HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO
Acerca de las clases

EL AÑO DE POPULARIDAD

Galilea, la escena del trabajo de este año

Después de pasar un año en el Sur, Jesús cambió la esfera de su actividad al Norte del país. En Galilea podría él dirigirse a mentes que no estaban ofuscadas por las preocupaciones y el arrogante orgullo de Judea, donde tenían su centro las clases sacerdotales e instruidas y cabía esperar que si su doctrina e influencia se arraigaban profundamente en una parte del país, aunque remota del centro de autoridad, podría volver al Sur sostenido por un irresistible reconocimiento nacional y ganar de un asalto la ciudadela misma de la preocupación.

Su extensión y población El campo en donde desplegó su actividad durante los siguientes dieciocho meses era bastante reducido. Aun toda la Palestina era un país muy limitado: bastante menor que la república de El Salvador, y apenas un tercio del área de Costa Rica. Es importante que se tenga esto presente, porque hace inteligible la rapidez con que el movimiento que inició Jesús se extendió por todo el país, y cómo las multitudes le siguieron de todas partes. Es de interés recordar esto como una demostración del hecho de que las naciones que más han contribuido a la civilización del mundo han sido limitadas, durante el período de su grandeza, a territorios muy pequeños, Roma no era más que una sola ciudad, y Grecia era un país muy pequeño.

Galilea era la más septentrional de las cuatro provincias en las que Palestina estaba dividida. Tenía casi 100 kilómetros de largo por 50 de ancho. Estaba constituida, en su mayor parte, por una elevada meseta, cuya superficie estaba interrumpida por irregulares masas montañosas. Cerca de su lindero oriental, remataba súbitamente en un gran barranco por el cual corría el Jordán, y en medio del cual, a 150 metros bajo el nivel del Mediterráneo, estaba el hermoso Mar de Galilea, de forma de arpa.

Toda la provincia era muy fértil, y su superficie estaba densamente cubierta de grandes aldeas y pueblos. Pero el centro de actividad era la cuenca del lago, extensión de agua de 20 kilómetros de largo por 10 de ancho. A su margen oriental, alrededor del cual corría un listón de verdor de unos 400 metros de ancho, se elevaban colinas altas y desnudas, surcadas por lechos de torrentes. Por el lado occidental las montañas descendían lenta­mente y sus faldas estaban ricamente cultivadas, produciendo espléndidas cosechas de todas clases, mientras que a su pie, la ribera estaba verde con vigorosos bosques de olivos, naranjos, higueras y todos los productos de un clima casi tropical.

Al extremo septentrional del lago, el espacio entre el agua y las montañas estaba ensanchado por la boca del río, y regado por muchas corrientes de las colinas, de tal manera que era un perfecto paraíso de fertilidad y hermosura. Se llamaba la llanura de Genesaret, y aún en la actualidad, cuando toda la cuenca del lago casi no es más que una ardiente soledad, se cubre todavía de mieses, dondequiera que lo toca la mano del agricultor; y en donde la pereza lo ha dejado desatendido, está cubierto de espesos matorrales de espinos y adelfas. En el tiempo de nuestro Señor contenía las principales ciudades de aquella región, tales como Capernaún, Betsaida y Corazín. Pero toda la ribera estaba tachonada de pueblos y aldeas y formaba una verdadera colmena de bulliciosa vida humana.

Los medios de subsistencia eran abundantes, gracias a las cosechas y frutas de toda clase que los campos produ­cían tan ricamente; y las aguas del lago hervían de peces, dando empleo a miles de pescadores. Además, pasaban por aquí los grandes caminos reales de Damasco a Egipto y de Fenicia al Eufrates, y lo hacían un vasto centro de tráfico. Miles de naves para la pesca, el transporte, o la diversión se movían de aquí para allá sobre la superficie del lago, de tal manera que toda la región era un foco de energía y prosperidad.

Vuelta de Jesús del Sur

La noticia de los milagros que Jesús había hecho en Jerusalén, ocho meses antes, había sido llevada a Galilea por los peregrinos que habían estado al Sur en la fiesta. Sin duda también las noticias de su predicación y su bautismo en Judea habían dado origen a mucha conversación y admiración antes de que él llegara. Por consiguiente, cuando volvió entre ellos, los galileos estaban algo preparados para recibirlo.

Visita a Nazaret

Uno de los primeros lugares que visitó fue Nazaret, el hogar de su niñez y juventud. Apareció allí en la sinagoga un sábado, y siendo ahora conocido como predicador, fue invitado a leer la Escritura y a hablar a la congregación. Leyó un pasaje de Isaías en el cual se da una descripción fervorosa de la venida y de la obra del Mesías: «El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová…».

Mientras hacía comentarios sobre el texto, pintando los rasgos característicos del tiempo del Mesías—la emancipación del esclavo, el enriquecimiento del pobre, la curación de los enfermos—la curiosidad del auditorio al oír por primera vez, a un joven predicador que se había educado entre ellos, pasó a un encantado asombro, y prorrumpieron en los aplausos que era costumbre permi­tir en las sinagogas judaicas.

Pero pronto vino la reacción. Comenzaron a murmurar: ¿No era éste el carpintero que había trabajado entre ellos? ¿No eran sus padres vecinos suyos? ¿No estaban sus hermanas casadas en la población? Su envidia se despertó. Y cuando prosiguió diciéndoles que la profecía que acababa de leer se cumplía en él mismo, manifestaron un colérico desdén. Le exigieron una señal, como aquellas que se decía que había hecho en Jerusalén; y cuando les hizo ver que no podía actuar milagros entre los incrédulos, se arrojaron sobre él en una tempestad de envidia e ira. Arrastrándolo de la sinagoga a una peña detrás de la población, si no se hubiera librado de una manera milagrosa, lo habrían despeñado, coronando así su iniquidad proverbial con un hecho que habría despojado a Jerusalén de su mala preeminencia de matar al Mesías.

Cambio de su morada a Capernaum

Desde aquel día Nazaret no fue más su hogar. Es cierto que en otra ocasión, movido de su amor profundo para con sus antiguos vecinos, la visitó, pero sin mejor resultado. Desde entonces estableció su residencia en Capernaum, en la ribera noroeste del Mar de Galilea. Esta población ha dejado de existir por completo. No es posible descubrir con certeza ni aun su sitio. Puede ser que ésta sea una razón para que, en la mente del cristiano, no se relacione con la vida de Jesús, con «la misma prominencia que tiene Belén, en donde nació, Nazaret, en donde fue criado, y Jerusalén, en donde murió. Pero debemos fijar aquella población en nuestra memoria al lado de éstas, porque fue su residencia durante dieciocho de los meses más importantes de su vida. Se le llama su propia ciudad, y en ella se le pidió el tributo como ciudadano de la localidad. Estaba perfectamente adaptada para ser el centro de sus trabajos en Galilea, porque era el foco de la actividad en la cuenca del lago, y estaba cómodamente situada para excursiones a todas partes de la provincia. Todo cuanto sucedía allí se sabía pronto en todas las regiones situadas alrededor.

Su vida en Capernaum

En Capernaum, pues, comenzó su ministerio en Galilea; y por muchos meses fue su costumbre estar allí con frecuencia, como centro de sus operaciones, haciendo viajes en todas direcciones y visitando los pueblos y aldeas de Galilea. Unas veces su viaje era tierra adentro, hacia el Poniente. Otras veces era una vuelta, siguiendo las poblaciones situadas a la ribera del lago, o una visita a la tierra del lado oriental. Tenía una nave que le servía para llevarlo donde quisiera. Volvía a Capernaum a veces sólo por un día, a veces por una semana o dos.

Su popularidad

A las pocas semanas, en toda la provincia resonaba su nombre. Era el tema de conversación en toda nave del lago y en cada casa de toda la región; las mentes de todos estaban movidas con una profunda excitación, y todos deseaban verlo. Las multitudes comenzaron a juntarse alrededor de él. Se hacían cada vez más grandes. Aumentaban hasta contarse por miles y por docenas de miles. Lo acompañaban dondequiera que iba. La noticia corrió por todas partes más allá de Galilea y traía multitudes de Jerusalén, Judea, y Perea, y aun de Idumea en el extremo Sur, y de Tiro y Sidón en el lejano Norte. A veces no podía quedarse en ninguna población, por cuanto las multitudes impedían el tránsito de las calles y se atropellaban unos a otros. Se veía obligado a sacarlos fuera, a los campos y desiertos. El país estaba conmo­vido del uno al otro extremo, y encendido con grande excitación respecto de él.

Los medios que empleaba

¿Cómo fue que Jesús produjo tan grande y tan extendido movimiento? No fue por declararse el Mesías. Es cierto que el haberlo hecho así hubiera despertado en todo pecho judaico la más profunda sensación de que era capaz. Pero por lo general, Jesús ocultaba su verdadero carácter, aunque se reveló de vez en cuando, como lo hizo en Nazaret. Sin duda el motivo de esto fue que entre las excitables multitudes de los incultos galileos con sus groseras esperanzas materialistas, semejante declaración hubiera causado un levantamiento revolucionario contra el gobierno, que hubiera distraído la atención del pueblo del verdadero objeto de Jesús y hubiera hecho caer sobre la cabeza de éste la espada romana, de la misma manera que en Judea esta declaración le hubiera traído un ataque fatal de parte de las autoridades judaicas. Para evitar interrupciones de una y otra clase, mantenía en reserva la revelación plena de sí mismo, esforzándose en preparar el espíritu público para recibirle en su verdadero significado interior y espiritual cuando llegara el debido momento para divulgarla y dejando entre tanto, que su identidad se comprendiera por su carácter y su obra.

Los dos grandes medios que Jesús empleaba, en su obra, y que excitaron tanta atención y entusiasmo, eran sus milagros y su predicación.

Milagros

Tal vez sus milagros movieron más hondamente la atención. Se nos refiere cómo se extendió por dondequiera con la rapidez de un incendio la noticia del primer milagro que hizo en Capernaum, hecho que atrajo multitudes a la casa en donde estaba; y siempre que hacía un nuevo milagro de carácter extraordinario, la excitación se hacía mayor y el rumor de él se extendía por todos lados. Cuando, por ejemplo, curó por primera vez la lepra, la enfermedad más maligna que se conocía en Palestina, el asombro del pueblo no tuvo límites. Lo mismo sucedió I la primera vez que venció un caso de posesión demoníaca; y cuando restauró al hijo de la viuda de Naín, I resultó una especie de temor abrumador, seguido de una I deliciosa admiración y del hablar de miles de lenguas. Toda Galilea estuvo por algún tiempo en movimiento, por lo numeroso de los enfermos de todas clases que andando o arrastrándose, llegaban hasta cerca de él, y de los grupos de solícitos amigos que llevaban sobre lechos y camillas a los que no podían andar. A uno y otro lado de las calles de las aldeas y ciudades estaban alinea­dos los enfermos, al tiempo que pasaba el médico divino. Algunas veces tenía que atender a tantos que no tenía tiempo ni para comer, y en una época estaba tan absorto en sus benévolos trabajos y tan arrebatado de la santa excitación que le causaban, que sus parientes con indecorosa premura trataron de interrumpirlo, diciéndose unos a otros que estaba fuera de sí.

Los milagros de Jesús en su conjunto, eran de dos clases— milagros que se hacían sobre el hombre, y milagros hechos en la esfera de la naturaleza externa, tales como cambiar el agua en vino, calmar la tempestad, y multiplicar los panes. Aquéllos eran, por mucho, los más numerosos. Consistían principalmente en curar a los que tenían enfermedades más o menos malignas, tales como los cojos, ciegos, sordos, paralíticos, leprosos, etc. Parece haber variado mucho su modo de hacerlos por motivos que no podemos explicar. Algunas veces empleó medios materiales tales como el tacto, barro mojado puesto en la parte afectada, o haciendo que el paciente se bañara. En otras ocasiones los sanó sin el uso de medios, y aún a veces a distancia.

A más de estas curaciones físicas, curaba también las enfermedades mentales. Estas parecen haber prevalecido de una manera especial en Palestina en esa época, y haber excitado el temor más extremo. Se creía que eran acompañadas de la entrada de demonios en las pobres víctimas locas o rabiosas, y esta idea no era sino muy verdadera. El hombre a quien sanó Jesús entre los sepulcros de la tierra de los gadarenos fue ejemplo horroroso de esta clase de enfermedad, y el cuadro de él sentado a los pies de Jesús, vestido y en su juicio, demuestra el efecto que su presencia tan cariñosa, calmante y autoritativa, tenía en las mentes distraídas por estas enfermedades.

Pero los más extraordinarios de los milagros de Jesús sobre el hombre fueron los casos en que restauró los muertos a la vida. No eran frecuentes, pero como era natural, produjeron una impresión extraordinaria siempre que sucedían.

Los milagros de la otra clase—los que hizo sobre la naturaleza—eran del mismo carácter indescriptible. Algunas de sus curaciones de la enfermedad mental, si estuvieran solas, podrían ser explicadas por la influencia de una naturaleza poderosa sobre un alma perturbada; y de la misma manera algunas de sus curaciones corporales podrían ser explicadas por la influencia que ejercía sobre el cuerpo por medio de la mente. Pero un milagro como el andar sobre el tempestuoso mar está completamente fuera del alcance de toda explicación natural.

¿Por qué empleaba Jesús estos medios?  Pueden darse a esta pregunta varias respuestas.

Primero, hizo milagros porque su Padre le dio estas señales como prueba de que él lo había enviado. Muchos de los profetas del Antiguo Testamento habían recibido la misma prueba de la autenticidad de su misión, y aunque como los Evangelios nos informan en su sencilla veracidad, Juan que revivió el oficio de profeta no hizo milagros, era de esperarse que Aquél que era un profeta mucho mayor que el más grande de los que habían venido antes de él, mostrara aun mayores señales de su misión divina que cualquier otro. Era una demanda estupenda la que él hacía sobre la fe de los hombres anunciándose como el Mesías, y habría sido injusto esperar que fuera admitida por una nación acostumbrada a los milagros como señales de una misión divina, si él no hubiera hecho ninguno.

En segundo lugar, los milagros de Cristo eran la mani­festación natural de la plenitud divina que moraba en él. Dios estaba en él y su naturaleza humana estaba llena de los dones del Espíritu Santo sin medida. Era natural que un ser como él en el mundo, también manifestara prodigios en él. El mismo era el gran milagro, del cual sus milagros particulares no eran más que chispas o emanaciones. El era la interrupción máxima del orden natural, o más bien un nuevo elemento que había entrado en el orden natural para enriquecerlo y ennoblecerlo, y sus milagros entraron con él, no para perturbar sino para restaurar la armonía de la naturaleza. Por consiguiente todos sus milagros llevaban el sello de su carácter. No eran simples manifestaciones de poder, sino también de santidad, sabiduría y amor.

Los judíos a menudo le pedían simples prodigios gigantescos, para satisfacer su manía de maravillas. Pero él siempre los rechazaba, haciendo solamente los milagros que fueran auxilio para la fe. El exigía fe por parte de todas las personas a quienes curaba, y nunca respondía ni a la curiosidad ni a los desafíos incrédulos que se le hacían para que exhibiera maravillas. Esto distingue sus milagros de los prodigios fabulosos de los antiguos nigromantes y de los «santos» de la Edad Media. Estaban caracterizados por una sabiduría y benevolencia invariables, porque eran la expresión de su carácter en su plenitud.

En tercer lugar, sus milagros eran símbolos de su obra espiritual y salvadora. No se necesita más que considerarlos por un momento para ver que todos eran triunfos sobre la miseria de este mundo. La humanidad es presa de mil males, y aun la naturaleza externa lleva señales de alguna catástrofe del pasado. «Toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora». Este vasto conjunto de males físicos en la suerte de la raza humana es la consecuencia del pecado. Esto no quiere decir que se puede hallar la relación entre cada enfermedad o desgracia y algún pecado especial, aunque puede hacerse en muchos casos. Las consecuencias de los pecados pasados recaen sobre toda la raza. La miseria del mundo es la sombra causada por el pecado. El mal físico y el mal moral, estando tan íntimamente relacio­nados, se explican uno al otro. Cuando él curaba la ceguera corporal, era un tipo de curación del ojo interior; cuando levantaba a los muertos, quería indicar que él era la resurrección y la vida en el mundo espiritual también; cuando sanó al leproso, su triunfo hablaba de otro triunfo sobre el pecado; cuando multiplicó los panes, siguió con el discurso sobre el pan de vida; cuando calmó la tempestad, era una seguridad de que podía hablar de paz a la conciencia perturbada.

De esta manera sus milagros eran una parte natural y esencial de su obra mesiánica. Eran un excelente medio de darse a conocer a la nación. Así los que eran curados se unían a él por las fuertes ligas de la gratitud, y sin duda, en muchos casos, la fe en él como hacedor de milagros conducía a una fe más elevada. Así fue en el caso de su devota seguidora María Magdalena, de quien echó siete demonios.

A él mismo, esta obra debe de haber traído gran pesar y gran gozo a la vez. Para su corazón tan tierno y exquisitamente simpático, que nunca se hizo insensible ni en el menor grado, debe de haber sido desgarrador tener contacto con tanta enfermedad, y ver los efectos espantosos del pecado. Pero él estaba en su lugar debido, pues convenía a su amor supremo estar en donde había necesidad de socorro. Y qué gozo debe de haberle causado distribuir bendiciones por todas partes y borrar las huellas del pecado; ver volver bajo su tacto la salud; recibir las miradas alegres y llenas de gratitud de los ojos que se abrían; oír las bendiciones de madres y hermanas, mientras restauraba sus amados a sus brazos; ver la luz de amor y bienvenida en los rostros de los pobres, al entrar en sus pueblos y aldeas. Bebía profundamente la bienaventuranza de hacer el bien del pozo del cual quería que sus discípulos estuvieran bebiendo siempre.

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