La Pascua
Estaba por terminarse el tercer año del ministerio de Jesús, cuando las estaciones trajeron en su giro la gran fiesta anual de la Pascua. Se dice que en semejante ocasión se juntaban en Jerusalén hasta dos o tres millones de forasteros. No sólo se congregaban de todas partes de Palestina, sino que venían por mar y por tierra de todos los países en donde la raza de Abraham estaba dispersa, para celebrar el suceso que dio comienzo a su historia nacional.
Eran atraídos por varios motivos. Algunos venían con los pensamientos solemnes y el profundo gozo religioso que correspondían al recuerdo venerable que se celebraba. Algunos deseaban principalmente reunirse con parientes y amigos de quienes habían estado largo tiempo separados por residir en tierras lejanas. No pocos de los más bajos traían consigo las pasiones favoritas de su raza, y se interesaban principalmente por hacer algún buen negocio en un concurso tan grande.
Pero este año, los espíritus de miles de personas estaban llenos de excitación especial y venían a la capital esperando ver algo más notable que todo lo que habían visto hasta entonces. Esperaban ver en la fiesta a Jesús, y abrigaban muchos vagos presagios sobre lo que pudiera suceder relativo a él. El nombre de él era la palabra que más que ninguna otra, pasaba de boca en boca entre los grupos de peregrinos que llenaban los caminos, y entre las reuniones de judíos que conversaban entre sí sobre la cubierta de las naves que venían de Asia Menor y de Egipto.
Sin duda estarían presentes casi todos los discípulos de Jesús, abrigando la ardiente esperanza de que por fin, en esta reunión nacional él dejaría la apariencia de humillación que ocultaba su gloria, y de alguna manera irresistible demostraría que era el Mesías. Debe de haber acudido multitud de personas de la parte meridional del país, en donde él había pasado los últimos meses, llenos de las mismas opiniones entusiastas acerca de él que habían prevalecido en Galilea a fines de su primer año allá. Sin duda había también miles de galileos favorablemente dispuestos hacia él y prontos a tomar el más profundo interés en todo nuevo aspecto de sus asuntos. Otros miles, de puntos más lejanos, que habían oído hablar de él pero nunca lo habían visto, subían a la capital con la esperanza de que él estaría allí, y de que tendrían la ocasión de ver un milagro o de escuchar las palabras del nuevo profeta.
Las autoridades de Jerusalén también esperaban su venida, aunque con sentimientos muy diferentes. Esperaban que algún suceso les daría por fin la oportunidad de quitarlo de en medio; pero no podían menos que temer que él se presentase a la cabeza de un séquito provincial que le diera la supremacía sobre ellos.
El rompimiento final con la nación Su arribo a Betania
Seis días antes de que comenzara la Pascua, Jesús llegó a Betania, la aldea de sus amigos Marta, María y Lázaro, situada a media hora de distancia de la ciudad al otro lado de la cumbre del Monte de los Olivos. Era un lugar muy a propósito para vivir durante la fiesta, y allí se alojó con sus amigos. Las solemnidades comenzaban el jueves, de modo que fue el viernes de la semana anterior cuando él llegó a Betania. Había sido acompañado, en los últimos 30 kilómetros, por una inmensa multitud de peregrinos, de quienes él era el centro de interés. Lo habían visto curar al ciego Bartimeo en Jericó y el milagro había producido en ellos una excitación extraordinaria. La aldea resonaba con la reciente resurrección de Lázaro, cuando los peregrinos llegaron a Betania y en seguida llevaron a las multitudes que desde todas partes se habían reunido ya en Jerusalén, la noticia de que Jesús había llegado.
Entrada triunfal en Jerusalén
Por consiguiente, cuando después de descansar en Betania durante el sábado, salió el domingo para ir a la ciudad, halló las calles de la aldea y los caminos cercanos llenos de una vasta multitud. Estaba formada en parte por los que lo habían acompañado el viernes, en parte, por nuevas aglomeraciones que habían venido tras él desde Jericó y habían oído hablar en el camino de sus milagros, y en parte por aquellos, que, oyendo que él se acercaba, habían salido en gran número para verlo.
Lo recibieron con entusiasmo, y comenzaron a exclamar » ¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas! «. Era un movimiento mesiánico tal como aquellos que él antes había evitado. Pero ahora él lo aceptó. Probablemente estaba satisfecho de la sinceridad del homenaje que se le tributaba; y la hora había llegado en que ninguna consideración podía permitirle ocultar más a la nación el carácter con que él se presentaba y lo que exigía de la fe de ellos. Pero al ceder a los deseos de la multitud de que asumiera el carácter de un rey, mostró de una manera inequívoca en qué sentido aceptaba tal honor. Mandó traer un pollino de asno, y habiendo sus discípulos puesto sobre el animal sus vestidos, se sentó encima y caminó a la cabeza de la multitud. No venía armado de pies a cabeza, ni montado en caballo de guerra, sino como Rey de sencillez y de paz.
El cortejo pasó la cuesta del Olivete y bajó por su costado; atravesó el Cedrón, y subiendo el declive que conducía a la puerta de la ciudad, pasó por las calles hasta llegar al templo. La procesión se aumentaba conforme avanzaba. Gentes en gran número corrían de todas direcciones para unirse a ella. Las aclamaciones resonaban cada vez más fuertes. Los de la comitiva cortaban ramas de palmeras y de olivos y las agitaban triunfalmente. Los ciudadanos de Jerusalén corrían a sus puertas, se asomaban a sus balcones, y preguntaban: «¿Quién es éste?». Los de la procesión contestaban: «Este es Jesús, el profeta de Nazaret».
Fue en efecto, una demostración enteramente provincial. Los de Jerusalén no tomaron parte en ella, sino que se abstuvieron con indiferencia. Las autoridades sabían demasiado bien lo que aquello quería decir, y lo vieron con ira y temor. Llegaron a Jesús y le mandaron dar orden a sus seguidores de que se callasen, insinuando sin duda que si no lo hacía, la guarnición romana que tenía su cuartel cerca, descendería sobre él y sobre ellos, y castigaría la ciudad misma por un acto de traición al César.
No hay punto en la vida de Jesús en el cual nos sintamos más inclinados a preguntar: ¿Qué habría sucedido, si sus aspiraciones se hubieran realizado; si los ciudadanos de Jerusalén hubieran sido arrastrados por el entusiasmo de los provincianos, y si las preocupaciones de los sacerdotes y escribas hubieran sido vencidas por el torrente de la aprobación pública? Estas cuestiones nos llevan muy pronto a un punto donde no hallamos fondo, pero ningún lector inteligente de los Evangelios puede menos que hacérselas.
Jesús se había ofrecido formalmente a la capital y a las autoridades de la nación, pero no lo aceptaron. El reconocimiento provincial de sus pretensiones no bastaba para conseguir el consentimiento nacional. Aceptó la decisión como final. La multitud esperaba una señal de él, y en su condición excitada la hubiera obedecido, cualquiera que hubiera sido. Pero no les dio ninguna y, después de mirar un poco a su alrededor en el templo, los dejó y volvió a Betania.
Frustrada así las esperanzas de la multitud, las autoridades tuvieron una oportunidad de la cual no tardaron en aprovecharse. Los fariseos no necesitaban estímulo, y aun los saduceos, aquellos fríos y orgullosos amigos del buen orden, viendo en el estado del espíritu popular un peligro para la paz pública, se aliaron con sus acerbos enemigos en la decisión de quitarlo de en medio.
El gran día de controversia
El lunes y el martes volvió a aparecer en la ciudad y se ocupó de su antiguo trabajo de sanar y enseñar. Pero en el segundo de estos dius intervinieron las autoridades. Fariseos, saduceos y herodianos. pontífices, sacerdotes y escribas, hicieron en esta sola ocasión causa común. Vinieron a él mientras enseñaba en el templo y le preguntaron con qué autoridad hacía estas cosas.
Con toda la pompa de traje oficial, de orgullo social y de celebridad popular, se pusieron en contra del sencillo galileo, mientras las multitudes presenciaban la escena. Entraron en una astuta y prolongada controversia con él, sobre puntos escogidos de antemano, poniéndole al frente sus más hábiles controversias para sorprenderle en sus propias palabras.
Procuraban o desacreditarlo ante la concurrencia, o sacar de sus labios, en el calor de la discusión, algo que sirviera de base para acusarlo ante la autoridad civil. Así, por ejemplo, le preguntaron si era lícito dar tributo a César. Si contestaba que sí. ellos sabían que su popularidad se acabaría al instante, porque esta sería una contradicción completa a las ideas mesiánicas del pueblo. Si por el contrarío contestaba que no, lo acusarían ante el gobernador romano.
Pero Jesús era en extremo superior a ellos. Hora por hora rechazaba el ataque con firmeza. Su rectitud ponía en vergüenza la duplicidad de ellos, y su destreza en el argumento volvió contra el pecho de ellos todos los dardos que le dirigían. Por fin él llevó la lucha a los terrenos de ellos mismos, y les convenció de tanta ignorancia o tanta falta de sinceridad que les puso en completa vergüenza delante de los espectadores. Entonces, cuando los hubo hecho callar, soltó sobre ellos la tempestad de su indignación en la filípica que nos ha sido conservada en el capítulo veintitrés de San Mateo. Expresando sin restricción alguna el juicio adverso que había estado formando durante toda su vida sin haberlo manifestado, expuso las hipócritas prácticas de ellos en frases que caían como rayos e hicieron de ellos un objeto de escarnio y de risa, no sólo para los oyentes en aquella ocasión, sino desde entonces para el mundo entero.
Este fue el rompimiento final entre él y ellos. Habían sido completamente humillados delante de todo el pueblo, sobre el cual estaban puestos en autoridad y honor. Esto les parecía intolerable, y se resolvieron a no perder ni una hora en buscar la venganza. Esa misma noche el Concilio Sanedrín celebró una sesión, en el calor de su ira, con el fin de formar algún plan para deshacerse de él. Quizás Nicodemo y José de Arimatea hayan protestado contra los procedimientos; pero los hicieron callar con indignación, y por unanimidad acordaron matarlo inmediatamente.
Pero las circunstancias contuvieron su cruel premura. Convenía guardar cuando menos las apariencias de la justicia, y además, era evidente que Jesús gozaba de una popularidad inmensa entre los forasteros que llenaban la ciudad. ¿Qué no podía hacer esa multitud ociosa si se le arrestaba en presencia suya? Era necesario esperar hasta que la masa de los peregrinos saliera de la ciudad. Acababan de llegar con grande repugnancia a esta conclusión, cuando recibieron una sorpresa inesperada y muy grata; uno de los propios discípulos de él se presentó y ofreció entregarlo por precio.
Judas Iscariote
Judas Iscariote es la palabra de escarnio usada por toda la raza humana. En su «Visión del infierno», Dante lo coloca en el más profundo de todos los círculos de los condenados, como el único que participa con Satanás mismo del castigo más extremado; y al fallo del poeta corresponde el de toda la humanidad.
Sin embargo, Judas no era un monstruo de iniquidad tal que esté más allá de nuestra comprensión o aun de nuestra simpatía. La historia de su vil y espantosa caída es perfectamente inteligible. El se había unido con los discípulos de Jesús, como lo hicieron los otros apóstoles, con la esperanza de tomar parte en una revolución política y de ocupar algún alto puesto en un reino terrenal. Parece inconcebible* que Jesús lo hubiera hecho apóstol si no hubiera habido en él, en algún tiempo, un entusiasmo noble y una consagración a él.
Que era persona de energía superior y de capacidad administrativa, puede inferirse del hecho de que era tesorero de la compañía apostólica. Pero había en la raíz de su carácter un germen de corrupción que gradualmente absorbió todo lo que había de bueno en él, y se convirtió en una pasión tiránica. Era el amor al dinero. Lo alimentaba con los hurtos de las pequeñas sumas de dinero que Jesús recibía de sus amigos para las necesidades de su acompañamiento y para el auxilio de los pobres entre los cuales él estaba continuamente. Judas esperaba dar satisfacción ilimitada a esta pasión cuando llegara a ser canciller de la tesorería en el nuevo reino.
Las miras de los otros apóstoles eran quizás tan mundanas, al principio, como las de él. Pero el efecto de sus relaciones con el Maestro fue muy diferente. Ellos se hacían cada vez más espirituales; él se hacía siempre más mundano. En verdad, mientras Jesús vivía, ellos nunca alcanzaron a tener la idea de un reino espiritual aparte de uno terrenal, pero los elementos espirituales que su Maestro les había enseñado a agregar a su concepto material se hacían cada vez más prominentes. En gran manera fue quitado todo lo esencial de su concepto mundano, y quedó solamente la corteza, que a su debido tiempo sería destruida y desaparecería.
Pero las ideas terrenales de Judas lo ocupaban más y más, y lo despojaban cada vez más de todo lo que hubiera en él de espiritual. Se impacientaba por la realización de estas ideas. Predicar y curar a los enfermos le parecía pérdida de tiempo; la pureza y la espiritualidad de Jesús lo irritaban. ¿Por qué no establecía el reino de una vez? ¡Después podría predicar tanto como quisiera! Por fin comenzaba a sospechar que no habría reino alguno tal como lo había esperado. Se consideraba como engañado, y comenzó no sólo a despreciar a su Maestro, sino a aborrecerlo.
El hecho de que Jesús no se hubiese aprovechado de la buena disposición del pueblo en el Domingo de Ramos, acabó de convencerlo de que era inútil continuar más en la causa. Vio que el barco se hundía, y se resolvió a abandonarlo. Llevó a cabo su resolución de una manera tal que correspondía a su pasión dominante y ganaba para sí el favor de las autoridades. El ofrecimiento de Judas llegó a éstas en el momento más a propósito. Lo aceptaron ansiosamente, y habiendo convenido en el precio con este hombre miserable, lo enviaron a que buscara la oportunidad conveniente para entregarlo. La halló más pronto de lo que ellos esperaban; a la segunda noche después de haberse concluido el vil contrato.
Jesús en presencia de la muerte Multitud de sus pensamientos
El cristianismo no tiene otra posesión más preciosa que el recuerdo de Jesús durante la semana en la cual estuvo cara a cara con la muerte. Inefablemente grande como era siempre, puede decirse reverentemente que nunca fue tan grande como durante estos días de la más horrenda calamidad. Todo lo que tenía de más sublime y de más tierno, los aspectos humano y divino de su carácter fue manifestado como nunca lo había sido antes.
Jesús vino a Jerusalén con el conocimiento pleno de que su muerte se acercaba. Durante todo un año el hecho había estado constantemente a su vista, y llegó por fin lo que por mucho tiempo se había esperado. Sabía que era la voluntad de su Padre, y cuando llegó la hora dirigió sus pasos con valor sublime al lugar fatal. Pero no fue sin un conflicto terrible de sentimientos; flujo y reflujo de las más diversas emociones. Angustia y éxtasis, el abatimiento más prolongado y abrumador, el gozo más triunfante y la paz más majestuosa iban y venían dentro de él como los movimientos de un vasto océano.
La muerte en perspectiva
Algunas personas han dudado en atribuir a Jesús algo del horror a la muerte tan natural en los hombres, pero seguramente carecen de razones suficientes. Es un instinto perfectamente inocente; quizás el mismo hecho de que el organismo físico de Jesús era puro y perfecto, puede haber sido causa de que este instinto fuera más fuerte en él que en nosotros. Téngase presente cuan joven era. Tenía apenas treinta y tres años, y las corrientes de la vida eran fuertes en él. Estaba lleno de actividad. Que estas corrientes poderosas fuesen detenidas y que la luz y el calor de su vida fuesen apagados en las aguas heladas de la muerte, debe de haberle sido completamente repugnante.
La visita de los griegos
Un incidente acaecido el lunes le causó un grande acceso de este dolor instintivo. Algunos griegos que habían venido a la fiesta expresaron por conducto de dos de los apóstoles su deseo de tener una entrevista con él. Había en este período muchos paganos en diferentes partes del mundo donde se hablaba el griego, que habían hallado en la religión de los judíos radicados entre ellos un asilo contra el ateísmo y la repugnante inmoralidad de la época, y se habían hecho prosélitos del culto a Jehová. A esta clase pertenecían estos que le buscaban. Pero su petición conmovió a Jesús con pensamientos que ellos ni se imaginaban.
Solamente dos o tres veces en el curso de su ministerio, según parece, tuvo contacto con los representantes del mundo de más allá de los límites de su propio pueblo, siendo su misión exclusivamente para las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero en cada una de estas ocasiones encontró una fe, una cortesía, y una nobleza que contrastaba con la incredulidad, la grosería y la pequeñez de los judíos. ¿Cómo podía él menos que ansiar sobrepasar los límites estrechos de Palestina y visitar naciones de genio tan sencillo y generoso? Debe de haber tenido a menudo visiones de una carrera como la que Pablo efectuó después, cuando llevó las gozosas nuevas de tierra en tierra y evangelizó a Atenas, Roma y los demás grandes centros del Occidente. ¡Qué gozo habría proporcionado a Jesús semejante carrera, que sentía dentro de sí la energía y la abundante benevolencia tan a propósito para ese objeto! Pero la muerte estaba cerca para extinguirlo todo.
La visita de los griegos hizo que lo inundara una grande ola de pensamientos. En vez de responder a su petición, permaneció absorto, su semblante se oscureció, y su cuerpo se estremecía con la angustia del conflicto interior. Pero pronto se recobró y dio expresión a los pensamientos con los cuales fortificaba su alma en aquellos días: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva». «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo». Podía ver más allá de la muerte, por terrible y extraña que fuese la perspectiva, y podía asegurarse de que el efecto del sacrificio de sí mismo sería infinitamente más grande y más extenso que jamás podría serlo el de una misión personal al mundo pagano. Además, la muerte era lo que su Padre le había designado. Esta era la última y más profunda consolación con la que calmaba su alma humilde y fiel en esta ocasión como en otras semejantes: «Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Mas por esto he venido en esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!»
Compasión por su patria
La muerte se le acercaba con todo su acompañamiento terrible. Debía ser víctima de la traición de uno de sus propios discípulos a quienes había escogido y amado. Su vida iba a ser arrebatada por manos de los de su propia nación, en la ciudad tan querida de él. Había venido para exaltar su nación hasta el cielo, y la había amado con una consagración nutrida de la más inteligente y tierna familiaridad con su historia pasada y con los grandes hombres que la habían amado antes de él, y también del conocimiento de todo lo que podía hacer por ella. Pero su muerte haría descender el azote de mil maldiciones sobre Palestina y Jerusalén.
Cuan claramente preveía el porvenir, lo muestra el memorable discurso profetice de Mateo 24, que pronunció a sus discípulos en la tarde del martes, sentado en la pendiente del Monte de los Olivos, con la desgraciada ciudad a sus pies. Cuan amarga era la angustia que le causaba quedó demostrado el domingo, cuando aun en la hora de su triunfo, mientras la multitud gozosa lo conducía por el camino de la montaña, se detuvo en el punto en que la ciudad se presenta a la vista, y con lágrimas y lamentaciones predijo su ruina. Este debía haber sido el día de bodas de la hermosa ciudad, cuando se desposara con el Hijo de Dios; pero la palidez de la muerte estaba ya sobre su faz. El, que la hubiera estrechado contra su corazón, como la gallina recoge sus polluelos debajo de sus alas, veía las águilas ya en el cielo, volando velozmente para despedazarla.
Soledad
En las tardes de esta semana iba a Betania; pero es lo más probable que haya pasado la mayor parte de las noches a solas, al aire libre. Vagaba por la soledad de la cumbre y entre los olivares y jardines que cubrían las laderas de la colina, quizá pasando muchas veces por el mismo camino por donde la procesión había avanzado. Mientras miraba al través del valle, desde el punto en que se había detenido antes, a la ciudad que dormía a la luz de la luna, interrumpía el silencio de la noche con gritos más amargos que las lamentaciones que había intimidado a la multitud; repitiendo muchas veces a su solitario corazón las grandes verdades que había pronunciado en presencia de los griegos.
Su aislamiento era terrible. Todo el mundo estaba en su contra: Jerusalén que ansiaba su muerte con odio apasionado, y los miles de provincianos que se habían apartado de él por el desengaño que habían sufrido. Ni uno solo de sus apóstoles, ni aun Juan, comprendía en el menor grado la situación, ni era capaz de ser el depositario de los pensamientos de Jesús. Esta era una de las gotas más amargas de su cáliz. Comprendía, como ninguna otra persona lo ha comprendido, la necesidad de vivir en el mundo después de su muerte. La causa que él había inaugurado no debía morir. Era para todo el mundo, y había de durar por todas las generaciones y alcanzar todas las partes del globo. Pero después de su partida, quedaría en manos de los apóstoles, quienes se mostraban ahora tan débiles, tan indiferentes e ignorantes. ¿Eran capaces de desempeñar la obra? ¿No había resultado uno de ellos ser traidor? ¿No naufragaría la causa, ya ido él? —tal vez así le decía el tentador— y todos sus extensos planes para la regeneración del mundo ¿no desaparecerían como las visiones imaginarias de un sueño?
Consuelo en la oración
Sin embargo, no estaba solo. Entre las densas sombras de los huertos y en la cima del Olivete, buscaba el recurso inagotable de otros y más felices tiempos, y lo halló en su necesidad extrema. Su Padre estaba con él, y ofreciendo súplicas con vehemente clamor y lágrimas, fue oído y librado de su temor. Tranquilizaba su espíritu la convicción de que el perfecto amor y sabiduría de su Padre determinaban todo lo que le sucedía, y de que estaba glorificando a su Padre y cumpliendo con la obra que le había encomendado. Esto bastaba para desvanecer todo temor, y llenarlo de un gozo inefable y glorioso.
En el cenáculo
Por fin se aproximaba la conclusión. Llegó la noche del jueves, cuando en toda casa de Jerusalén se comía la Pascua. Jesús también, con los doce, se sentó para comerla. El sabía que ésta era su última noche sobre la tierra y que ésta era su reunión de despedida de los suyos. Afortunadamente se nos ha conservado una historia bastante completa de esta ocasión, la cual es bien conocida de todo cristiano. Fue la noche cumbre de su vida. Su alma rebosaba ternura y grandeza indescriptibles. Algunas sombras, es verdad, cruzaron su espíritu en las primeras horas de la noche. Pero pronto pasaron; y durante las escenas de lavar los pies de los apóstoles, comer la Pascua, instituir la cena del Señor, el discurso de despedida, y la oración pontifical, toda la gloria de su carácter se daba a conocer. Se dejó llevar completamente de los alegres impulsos de la amistad, manifestando sin límite su amor a los suyos. Como si se hubiera olvidado de las imperfecciones de los discípulos, se regocijaba previendo las futuras victorias de ellos y el triunfo de su propia causa. Ninguna sombra interceptaba a su vista el rostro de su Padre, ni disminuía la satisfacción con que miraba su obra ya a punto de consumarse. Era como si la Pasión hubiera pasado ya, y la gloria de su exaltación comenzase a brillar sobre él.
Getsemaní Pero muy pronto vino la reacción. Levantándose de la mesa a la media noche,pasaron por las calles y salieron fuera de la población por la puerta oriental de la ciudad; atravesando el Cedrón, llegaron a un lugar muy frecuentado por él al pie del Olivete; el huerto de Getsemaní. Aquí siguió la pasmosa y memorable agonía. Fue el acceso final del espíritu de depresión que había estado luchando toda la semana con el espíritu de gozo y confianza que llegó a su colmo mientras estuvieron a la mesa. Fue el ataque final de la tentación, de la cual su vida nunca había estado exenta. Pero no nos atrevemos a analizar los elementos de la escena. Sabemos que todo concepto nuestro ha de ser completamente incapaz de agotar su significado. ¿De qué manera, sobre todo, podemos apreciar aun en el menor grado,lo que formaba el elemento principal de esa escena, el peso abrumador, aselador, del pecado del mundo, que él expiaba?
Pero la lucha terminó en una victoria completa. Mientras los pobres discípulos pasaban dormidos las horas de preparación para la crisis que ya estaba cerca, El se había preparado completamente para ella. Había subyugado los últimos restos de tentación; la amargura de la muerte había pasado ya; y pudo sostener las escenas que siguieron con una calma que nada podía alterar, y con una majestad que convirtió su juicio y crucifixión en el orgullo y la gloria de la humanidad.
Vida de Jesucristo por James Stalker