HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO
Acerca de las clases

El juicio

Acababa de triunfar en esta lucha cuando por entre las ramas de los olivos vio moverse a la luz de la luna la turba de sus enemigos, que venían bajando por la ladera opuesta, con el fin de arrestarlo. El traidor estaba a la cabeza de ellos. El conocía bien este sitio tan favorito de su Maestro, y probablemente esperaba hallarlo allí dormido. Por este motivo había escogido para su negro intento la media noche. Esta hora convenía tam­bién a los que lo enviaban, porque temían el estado exaltado de los forasteros galileos que llenaban la ciudad. Por otra parte sabían cuánto horror causaría a sus amigos si habiendo terminado el juicio durante la noche, lo podían presentar al despertarse el pueblo por la mañana, como un criminal ya sentenciado y en manos de los que habían de ejecutar la ley.

Habían traído linternas y antorchas, pensando que podrían hallar a su víctima escondido en alguna cueva o que tendrían que perseguirlo por entre el bosque. Pero él salió a encontrarlos a la entrada del huerto, y ellos temblaron cobardemente ante su mirada majestuosa y sus asoladoras palabras. El se entregó voluntariamente y lo condujeron otra vez a la ciudad. Probablemente era cerca de la media noche, y las horas restantes de la noche y de la madrugada fueron ocupadas con los procedimien­tos legales que debían observar antes de que pudieran satisfacer su sed de venganza.

El juicio doble; motivo de esto

Hubo dos juicios: uno eclesiástico y otro civil, en cada uno de los cuales hubo tres grados. Aquel se ve­rificó primero ante Anas, luego ante Caifás, y una comisión irregular del Concilio Sanedrín y finalmente ante una sesión formal de esta corte; el juicio civil se verificó, primero ante Pilato, luego ante Herodes, y por fin ante Pilato otra vez.

La razón de este juicio doble era la situación política del país. Judea, como ya se ha explicado, estaba sujeta directamente al imperio romano. Formaba parte de la provincia de Siria, y era gobernada por un oficial romano que residía en Cesárea. Pero no era la política de Roma despojar de todas las formas de gobierno propio a los países que había subyugado. Aunque regía con manos de hierro, recolectando tributos con severidad, supri­miendo con prontitud toda señal de rebelión y haciendo efectiva su autoridad suprema en las grandes ocasiones, concedía sin embargo a los conquistados, tanto como podía, las insignias de su antiguo poder.

Era especialmente tolerante en materia de religión. En Palestina permitía al Concilio Sanedrín, corte supre­ma eclesiástica de los judíos, juzgar todas las causas religiosas. Solamente si la sentencia era de pena capital, su ejecución no podía verificarse sin que la causa fue­se revisada por el gobernador. Cuando un reo era senten­ciado a la pena capital por el tribunal eclesiástico judío, debía ser enviado a Cesárea y procesado ante la corte civil, a menos que el gobernador estuviera por acaso, en ese tiempo en Jerusalén. El crimen de que fue acusado Jesús correspondía naturalmente a la corte eclesiástica. Esta corte le sentenció a la última pena. Pero no tenía el poder para ejecutarla. Debía entregarlo al tribunal del gobernador, que estaba en ese tiempo en la capital, pues era su costumbre visitada en la Pascua.

El juicio eclesiástico

Jesús fue conducido primero al palacio de Anas. Este era un anciano de setenta años, que había sido sumo sa­cerdote veinte años antes, y aún conservaba el título, como lo hacían cinco de sus hijos que le habían sucedido, aunque su yerno Caifás era el sumo sacerdote actual. Su edad, su inteligencia y la influencia de su familia le daban una inmensa importancia social y era en la realidad aunque no en la forma, cabeza del Concilio

Sanedrín. No juzgó a Jesús, pero quiso verlo y hacerle algunas preguntas, de modo que pronto fue llevado del palacio de Anas al de Caifás,que probablemente formaba parte del mismo grupo de edificios oficiales.

Caifás, como actual sumo sacerdote, era presidente del Concilio Sanedrín ante el cual Jesús fue juzgado. Una se­sión legal de esta corte no podía verificarse antes de que saliera el sol, quizá cerca de las seis. Pero muchos de sus miembros estaban ya presentes, atraídos por su interés en el juicio. Estaban ansiosos de emprender su trabajo, tanto para satisfacer su propio odio contra él, como para evitar que el pueblo interviniera en los procedimientos. Por esto resolvieron tener una sesión irregular, en la cual pudiera prepararse la acusación, las pruebas y lo demás, de modo que cuando llegara la hora legal de abrir las puertas, no hubiera más que hacer que repetir las formalidades necesarias y llevarlo al gobernador. Así se hizo; y mientras Jerusalén dormía, estos «jueces celosos» se apresuraron a poner por obra sus negros designios.

No comenzaron como podría haberse esperado, con una exposición clara del crimen de que le acusaban. En verdad, les hubiera sido difícil hacerlo así porque estaban muy divididos entre sí mismos. Muchas de las cosas de la vida de Jesús que los fariseos consideraban como crimi­nales eran vistas por los saduceos con indiferencia; y otros de sus actos tales como la purificación del templo, que habían causado enojo entre los saduceos, agradaban a los fariseos.

El sumo sacerdote comenzó por preguntarle acerca de sus discípulos y su doctrina, evidentemente con el pro­pósito de descubrir si había enseñado algunos principios revolucionarios que pudieran formar la base de una acu­sación ante el gobernador. Pero Jesús rechazó la insinuación, afirmando con indignación que siempre había hablado abiertamente ante todo el mundo, y exi­giendo que indicaran y probaran cualquier mal que él hubiera hecho. Esta réplica poco común indujo a uno de los sirvientes de la corte a herirle en el rostro con una bofetada, acto que según parece, la corte no reprimió, y que demostraba qué clase de «justicia» podía él esperar de parte de sus jueces.

Después se intentó presentar testigos contra Jesús, y varios se presentaron repitiendo afirmaciones que decían haber oído de él, de las cuales se esperaba poder formar una acusación. Pero esto no dio resultado alguno. Los testigos no concordaban entre sí; y cuando por fin, se logró que dos se unieran en una relación torcida de algo que él había dicho al principio de su ministerio, la cual parecía tener algún carácter criminal, resultó ser tan insuficiente que hubiera sido absurdo presentarse con eso ante el gobernador como la base de una grave acusación.

Ellos estaban resueltos a que él había de morir; pero parecía que la presa se les escapaba de las manos. Jesús contemplaba todo en absoluto silencio, mientras los testimonios contradictorios de los testigos se destruían mutuamente. Tranquilamente tomó su posición natural de superioridad sobre sus jueces. Lo comprendían; y por fin el presidente, en un rapto de ira e irritación, se levantó y le mandó que hablase. ¿Por qué habló el pre­sidente en voz tan alta y penetrante? El espectáculo humillante que se estaba verificando en el tribunal y la dignidad silenciosa de Jesús comenzaban a turbar las conciencias aun de estos hombres así congregados al amparo de la noche.

La causa se había perdido por completo, cuando Caifás se levantó de su asiento y con una solemnidad teatral le hizo esta pregunta: » ¡Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios!». Fue una pregunta hecha simplemente con el fin de que se recriminara a sí mismo. Pero él, que había guardado silencio cuando bien podía haber hablado, ahora habló cuando podía haber guardado silencio. Con gran solemnidad contestó afirmativamente que sí, que él era el Mesías y el Hijo de Dios. Nada más necesitaron sus jueces. Por unanimidad lo declararon culpable de blas­femia y digno de muerte.

Todo el juicio se había conducido con precipitación y con total desatención a las debidas formalidades de un cuerpo judicial. Todo era dictado por el deseo de descu­brir alguna criminalidad y no de hacer justicia. Las mismas personas eran a la vez acusadores y jueces. Ni se pensó en presentar testigos a favor de la defensa. Aunque los jueces actuaban, sin duda, en conciencia al dar el fallo, su decisión era la de espíritus cerrados desde mucho antes contra la verdad y poseídos de las pasiones más amargas y vengativas.

El juicio se consideró como terminado ya, siendo una mera formalidad los procedimientos legales después de la salida del sol, que se concluirían en pocos momentos. Por consiguiente, Jesús fue entregado como reo senten­ciado, a la crueldad de sus carceleros y del gentío.

Siguió una escena sobre la cual quisiéramos correr un velo. Estalló sobre él una brutalidad oriental de ultrajes tal que hiela la sangre. Parece que los mismos miembros del Concilio Sanedrín tomaron parte en ella. Este hom­bre que los había confundido, disminuido su autoridad y expuesto su hipocresía, era para ellos muy odioso. Aun la frialdad de los saduceos podía Hervir con bas­tante calor, una vez que se excitara. El fanatismo fari­saico inventó nuevas crueldades. Le dieron de bofetadas, le escupieron, y cubriéndole el rostro y mofándose de sus dones proféticos le mandaban profetizar quién le había herido, mientras le golpeaban cada uno a su turno. Pero no nos detendremos en contemplar una escena tan vergonzosa para la naturaleza humana.

El juicio civil

Probablemente fue entre las seis y las siete de la ma­ñana cuando llevaron a Jesús, atado de cadenas, a la residencia del gobernador. ¡Qué espectáculo! ¡Los sacerdotes, maestros y jueces de la nación judaica conduciendo a su Mesías, para pedirle a un gentil que le diera la muerte! Era la hora del suicidio de la nación. ¡Esto era todo lo que había resultado de la elección que Dios había hecho de ellos, tomándolos sobre alas de águilas, y sosteniéndolos todos los días de la antigüedad, enviándoles profetas y libertadores, redimiéndolos de Egipto y de Babilonia, y haciendo que su divina gloria por muchos siglos pasase delante de sus ojos! Parecía estar burlada la misma Providencia. Pero Dios no puede ser burlado. Sus designios marchan a través de todo el hilo de la historia con paso irresistible, sin atender a la voluntad del hombre; y aun esta hora trágica, en que la nación judaica convertía los beneficios divinos en objeto de irrisión, estaba destinada a demostrar las profundida­des de su amor y de su sabiduría.

El hombre ante cuyo tribunal iba Jesús a aparecer era Pondo Piloto, gobernador de Judea desde hacía seis años. Era el tipo de un romano, no de los sencillos del tiempo antiguo, sino de los del tiempo del imperio; un hombre cuya alma carecía por completo de la antigua justicia romana, pero amante de los placeres, imperioso y corrompido. Aborrecía a los judíos a quienes goberna­ba, y en momentos de cólera derramaba libremente la sangre de ellos. Los judíos correspondían con pasión a su aborrecimiento, y lo acusaban de todo crimen, mala administración, crueldad y robo. Visitaba a Jerusalén con la menor frecuencia posible; porque en verdad, para una persona acostumbrada a los placeres de Roma, con sus teatros, baños, juegos y alegre sociedad, Jerusalén, con su religiosidad y el espíritu revoltoso de sus habi­tantes, era una residencia triste. Cuando la visitaba, habitaba en el magnífico palacio de Heredes el Grande, pues era costumbre común que los oficiales enviados por Roma a los países conquistados ocuparan los palacios de los soberanos depuestos.

Por la ancha avenida que conducía al frente del edificio, atravesando un magnífico parque, arreglado con calles, estanques y árboles de todas clases, los miembros del Concilio Sanedrín y la multitud que se había ido uniendo a la procesión a su paso por las calles, condu­jeron a Jesús. El tribunal estaba al aire libre, sobre un embaldosado de mosaico, al frente de aquella porción del palacio que unía sus dos colosales alas.

Las autoridades judaicas esperaban que Pilato acepta­ra la decisión de ellos como suya propia, y que sin entrar en los pormenores del asunto pronunciara la sentencia que deseaban. Los gobernadores de las provincias hacían esto con frecuencia, especialmente en asuntos de reli­gión, los que, como extranjeros, no era de esperarse que entendiesen. Por esto, cuando él preguntó cuál era el cri­men de Jesús, ellos respondieron: «Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado». Pero él no es­taba en disposición de hacer concesiones, y les dijo que si él no juzgaba al criminal, ellos tendrían que contentar­se con aplicarle el castigo que la ley les permitía.

Parece que él sabía algo de Jesús. «Sabía que por envidia lo habían entregado». Es seguro que estaba informado de la procesión triunfal del domingo; y el he­cho de que Jesús no hiciera uso de aquella demostración para realizar algún fin político, puede haberle convencido de que no era peligroso bajo este punto de vista. El sueño de su esposa puede indicar que Jesús había sido objeto de conversación en el palacio; y quizá el hombre de sociedad y su esposa hayan sentido que su tedio por la visita a Jerusalén había disminuido con la historia del entusiasta y joven aldeano que desafiaba a los fanáti­cos sacerdotes.

Forzados, contra lo que esperaban, a hacer cargos for­males, las autoridades judaicas arrojaron una andanada de acusaciones, de entre las cuales sobresalían estas tres: que pervertía la nación, que prohibía pagar el tributo romano y que se había establecido como rey. En el Concilio Sanedrín ellos lo habían condenado por blas­femia; pero tal acusación habría sido tratada por Pilato, como ellos bien sabían, de la misma manera que fue tratada después por el gobernador romano, Galión, cuan­do los judíos de Corinto la presentaron contra Pablo. Por eso tuvieron que inventar nuevas acusaciones, las cuales presentaran a Jesús como peligroso al gobierno. Es humillante pensar que al hacerlo así, no sólo llegaron a la más grosera hipocresía, sino hasta a falsedades deli­beradas; porque ¿de qué otro modo podemos calificar la segunda acusación, cuando recordamos la respuesta que él dio a esta misma pregunta el martes anterior?

Pilato comprendía su pretendido celo por la auto­ridad romana. Conocía el valor de esta vehemente ansiedad de que el tributo romano fuese pagado. Levan­tándose de su asiento para escapar de los gritos fanáticos de la turba, condujo a Jesús al interior del palacio con el objeto de interrogarlo. Aunque no lo sabía, era para él un momento solemne. ¡Qué suerte tan terrible era la suya que le conducía a ese lugar y en tal tiempo! Había centenares de oficiales romanos esparcidos por el impe­rio, que regían su vida por los mismos principios que normaban la de él. ¿Por qué le tocó a él venir a aplicar estos principios a este caso?

Pilato no tenía ni la más remota idea de los resultados que estaba determinando. El reo puede haberle parecido un poco más interesante y su causa más difícil que las de otros; pero era solamente uno de los centenares que pa­saban diariamente por sus manos. vNo era posible que le ocurriera que, aunque él parecía ser el juez, tanto él como el sistema que representaba comparecían ante el juicio de Uno cuya perfección juzgaba y descubría el carácter de todo hombre y sistema que se aproximaba a él. Le preguntó acerca de las acusaciones hechas en su contra, informándose especialmente de si era verdad que pretendía ser rey. Jesús respondió que no había susten­tado tal pretensión en un sentido político, sino solamente en el terreno espiritual, como Rey de la verdad.

Esta respuesta habría conmovido a cualquiera de aquellos espíritus más nobles del paganismo que pasaban su vida en busca de la verdad; y fue dada tal vez para ver si en el espíritu de Pilato había respuesta a tal sugestión. Pero éste no abrigaba tal pasión por la verdad, y pasó adelante con una risa de desprecio. Sin embargo, estaba convencido de que detrás de ese rostro puro, pacífico y melancólico no había nada de demagogo o revoluciona­rio mesiánico y volviendo al tribunal, dijo a los acusadores que lo había absuelto.

Este anuncio fue recibido con gritos de ira contraria­da, y con la reiteración en alta voz de las acusaciones en contra de Jesús. Era aquel un espectáculo enteramente judaico. Muchas veces esta chusma fanática había venci­do los deseos y decisiones de sus gobernantes extranjeros, solamente por sus clamores y pertinacia. Pilato debía haberlo librado y protegido inmediatamente. Pero él era un verdadero hijo del sistema en que había sido educado; la política de conveniencias y estratagemas. En medio de los gritos que herían sus oídos tuvo el gusto de oír uno que le brindaba una excusa para deshacerse de todo el negocio. Ellos gritaban que Jesús había excitado al pueblo «por todo el país, comenzando desde Galilea, hasta este lugar». Esto le recordó que Herodes, goberna­dor de Galilea, estaba en la ciudad y que podía excusarse de tan dificultoso asunto enviándoselo a él, pues era un procedimiento común de la ley romana transferir un prisionero del tribunal en que era arrestado al del terri­torio en que residía. Por esto lo mandó en manos de los soldados de su guardia y acompañado por los infatiga­bles acusadores, al palacio de Herodes.

Hallaron a este principillo, que había venido a Jerusalén para asistir a la fiesta, en medio de su pequeña corte de aduladores y alegres compañeros, y rodeado de los guardias que mantenía en imitación de sus amos extranjeros. Mucho se alegró al ver a Jesús, cuya fama había sonado por tanto tiempo en todo el territorio que él gobernaba. Era el tipo de un príncipe oriental; tenía un solo pensamiento en su vida: su propio placer y diver­sión. Fue a la Pascua solamente para distraerse. La venida de Jesús parecía prometerle una nueva sensación, cosa de la cual él y su corte tenían a menudo necesidad urgente; esperaba ver a Jesús hacer algún milagro.

Era un hombre completamente incapaz de tomar en serio cosa alguna, y aun pasó por alto el negocio por el que los judíos estaban tan preocupados, y comenzó a proferir un diluvio de preguntas y observaciones sin dar lugar a la respuesta. Pero al fin se cansó, y entonces esperó la contestación de Jesús. Pero esperó en vano, pues Jesús no se dignó dirigirle una sola palabra de ninguna clase.

Herodes había olvidado el asesinato del Bautista, pues en su alma sin carácter toda impresión era como escrita en el agua; pero Jesús no lo había olvidado. Comprendía que Herodes debía avergonzarse al ver en su presencia al amigo del Bautista. No se humillaría ni aun hablando a un hombre capaz de tratarlo como un simple operador de milagros que podía comprar el favor de su juez exhi­biendo su habilidad; miraba con tristeza y vergüenza a aquel que había abusado tanto de sí mismo que ya no le quedaba ni conciencia ni virilidad. Pero Herodes era incapaz de sentir la fuerza aniquiladora del desdén de aquel silencio. El y sus hombres de guerra tuvieron en nada a Jesús. Echaron sobre sus hombros una túnica blanca a imitación de la que usaban en Roma los candidatos que aspiraban a algún cargo, para indicar que era candidato al trono de los judíos, pero tan ridículo que era inútil tratarlo sino con desprecio, y lo mandó volver a Pilato. En ese traje volvió Jesús sus cansados pa­sos al tribunal del romano.

Entonces siguió de parte de Pilato una serie de proce­dimientos que hicieron de su persona el tipo del contemporizador, para ser exhibido a los siglos bajo la luz de Cristo que todo lo revela. Era evidentemente su deber, cuando Cristo volvió de Herodes, pronunciar des­de luego el fallo de absolución. Pero en vez de hacerlo así, echó mano a la política y, forzado de un paso falso a otro, fue por fin despeñado al precipicio de una com­pleta traición a la justicia.

La ejecución de aquel monstruoso propósito fue sin embargo interrumpida por un incidente que parecía ofrecer a Pilato una vez más, un medio de escaparse de la dificultad. Era costumbre del gobernador romano, en la mañana de la Pascua, poner en libertad cualesquiera de los presos que el pueblo deseara. Era un privilegio alta­mente apreciado por los habitantes de Jerusalén, porque siempre había en la cárcel una abundancia de presos, a quienes la multitud consideraba como héroes, por haberse rebelado contra el aborrecido yugo extranjero. En este momento del juicio de Jesús la turba de la ciudad, desbordándose de las calles y callejuelas a la manera de los orientales, llegó como un torrente por toda la avenida, hasta frente del palacio, pidiendo a gri­tos su prerrogativa anual.

Por esta vez la petición agradó a Pilato, porque vio en ella una manera de escaparse de su desagradable posi­ción. Pero esto resultó ser un lazo en que estaba metiendo el cuello. Ofreció a la turba la vida de Jesús. Por un momento ésta quedó indecisa. Pero ellos tenían un favorito, un caudillo distinguido contra la dominación romana. Además empezó inmediatamente a correr por todos los oídos una voz que acudía a todo motivo de persuasión con el objeto de inducirles a que no aceptaran a Jesús. En lugar del celo que una hora antes habían mostrado tener para con la ley y el orden, los miembros del Concilio Sanedrín no tuvieron escrú­pulo en ponerse del lado del campeón de la revuelta, y tuvieron muy buen éxito en envenenar la mente del pueblo, que comenzó a clamar a favor de su propio héroe Barrabás. «¿Qué, pues, haré con Jesús? «, pregun­tó Pilato, esperando que la respuesta de ellos fuera: «Dánoslo también». Pero él se equivocaba; las autorida­des judaicas habían ejecutado con éxito su trabajo. De miles de pechos resonó el grito: » ¡Sea crucificado!». Ta­les sacerdotes, tal pueblo: la nación ratificaba lo que sus sus gobernantes decían. Completamente confundido, Poncio Pilato preguntó con enojo: «¿Por qué? ¿Qué mal les ha hecho?». Pero él había puesto la decisión en sus manos, y ellos gritaron: «¡Fuera con él! ¡Crucifícale, crucifícale! «.

Pilato no pensaba todavía en sacrificar la justicia por completo. Todavía tenía un recurso en reserva, pero entre tanto mandó a azotar a Jesús; el acostumbrado preliminar de la crucifixión. Los soldados lo llevaron al cuartel vecino, y allí satisficieron sus instintos crueles con los sufrimientos de Jesús. No podemos describir la vergüenza, y el dolor de este repugnante castigo, ¡Qué sería para él, con su honor y amor a la naturaleza humana, el ser maltratado por aquellos hombres groseros y ver tan de cerca la más extrema crueldad de la natura­leza humana!

Los soldados se daban gusto en esta obra, y agregaban el insulto a la crueldad. Cuando acabaron de azotar­le, le hicieron sentar, pusieron sobre sus hombros un manto de grana en burlesca imitación de la púrpura real y un pedazo de caña en las manos como cetro; y tejiendo algunas ramas espinosas de una zarza cercana y dándole la apariencia grosera de una corona, clavaron las pun­zantes espinas sobre sus sienes. Entonces, pasando por delante de él, cada uno por turno hincaba la rodilla, mientras al mismo tiempo escupían su semblante y to­mando de su mano la caña, le herían en la cabeza y en el rostro.

Al fin, habiendo saciado su crueldad, lo condujeron nuevamente al tribunal, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Al ver la mofa de los soldados las multitudes lanzaron gritos y carcajadas insensatas. Pilato, con semblante burlesco, empujó adelante a Jesús, para que las miradas de todos se concentraran en él, y exclamó: » ¡He aquí el hombre! » Quería decir que seguramente no era necesario hacer más con él; que no valía la pena ocuparse de él. ¿Acaso podría uno tan quebrantado y tan miserable hacer algún daño?

¡Cuan poco entendía sus propias palabras! Aquel » ¡Ecce Homo! » resuena todavía por todo el mundo y atrae las miradas de todas las generaciones a aquel rostro maltratado. Y contemplándolo, la vergüenza desaparece; se ha quitado de él para caer sobre Pilato mismo, sobre los soldados, los sacerdotes y la multitud. La deslum­brante gloria ha destruido el último resto de ignominia, y ha tachonado la corona de espinas con centenares de puntos de deslumbrante brillantez.

Pero Pilato estaba igualmente equivocado en su concepto del pueblo que gobernaba, cuando supuso que la vista de la miseria y debilidad de Jesús satisfaría la sed de venganza. La objeción que ellos habían hecho siempre contra él había sido que uno tan pobre y sin ambición quisiera ser el Mesías; y la vista de él ahora, azotado y escarnecido por el soldado extranjero pero todavía queriendo ser rey, hizo que su ira rayara en locu­ra. Ahora más que nunca, gritaron: » ¡Crucifícale!»

Ahora también por fin dejaron escapar la acusación verdadera, la que hacía mucho que tenía lacerando sus corazones y que ya no podían soportar por más tiempo: «Nosotros tenemos una ley», gritaron, «y según nuestra ley debe morir, porque se hizo Hijo de Dios».

Estas palabras tocaron en el corazón de Pilato una fibra en la cual ellos no pensaron. En las antiguas tradiciones de su tierra natal había muchas leyendas de hijos de los dioses que en tiempos pasados habían vivido sobre la tierra de modo tan humilde que no se podían distinguir del común de los hombres. Era peligroso tener que ver con ellos, pues un mal que se les hiciera atraería sobre el ofensor la ira de los dioses padres.

La fe en estos antiguos mitos había desaparecido desde hacía mucho tiempo, porque no se veían en la tierra hombres tan distintos de sus semejantes que hiciera necesaria semejante explicación. Mas en Jesús, Pilato había visto algo inexplicable que le había llenado de un terror indefinido. Y ahora las palabras de la multitud: «El se hizo Hijo de Dios…», cayeron como un rayo. Hicieron volver de lo más escondido de su memoria las antiguas y olvidadas historias de su niñez, y revivieron el terror pagano, que forma el tema de algunos de los más grandes dramas griegos, de cometer inadvertidamente un crimen que desatara la venganza tremenda de los cielos. Su mente pagana razonaba de este modo: ¿No podría Jesús ser el Hijo del Jehová de los hebreos, como Castor y Pólux lo fueron de Júpiter? Apresuradamente lo hizo entrar otra vez al palacio y mirándole con nuevo pavor y curiosidad, le preguntó: «¿De dónde eres tú?»

Pero Jesús no le respondió ni una palabra. Pilato no le había escuchado cuando Jesús deseaba explicarle todo; había ultrajado su propio sentimiento de justicia por la flagelación; y si un hombre vuelve la espalda a Cristo cuando él habla, la hora vendrá en que preguntará y no recibirá respuesta. El orgulloso gobernador estaba sorprendido e irritado a la vez, y preguntó: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo potestad para crucifi­carte, y que tengo potestad para soltarte? «. A lo que Jesús respondió, con la indescriptible dignidad de que la brutal vergüenza de su tortura no le había hecho perder nada: «Ninguna potestad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba».

Pilato se había jactado del poder que tenía para hacer lo que quisiera con el prisionero; pero era en realidad muy débil. Volvió de su entrevista privada con la deter­minación de ponerlo en libertad inmediatamente. Los judíos vieron esta resolución pintada en su semblante y esto les hizo sacar su última arma, la que tenían en reserva desde el principio; amenazaron acusarle ante el emperador. Esto fue el significado del alarido con que interrumpieron sus primeras palabras: «Si a éste sueltas, no eres amigo de César». Esto había estado en la mente tanto de ellos como de Pilato en todo el curso del juicio. Esto era lo que le había hecho estar tan indeciso.

No había otra cosa que un gobernador romano temiera tanto como que fuese enviada por sus súbditos semejante queja. En este tiempo era especialmente peli­groso; porque ocupaba el trono imperial un sombrío y desconfiado tirano, que se complacía en degradar a sus propios servidores, y que se encendería en un momento a la insinuación de que uno de sus subordinados favorecía a un aspirante al poder real. Pilato comprendía demasia­do bien que su administración no podía resistir a una inspección, pues había sido cruel y corrompido en extre­mo. Nada puede estorbar tan absolutamente a un hombre en hacer el bien que quiere, como el mal que ha practicado en su vida pasada. Esta fue la tentación que rindió por fin a Pilato, precisamente cuando se había resuelto a obedecer a su conciencia. El no era un héroe que siguiera sus convicciones a toda costa. Era entera­mente mundano, y vio que tenía que entregar a Jesús a la voluntad de ellos.

Sin embargo, él era preso no sólo de la ira por su completa derrota, sino también de un poderoso temor religioso. Pidiendo agua, se lavó las manos en presencia de la multitud, y exclamó: «Soy inocente de la sangre de este justo». Se lavó las manos cuando debía haberlas usado. El agua no lava tan fácilmente la sangre. Pero la turba, en triunfo completo, hizo mofa de sus escrúpulos llenando el aire con sus vociferaciones de: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos».

Pilato sintió vivamente el insulto, y volviendo contra ellos su enojo, quiso tener también su triunfo. Echó a Jesús delante de modo que todos lo vieran, comenzó a burlarse de ellos, pretendiendo considerarlo como verda­deramente su Rey, y preguntó: «¿A vuestro rey he de crucificar?». Ahora tocó a ellos su turno para sentir el a-guijón de la mofa y gritaron: » ¡No tenemos más rey que César!». ¡Qué confesión en boca de los judíos! Era re­nunciar a la libertad y la historia de la nación. Pilato les tomó la palabra y entregó inmediatamente a Jesús para que lo crucificaran.

Vida de Jesucristo por James Stalker

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