Predicación
El otro gran instrumento de que Jesús se servía para su obra era su enseñanza. Era, por mucho, el más importate de los dos. Sus milagros no eran más que la campana que llamaba al pueblo a oír sus palabras. Impresionaban a aquéllos que tal vez no hubieran sido susceptibles a la otra influencia más sutil, y los conducían hasta estar al alcance de ella.
Es probable que los milagros hicieran más ruido, pero su predicación también extendía su fama por todos lados. No hay otro poder cuya atracción sea más segura que el de la palabra elocuente. Los bárbaros que escuchaban a sus poetas y narradores de leyendas, los griegos que escuchaban la refrenada pasión de sus oradores, y las naciones prácticas como los romanos, todos igualmente han confesado que el poder de la elocuencia es irresistible. Los judíos la apreciaban sobre casi todo otro atractivo, y entre las figuras de sus afamados antepasados, a ninguno reverenciaban más que a los profetas— aquellos elocuentes anunciadores de la verdad que el cielo les enviaba de edad en edad. Aunque el Bautista no hacía milagros, las multitudes acudían a él en tropel, porque reconocían en sus acentos el trueno de este poder, el cual ningún oído judío había escuchado por tantas generaciones. Jesús también fue reconocido como profeta, y por consiguiente su predicación causaba excitación intensa: «Hablaba en las sinagogas de ellos, siendo glorificado de todos». Sus palabras eran escuchadas con admiración y asombro. Algunas veces la multitud en la playa del lago le oprimía tanto para oírle, que él tenía que entrar en un navío y dirigirse a ellos desde la cubierta, mientras se extendían en semicírculo sobre la ascendente ribera. Sus mismos enemigos dieron testimonio de que «jamás habló hombre alguno como este hombre», y a pesar de ser poco lo que nos queda de su predicación, es muy suficiente para que nos hagamos eco del mismo sentimiento y comprendamos la impresión que producía. Todas sus palabras juntas que nos han sido conservadas no ocuparían más lugar, impresas, que una media docena de sermones ordinarios; pero no es exageración el afirmar que forman la herencia literaria más preciosa de la raza humana. Sus palabras, como sus milagros, eran expresiones de él mismo, y cada una de ellas tiene en sí algo de la grandeza de su carácter.
La forma de la predicación de Jesús era esencialmente judaica. La mente oriental no funciona de la misma manera que la occidental. El modo nuestro de pensar y hablar, en su mejor estado, es fluido, expansivo, y estrictamente lógico. La clase de discurso que más nos agrada es aquel que toma un asunto importante, lo divide en sus diferentes partes, lo trata ampliamente bajo cada una de sus divisiones, relaciona estrechamente una parte a otra, y concluye con una apelación conmovedora a los sentimientos, con el fin de influir en la voluntad, conduciéndola a algún resultado práctico.
La mente oriental, al contrario, suele meditar por mucho tiempo sobre un solo punto, verlo por todos lados, concentrar toda la verdad acerca de él, y emitiría en unas pocas palabras penetrantes y fáciles de grabarse en la memoria. El estilo es conciso, epigramático, magistral. El discurso del orador del Occidente es una estructura sistemática, o como una cadena en la cual cada eslabón está firmemente unido con los demás; el oriental es como el cielo en la noche, lleno de innumerables puntos ardientes, que brillan sobre un fondo oscuro.
Tal era la forma de la enseñanza de Jesús. Estaba constituida por muchas sentencias, cada una de las cuales contenía la mayor cantidad posible de verdades en la menor extensión posible, expresada en lenguaje tan conciso y penetrante que se fija en la memoria como una flecha. Leedlas y hallareis que cada una de ellas mientras las meditáis, absorbe la mente más y más como un vórtice, hasta que se pierde en sus profundidades. Hallaréis también que hay muy pocas de ellas que no sepáis de memoria. Se han arraigado en la memoria del cristianismo como ninguna otra palabra lo ha hecho. Aún antes de que se comprenda su sentido, la expresión, tan perfecta y sentenciosa, se fija con firmeza en la mente.
Pero había otro rasgo característico en la forma de la enseñanza de Jesús: estaba llena de figuras retóricas. Pensaba en imágenes. Había sido siempre un observador amante y exacto de la naturaleza eme le rodeaba —de los colores de las flores, las costumbres de las aves, el crecimiento de los árboles, los cambios de estaciones- y un observador igualmente perspicaz de las costumbres de los hombres en todos los niveles de la vida: en la religión, en los negocios, y en el hogar. El resultado fue que no podía ni pensar ni hablar sin que su pensamiento se vertiera en el molde de alguna figura natural. Su predicación era vivificada con alusiones de esta naturaleza, y por consiguiente estaba llena de color, movimiento, y variadas formas. No eran afirmaciones abstractas; se transformaban en verdaderos cuadros.
De esta manera, en sus dichos podemos ver, como en un panorama, los aspectos del campo y de la vida de aquel tiempo: Los lirios movidos del viento, cuya hermosura vistosa deleitaba los ojos; las ovejas siguiendo al pastor; las puertas anchas y angostas de la ciudad; las vírgenes con sus lámparas, aguardando en la oscuridad la venida de la procesión nupcial; el fariseo con sus anchas filacterias y el publicano con la cabeza inclinada, orando juntos en el templo; el rico sentado en su palacio en banquete, y el mendigo echado a su puerta con los perros lamiendo sus llagas; y centenares de otros cuadros que descubren la vida íntima y minuciosa de aquella época sobre la cual la historia en general marcha descuidadamente con paso majestuoso.
Pero la forma más característica que empleaba era la parábola. Era una combinación de las dos cualidades ya mencionadas: la expresión concisa y fácil de grabarse en la memoria, y el estilo figurado. Usaba un incidente tomado de la vida común y lo transformaba en un cuadro hermoso, para expresar la correspondiente verdad en la región más elevada y espiritual.
Era entre los judíos un modo favorito de presentar la verdad, pero Jesús le impartió su más rico y perfecto desarrollo. Cerca de la tercera parte de todos los dichos suyos que nos han sido conservados son en forma de parábolas. Esto demuestra como se fijaban en la memoria de los discípulos. De la misma manera, es probable que los oyentes de los sermones de cualquier predicador, después de algunos años, se acordarán de los ejemplos mucho mejor que de cualquier otra parte de ellos ¡Cómo han quedado estas parábolas en la memoria de todas las generaciones desde entonces! El hijo pródigo, El sembrador, Las diez vírgenes, y otras muchas, son otros tantos cuadros colgados en millones de espíritus. ¿Cuáles pasajes de los grandes maestros de expresión —de Hornero, de Virgilio, de Dante, de Shakespeare— han conseguido para sí un poder tan universal sobre los hombres o se han conservado tan perennemente nuevos y verdaderos?
Nunca tuvo que ir lejos para buscar ejemplos. Como un maestro pintor hará, con un pedacito de yeso o de carbón, una cara que os hará reír, llorar, o maravillaros, así Jesús tomaba los objetos e incidentes más comunes alrededor de él —el coser un pedazo de género sobre un vestido viejo, la rotura de un odre viejo, los muchachos en la plaza jugando a matrimonios o a funerales, o la caída de una choza en una tempestad— y los transformaba en cuadros perfectos, haciéndolos, para el mundo, los vehículos de la verdad inmortal. ¡No era extraño que las multitudes le siguieran! Aun el más ignorante tendría gusto en semejantes cuadros y llevaría, como un tesoro para toda su vida, al menos la expresión de las ideas de Jesús, aunque podría necesitarse el pensamiento de generaciones para penetrar las cristalinas profundidades de ellas. Nunca hubo discursos tan sencillos y sin embargo tan profundos, tan pintorescos y sin embargo tan absolutamente verdaderos.
Tales eran las cualidades de su estilo. Las cualidades del predicador mismo han sido conservadas para nosotros en las críticas de sus oyentes y se manifiestan en sus discursos contenidos en los Evangelios.
La más prominente de estas cualidades parece haber sido su autoridad: «Las gentes se admiraban de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas».
La primera cosa que notaron sus oyentes fue el contraste entre sus palabras y la predicación que acostumbraban oír de los escribas en las sinagogas. Estos eran los representantes del sistema más muerto y más árido de teología que haya sido considerado como religión en cualquier siglo. En vez de explicar las Escrituras, que estaban en sus manos y que hubieran prestado a sus palabras un poder vivo, no hacían más que referir las opiniones de los comentadores, y tenían miedo de presentar cualquiera afirmación que no estuviera sostenida por la autoridad de algún maestro. En lugar de ocuparse de los grandes temas de la justicia y la misericordia, del amor y de Dios, torturaban el texto sagrado para hacer de él un manual de ceremonias, y predicaban sobre la debida anchura de las filacterias, las debidas posturas en la oración, la debida duración de los ayunos, la distancia que era permitido andar el sábado, y otras cosas por el estilo; porque en estas cosas consistía la religión de aquel tiempo.
Para ver en los tiempos modernos, alguna cosa un poco parecida a la predicación que prevalecía entonces, tenemos que volver para atrás hasta el período de la Reforma, cuando según nos dice el biógrafo de Knox, las arengas pronunciadas por los monjes eran vacías, ridículas y miserables en extremo. «Cuentos fabulosos tocantes al fundador de alguna orden religiosa, los milagros que hacía, sus combates con el demonio, sus veladas, ayunos y flagelaciones; las virtudes del agua bendita, el crisma, el persignarse, y el exorcismo; los horrores del purgatorio, y el número de individuos libertados de él por la intercesión de algún santo poderoso. Estos, con groseras bromas, charlas y chismes de viejas formaban los temas favoritos de los predicadores, y eran presentados al pueblo en lugar de las puras, saludables y sublimes doctrinas de la Biblia «
Tal vez el contraste que el pueblo escocés, tres siglos y medio ha, sintió entre semejantes arengas y las elevadas palabras de Wishart y Knox, nos dé la mejor idea que podemos formarnos del efecto que la predicación de Jesús producía en sus contemporáneos. Nada sabía él de la autoridad de los maestros y escuelas de interpretación, pero hablaba como uno que había visto con sus propios ojos los objetos del mundo eterno. No necesitaba que nadie le hablara de Dios ni del hombre, porque conocía a ambos perfectamente. Estaba posesionado del conocimiento de su misión, el cual lo llevaba adelante e impartía vehemencia a toda palabra y acción. Se conocía a sí mismo como enviado de Dios, y sus palabras como las de Dios y no suyas propias. No vacilaba en decir a los que desatendían sus palabras que en el día del juicio serían ellos condenados por los de Nínive y por la reina de Saba, quienes habían escuchado a Jonás y a Salomón, porque ellos estaban oyendo a uno mayor que todo profeta o rey de la antigüedad. Los amonestaba que de la aceptación o rechazamiento del mensaje que él traía, dependía su eterna felicidad o miseria. Tal era el tono de solicitud, de majestad y de autoridad que hirió con asombro a sus oyentes.
Otra cualidad que el pueblo notaba en él era su intrepidez: «Pues, mirad, habla intrépidamente» (Valera «públicamente», Juan 7:26). Esto les parecía más asombroso porque él era hombre indocto, que ni había cursado las escuelas de Jerusalén, ni recibido licencia de ninguna autoridad terrenal. Pero esta cualidad provenía de la misma causa que su autoridad. La timidez nace generalmente de la conciencia de sí mismo. El predicador que teme a sus oyentes y respeta la persona de los grandes y sabios, está pensando en sí mismo y en lo que se dirá de lo que hace. Pero aquel que se siente impulsado a una misión divina se olvida de sí mismo. Para él toda congregación es igual a cualquiera otra, sean nobles o plebeyos; piensa sólo en el mensaje que tiene que dar.
Jesús siempre miraba directamente a las realidades espirituales y eternas. El encanto de la grandeza de ellas se había apoderado de ¿y todas las distinciones humanas desaparecían en presencia de ellas; los hombres de todas clases no eran mis que hombres para él. Era llevado adelante por el torrente de su misión, y ninguna cosa que pudiera sucederle podía detenerle en temores o dudas.
Manifestó su valor principalmente atacando los abusos e ideales de su tiempo. Sería una equivocación completa pensar en él como todo dulzura y humildad. Casi no hay otro elemento más saliente en sus palabras que una vena de ardiente indignación. Era una edad de imposturas más que cualquiera otra que haya habido. Ellas ocupaban todo alto puesto. Se ostentaban en la vida social, ocupaban las cátedras de la enseñanza y sobre todo, degradaban la religión en todas sus partes. La hipocresía había llegado a ser tan universal que ya había dejado de desconfiar de sí misma. Los ideales del pueblo eran completamente mezquinos y erróneos. Se siente, pulsando en todas las palabras de Jesús desde el principio hasta el fin, una indignación contra todo esto, que había comenzado con su primera observación en Nazaret y se maduraba a medida que crecía en su conocimiento de la época. Según él afirmaba terminantemente, las cosas más apreciadas entre los hombres eran una ofensa a la vista de Dios. Nunca hubo en la historia del lenguaje una polémica tan asolado, tan aniquiladora, como la de él contra las figuras a quienes, antes de que sus ardientes palabras fueran descargadas sobre ellos, la multitud rendía honores: el escriba, el fariseo, el sacerdote y el levita.
Una tercera cualidad que sus oyentes notaban era su poder: «Su palabra era con potestad». Esto fue el resultado de aquella unción del Espíritu Santo sin la cual aun las verdades más solemnes caen en el oído sin efecto. Estaba lleno del Espíritu sin medida. Por consiguiente la verdad se apoderó de él. Ardía y se henchía en su pecho, y él la hablaba de corazón a corazón. Tenía el Espíritu no sólo en tal grado que le llenaba a él mismo, sino que lo podía impartir a otros. Se derramaba con sus palabras y se apoderaba de las almas de sus oyentes, llenando de entusiasmo la mente y el corazón.
Una cuarta cualidad que se observaba en su predicación, y que de seguro fue muy prominente era su gracia: «Estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca». A pesar de su tono de autoridad y sus ataques severos y denodados contra la época, se difundía sobre todo lo que decía un brillo de gracia y de amor. En esto especialmente se manifestaba su carácter. ¿Cómo podía Aquél que era la encarnación del amor hacer menos que dejar que el brillo y el calor del fuego celestial que moraba en él se difundieran sobre sus palabras? Los escribas de aquel tiempo eran duros, orgullosos y sin amor. Lisonjeaban a los ricos y honraban a los sabios, pero de las grandes masas de sus oyentes decían: «Esta gente no sabe la ley, malditos son». Pero para Jesús toda alma era infinitamente preciosa. No importaba bajo qué humilde vestido o deformidad social estaba escondida la perla; no importaba aun bajo qué basura e inmundicia de pecado estaba sepultado; nunca la perdía de vista, ni por un instante. Por consiguiente, hablaba con el mismo respeto a sus oyentes de todos los grados sociales. Verdaderamente las parábolas del capítulo 15 de San Lucas eran el amor divino mismo manifestándose desde lo más íntimo del ser divino.
Tales eran algunas de las cualidades del predicador. Cabe mencionar una más, que quizás incluya a todas las demás, y es tal vez la cualidad más elevada de todo discurso público. Se dirigía a los hombres como hombres, no como miembros de alguna clase o como poseedores de alguna cultura peculiar. Las diferencias que dividen a los hombres, tales como riquezas, rango, y educación, son todas superficiales. Los elementos en que todos son iguales —el extenso sentido del entendimiento, las grandes pasiones del corazón, los instintos primarios de la conciencia— son profundos. No quiero decir que sean los mismos en todos los hombres. En algunos son más profundos, en otros menos; pero en todos son más profundos que otra cosa cualquiera. Aquel que se dirige a estos sentimientos apela a lo más profundo de sus oyentes. Será inteligible para todos igualmente. Todo oyente recibirá de él su propia porción; la mente estrecha y de poca profundidad recibirá todo lo que puede tomar, y la más grande y profunda se llenará en el mismo banquete. Es por eso que las palabras de Jesús son perennes en su frescura. Son para todas las generaciones, y para todas igualmente. Apelan a los elementos más profundos de la naturaleza humana hoy, en Inglaterra o en China, tanto como lo hacían en Palestina cuando fueron pronunciadas.
Cuando llegamos ahora a investigar cuál era la materia de la predicación de Jesús, esperamos tal vez encontrarle explicando el sistema de doctrina que conocemos, tal como viene expuesto en un catecismo o en una confesión de fe. Pero lo que hallamos es muy diferente. No hizo uso de ningún sistema de doctrina. Es verdad que no podemos dudar de que todas las numerosas y variadas ideas de su predicación, así como aquellas a que no dio expresión, coexistían en su mente como un sistema perfectamente desarrollado de verdad. Pero no coexistieron así en su predicación. No empleaba la fraseología teológica, hablando de la Trinidad, de la predestinación o del llamamiento eficaz, aunque las ideas que estos términos abarcan formaban la base de sus palabras, no hay que dudar de que sea el deber de la ciencia descubrirlas. Pero él hablaba el lenguaje de la vida ordinaria y concentraba su predicación en unos cuantos puntos luminosos que afectaban el corazón, la conciencia y la época.
La idea central y la frase más común de su predicación era el reino de Dios. Todos recordarán cuántas de sus parábolas comienzan con «El reino de los cielos es semejante» a esto o a aquello. El dijo: es menester que también a las otras ciudades predique yo el reino de Dios», caracterizando así el asunto de su predicación; y de la misma manera se dice que envió a sus apóstoles «a predicar el reino de Dios». El no inventó la frase. Era una expresión histórica, traída del pasado, y muy común en la boca de sus contemporáneos. El Bautista había hecho gran uso de ella, siendo la sustancia de su mensaje: «El reino de Dios se acerca».
¿Qué significa esta expresión? Se refería a una nueva era que los profetas habían predicho y los santos habían esperado. El tiempo de espera estaba cumplido. Muchos profetas y justos, decía Jesús a sus contemporáneos, habían deseado ver lo que ellos veían, pero no lo habían visto. Afirmaba que tan grandes eran los privilegios y las glorias de la nueva época, que el que menos participaba de ellas era mayor que el Bautista, aunque éste había sido el mayor representante del tiempo antiguo.
Todo esto no era más que lo que sus contemporáneos habrían esperado oír, si hubieran comprendido que el reino de Dios realmente había venido. Pero miraban en todas direcciones y preguntaban en dónde estaba la nueva era que Jesús decía que había traído.
En este punto, él y ellos estaban en completo desacuerdo. Ellos se fijaban más en la primera parte de la frase, «el reino», él en la segunda, «de Dios». Ellos esperaban que la nueva era apareciera bajo magníficas formas materiales; en un reino del que Dios sería en verdad el gobernador, pero que mostraría, en sí mismo, esplendor mundanal, fuerza de armas, y un imperio universal. Jesús veía la nueva era en un imperio de Dios sobre el corazón amante y la voluntad obediente. Ellos lo buscaban afuera. El decía: «Está dentro de vosotros». Ellos esperaban una era de gloría y felicidad externas. El basaba la gloría y la bienaventuranza del nuevo tiempo en el carácter. Y era un carácter totalmente diferente de aquel que se consideraba entonces como el que impartía gloría y bienaventuranza al individuo que lo poseía: el del orgulloso fariseo, del rico saduceo o del sabio escriba. Bienaventurados -decía él- son los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacificadores, los que son perseguidos a causa de la justicia.
La tendencia principal de su predicación era exponer esta idea del reino de Dios, el carácter de sus miembros, su felicidad en poseer el amor y comunión de su Padre en los cielos, sus expectativas en el mundo venidero. Ponía de relieve el contraste entre este reino y la religión de exterioridades de la época, con su carencia de espiritualidad y su sustitución de observancias ceremoniales en lugar del carácter. Invitaba a su reino a todas las clases sociales. Invitaba a los ricos, demostrando, como en la parábola del rico y Lázaro, la vanidad y el peligro de buscar la felicidad en las riquezas; y a los pobres, infundiéndoles un sentimiento de su propia dignidad, persuadiéndoles con el afecto más exuberante y las palabras más convincentes que la única riqueza verdadera consiste en el carácter, y asegurándoles que si buscaban primero el reino de Dios, su Padre celestial, que alimentaba a las aves y vestía los lirios, no los dejaría sufrir.
Pero el centro y el alma de su predicación era él mismo. En él estaba la nueva era. El nuevo carácter que hacía a los hombres súbditos del reino y participantes en los privilegios de ese reino, podía conseguirse sólo en él. Por esto el resultado práctico de cada uno de los discursos de Cristo era el mandato de venir a él, aprender de él, seguirle a él. «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados» era la palabra principal, la más profunda, y la final de todos sus discursos.
Es imposible leer los discursos de Jesús sin notar que maravillosos como son, sin embargo, algunas de las doctrinas más características del cristianismo tal como están expuestas en las epístolas de San Pablo, ahora conservadas con aprecio en las almas de los cristianos más devotos y más sabios, ocupan en ellos un lugar insignificante.
Especialmente esto se echa de ver respecto a las grandes doctrinas del Evangelio, tales como la manera en que el pecador se reconcilia con Dios, y cómo en su alma perdonada se produce gradualmente el carácter que lo hace parecido a Cristo y aceptable al Padre. La falta de referencia a tales doctrinas puede haberse exagerado mucho, siendo el hecho que no hay una sola doctrina prominente del gran apóstol cuyos gérmenes no se encuentren en la enseñanza de Cristo mismo. Sin embargo, el contraste es lo suficiente marcado para dar cierta excusa a los que niegan que las doctrinas distintivas de San Pablo sean elementos legítimos del cristianismo.
Pero la verdadera explicación del fenómeno es muy diferente. Jesús no era sólo un instructor. Su carácter era más grande que sus palabras, y así lo era también su obra. La parte principal de esa obra era hacer expiación por los pecados del mundo con su muerte en la cruz. Pero sus discípulos más íntimos nunca quisieron creer que él había de morir, y hasta que se verificara su muerte, era imposible explicar su significado más profundo. Las doctrinas más distintivas de San Pablo no son más que explicaciones de dos grandes hechos: la muerte de Cristo y el Espíritu enviado por el Redentor glorificado. Es obvio que estos hechos no podían ser bien explicados en las palabras de Jesús mismo, cuando todavía no se habían verificado; pero suprimir la explicación inspirada de ellos sería apagar la luz del evangelio y robarle a Cristo su gloría más elevada.
El auditorio de Jesús variaba en diferentes ocasiones, tanto en su número como en su carácter. Muchas veces era una gran multitud. Se dirigía a éstas en todas partes: sobre la montaña, en la orilla del mar, en el camino, en las sinagogas, en los atrios del templo. Pero estaba igualmente pronto a hablar con un solo individuo, por humilde que fuera. Se aprovechaba de toda oportunidad para hacerlo así. A pesar de estar rendido de cansancio, habló con la mujer junto al pozo de Jacob. Recibió a Nicodemo a solas y enseñó a María en su casa. Se dice que en los Evangelios se mencionan diecinueve de estas entrevistas privadas. Dan a sus discípulos un ejemplo notable. Esta es tal vez la más eficaz de todas las formas de instrucción, y de todos modos, constituye la mejor prueba de solicitud en enseñar. El hombre que predica con entusiasmo a miles de personas puede ser un simple orador; pero aquel que busca oportunidad para hablar directamente al individuo sobre la condición de su alma, debe de tener el verdadero fuego celestial ardiendo en su corazón.
Frecuentemente su auditorio se componía del círculo de sus discípulos. Su predicación hacía división entre sus oyentes. El mismo, en sus parábolas, tales como el sembrador, la cizaña y el trigo, la fiesta de bodas, etc., describía con una vividez sin igual, los efectos de su predicación sobre las diferentes clases. A algunos su predicación los repelía totalmente. Otros la escuchaban con asombro, sin que les tocara el corazón; otros eran afectados por algún tiempo, pero pronto volvían a sus antiguos intereses. Es terrible pensar cuan pocos eran, aun cuando era el Hijo de Dios quien predicaba, los que oían para la salvación. Los que lo hicieron así gradualmente formaron a su alrededor un cuerpo de discípulos. Le seguían, escuchando todos sus discursos, y con frecuencia les hablaba a solas. Tales eran los quinientos a quienes apareció en Galilea después de su resurrección. Algunos de ellos eran mujeres, tales como María Magdalena, Susana y Juana la esposa del mayordomo de Heredes, quien como era rica, suplía con gusto sus pocas y sencillas necesidades.
A estos discípulos les daba una instrucción más perfecta que a las multitudes. Les explicaba en privado cualquiera cosa que fuera oscura en su enseñanza pública. Más de una vez hizo la extraña aseveración de que hablaba en parábolas a la multitud, para que oyendo no entendiesen. Esto no podía sino significar que a aquellos que realmente no tenían interés en la verdad no se les daba más que la hermosa corteza, pero que el fin de la falta de claridad era incitar a una investigación más profunda, así como un velo que medio cubre un bello rostro hace más intenso el deseo de verlo; y que a aquellos que tenían una ansiedad espiritual de saber más, gustosamente les comunicaría el secreto. Estos últimos, cuando se hizo evidente que la nación en general no era digna de ser el instrumento de la obra del Mesías, llegaron a formar el núcleo de aquella sociedad espiritual, elevada por encima de todas las limitaciones locales y las distinciones de rango y nacionalidad, por medio de la cual el espíritu y la doctrina de Cristo habían de ser diseminados y perpetuados en el mundo.
Vida de Jesucristo por James Stalker