de Dios, revelado en el evangelio, lo que inspiró a Pablo su ilimitada admira­ción del cristianismo. Sus simpatías habían sido restrin­gidas y limitadas a una concepción mezquina de Dios. La nueva fe libertó su corazón y lo sacó al aire libre y puro. Dios vino a ser un nuevo Dios para él. Llama su descubrimiento el misterio que había sido escondido por edades y generaciones, pero que había sido revela­do a él y a los demás apóstoles. Le pareció ser el secreto de los tiempos y estar destinado para inaugurar una nueva era, mucho mejor que cualquiera otra que el mundo hubiera visto. Lo que los reyes y profetas no habían conocido, l’e había sido revelado a él. Se le presentó como la mañana de una nueva creación. Dios ofrecía ahora a todos los hombres la suprema felicidad de la vida; aquella justificación por la que se habían esforzado en vano en las edades pasadas.

Este secreto de la nueva época, en realidad, no había sido totalmente ignorado en los tiempos anterio­res. Había sido atestiguado por la ley y por los pro­fetas. La ley pudo dar testimonio de él sólo negativa­mente, por la demostración de su necesidad. Pero los profetas lo anticiparon de un modo positivo. David, por ejemplo, describió la bienaventuranza del hombre a quien Dios ha imputado la justificación sin obras. Todavía más claramente Abraham lo había anticipado. Fue un hombre que alcanzó la justificación, y no por las obras, sino por la fe. Creyó en Dios, y le fue imputado a él para justificación. La ley nada tenía que ver con su justificación, porque no existió hasta cuatro siglos después; ni la circuncisión tenía que ver con ella, porque fue justificado antes que este rito se insti­tuyera. En resumen, fue como hombre y no como judío que fue tratado por Dios, y Dios pudo tratar a cualquier ser humano de la misma manera. El camino escabroso de la justificación legal, sagrado en concepto de Pablo, le había hecho pensar alguna vez que Abra­ham y los profetas lo habían recorrido antes que él. Ahora conoció que su vida de místico gozo y sus salmos de santa calma fueron inspirados por experien­cias muy diferentes, las cuales ahora estaban difundiendo la paz del cielo también en su corazón. Pero solamente los primeros rayos de la mañana habían sido vistos por ellos; el día perfecto había llegado en el tiempo de Pablo.

El descubrimiento de Pablo de este camino de la salvación fue una experiencia actual. Conoció simple­mente que Cristo, en el momento en que lo encontró, le había colocado en aquella posición de paz y favor con Dios que tanto había buscado en vano; y en cuanto pasó el tiempo, sintió más y más que en esta posición estaba disfrutando la verdadera felicidad de la vida. De aquí en adelante su misión sería proclamar este descubrimiento en su realidad simple y concreta bajo el nombre de la justificación de Dios. Pero un entendimiento como el suyo no pudo menos que pre­guntar cómo la posesión de Cristo había hecho tanto para él. En el desierto de Arabia estudió esta cuestión, y el evangelio que predicó después contenía la res­puesta luminosa.

De Adán sus hijos reciben una triste doble herencia: una deuda de culpas que no pueden reducir, pero que, en cambio, está creciendo constantemente, y una natu­raleza carnal incapaz de alcanzar la justificación. Estas son las dos características de la condición religiosa del hombre caído, y son la doble fuente de todas sus miserias. Pero Cristo es un nuevo Adán, una nueva cabeza de la humanidad; y aquellos que están unidos con él por la fe llegan a ser herederos de una doble herencia de clase precisamente opuesta. Por un lado, como por nuestro nacimiento en la línea del primer Adán heredamos la culpa inevitablemente, así por nues­tro nacimiento en la línea del segundo conseguimos una herencia ilimitada de méritos, que Cristo, como la cabeza de su familia, hace de propiedad común para sus miembros. Esto extingue la deuda de nuestra culpa y nos hace ricos en la justificación de Cristo. «Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia del otro los muchos serán constituidos justos». Por otro lado, de la misma manera que Adán trasmitió a su posteri­dad una naturaleza carnal alejada de Dios e incapaz para la justificación, así el nuevo Adán imparte a la raza, de la que es cabeza, aquella naturaleza espiritual inclinada hacia Dios y que se goza en la justificación. La naturaleza del hombre, según Pablo, consta normal­mente de tres elementos: cuerpo, alma y espíritu. En su constitución original, estos ocuparon relaciones defi­nidas de superioridad y subordinación unos respecto de otros, siendo supremo el espíritu, inferior el cuerpo, y ocupando el alma una posición media. Pero la caída desarregló este orden, y todos los pecados consisten en la usurpación por el cuerpo o el alma del lugar del espíritu. En el hombre caído, estas dos secciones infe­riores de su naturaleza, que juntas forman lo que Pablo llama la carne, o sea aquel lado de la naturaleza huma­na que mira hacia el mundo y hacia el tiempo, han tomado posesión del trono y gobiernan completamente la vida; mientras el espíritu, el lado del hombre que ve hacia Dios y hacia la eternidad, ha sido destronado y reducido a la condición de ineficacia y muerte. Cristo restaura la superioridad perdida del espíritu del hom­bre, tomando posesión de él por su propio Espíritu. Su Espíritu mora en el espíritu humano, vivificándolo y sustentándolo con una fuera tan creciente que llega a ser más y más la parte suprema de la constitución humana. El hombre cesa de ser carnal y llega a ser espiritual. Es guiado por el Espíritu de Dios y viene a estar más y más en armonía con todo lo que es santo y divino. Pero la carne no se sujeta fácilmente a la pérdida de la supremacía. Interrumpe y obstruye la marcha progresiva del espíritu, y lucha para volver a tomar posesión del trono. Pablo ha descrito con viveza terrible esta lucha en la que todas las generaciones de los cristianos han reconocido los caracteres de su expe­riencia más profunda. Mas el resultado de la lucha no es dudoso. El pecado no volverá a tener dominio sobre aquellos en quienes el Espíritu de Cristo mora, ni les alejará de su posición en el favor de Dios.

Las peculiaridades notables del evangelio de Pablo

Tales son los bosquejos sencillos del evangelio que Pablo trajo consigo de la soledad de Arabia, y que después, con entusiasmo incansable predicó. Este evan­gelio no pudo menos que ser mezclado en su mente y en sus escritos con las peculiaridades de su propia experiencia como judío, y éstas hacen difícil para no­sotros comprender su sistema en algunos de sus de­talles. La creencia en la cual había sido educado, de que ningún hombre podía ser salvo sin hacerse judío, y las nociones acerca de la ley, de las que tuvo que librarse, están muy distantes de nuestras simpatías mo­dernas. Sin embargo, su teología no pudo formularse en su entendimiento, sino en contraste con estas con­cepciones falsas. Esto posteriormente vino a ser todavía más inevitable cuando se encontró con sus antiguos errores sirviendo como lemas de un partido dentro de la misma iglesia cristiana contra el cual tuvo que hacer una larga y obstinada guerra. Aunque este conflicto le forzó a expresar con mayor claridad sus opiniones, las embarazó con referencias a sentimientos y creencias que ahora han perdido su interés entre los hombres. Pero a pesar de estos obstáculos, el evangelio de Pablo sigue siendo una propiedad de valor incalculable para la raza humana. Su investigación profunda del fracaso y de las necesidades de la naturaleza humana, su maravi­lloso desenvolvimiento de la sabiduría de Dios en la educación del mundo precristiano, y su presentación de la profundidad y universalidad del amor divino, figuran entre los elementos más notables de la revelación.

Pero es en su manera de concebir a Cristo en lo que el evangelio de Pablo lleva su corona imperecedera. Los evangelistas bosquejaron con numerosas características de hermosura simple y conmovedora la manera de la vida terrestre del hombre Jesús, y en éstos se buscará el modelo de la conducta humana; pero para Pablo fue reservada la tarea de hacer conocer en sus alturas y profundidades la obra que el Hijo de Dios cumplió como Salvador de la raza. Pocas veces se refiere a los incidentes de la vida terrestre de Cristo, aunque aquí y allí manifiesta que los conoció bien. Para él, Cristo fue siempre el ser glorioso, brillando con el resplandor del cielo, que le había aparecido en el camino de Damasco, y el Salvador que le había elevado a la paz y gozo celestiales de la nueva vida. Cuando la iglesia de ‘Cristo piensa en su Cabeza como libertador del alma del pecado y de la muerte, como influencia espiritualizadora que siempre está con ella y actúa siempre en cada uno de los creyentes, y como Señor sobre todas las cosas, el cual vendrá otra vez aparte de pecado para salvación, lo hace en formas de pensamiento dadas por el Espíritu Santo por instrumentalidad de Pablo.

Vida de San Pablo por James Stalker

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