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    Acerca de las clases

    Santo Domingo y la Orden de Predicadores.
    Fue en la pequeña aldea de Caleruega, cerca de Burgos, en el centro de Castilla, donde Domingo nació. Era hijo de
    la ilustre familia de los Guzmán, cuya torre se alza aún hoy en el centro del poblado. Su madre, Juana, era mujer de gran fe,
    acerca de la cual se cuentan todavía en Caleruega varios milagros. En todo caso, desde muy joven Domingo y sus hermanos
    se formaron en un ambiente cristiano. Tras unos diez años de estudio en Palencia, se unió al capítulo de la catedral de Osma,
    como uno de sus canónigos. Cuatro años después, cuando Domingo tenía veintinueve, el capítulo adoptó la regla monástica
    de los canónigos de San Agustín. Según esta regla, los miembros del capítulo catedralicio vivían en comunidad monástica,
    pero sin retirarse del mundo ni abandonar su ministerio para con los fieles. En el 1203, Domingo y su obispo Diego de Osma
    pasaron por el sur de Francia, donde se conmovió al ver el auge que tenían los albigenses, y cómo se trataba de convertirlos a
    la fuerza. Además se percató de que el principal argumento que tenían los albigenses era el ascetismo de sus jefes, que
    contrastaba con la vida suave y desordenada de muchos de los prelados y sacerdotes ortodoxos. Convencido de que aquél no
    era el mejor medio de combatir la herejía, Domingo se dedicó a predicar la ortodoxia, unió su predicación a una vida de
    disciplina rigurosa, e hizo uso de los mejores recursos intelectuales que estaban a su alcance. En las laderas de los Pirineos
    fundó una escuela para las mujeres nobles que abandonaban el catarismo. Además, alrededor de sí reunió un número
    creciente de conversos y de otros predicadores dispuestos a seguir su ejemplo.
    Su éxito fue tal que el arzobispo de Tolosa les dio una iglesia donde predicar, y una casa donde vivir en comunidad.
    Poco después, con el apoyo del arzobispo, Domingo fue a Roma, donde a la sazón se reunía el Cuarto Concilio Laterano,
    para solicitar de Inocencio III la aprobación de su regla. El Papa se negó, pues le preocupaba la confusión que surgiría de la
    existencia de demasiadas reglas monásticas. Pero sí les dio autorización para continuar la labor emprendida, siempre que se
    acogieran a una de las reglas anteriormente aprobadas. De regreso a Tolosa, Domingo y los suyos adoptaron la regla de los de

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    San Agustín, y después, mediante una serie de constituciones, adaptaron esa regla a sus propias necesidades. Quizá llevados
    por el impacto del franciscanismo naciente, los dominicos también adoptaron el principio de la pobreza total, para sostenerse
    sólo mediante limosnas. Por esa razón estas dos órdenes (y otras que después siguieron su ejemplo) se conocen como
    “órdenes mendicantes”. Desde sus inicios, la Orden de Predicadores (que así se llamó la fundada por Santo Domingo) tuvo el
    estudio en alta estima. En esto difería el español Francisco de Asís, quien, como hemos dicho, no quería que sus frailes
    tuvieran ni siquiera un salterio y quien en varias ocasiones se mostró suspicaz del estudio y las letras. Los dominicos, en su
    tarea de refutar la herejía, necesitaban armarse intelectualmente, y por ello sus reclutas recibían un adiestramiento intelectual
    esmerado. En consecuencia, la Orden de Predicadores le ha dado a la Iglesia Católica algunos de sus más distinguidos
    teólogos.

    ACTIVIDAD TEOLÓGICA DE LA EDAD MEDIA

    “No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque mi intelecto no se puede comparar con ella. Lo que deseo es entender,
    siquiera imperfectamente, tu verdad. Esa es la verdad que mi corazón cree y ama. No trato de comprender para creer, sino
    que creo y por ello puedo llegar a comprender”.

    Anselmo de Canterbury
    n medio del auge de la vida monástica, el ascenso del poder papal, la gran decadencia espiritual y poderosa
    influencia supersticiosa que la acompañaba, el surgimiento del movimiento valdense y las nuevas órdenes de
    frailes inspiradas en las de San Francisco y Santo Domingo, surge también una increíble actividad teológica
    en este periodo de la Iglesia en la Edad Media. Hombres como Anselmo, Pedro Abelardo, Los victorinos y Pedro Lombardo,
    San Buenaventura y santo Tomás de Aquino figuran en los personaje que protagonizaron este periodo. Algunos de ellos
    realizaron sus grandes obras teológicas desde los monasterios, otros llegaron a convertirse en grandes catedráticos de su
    tiempo y el auge de las universidades teológicas comenzó a florecer en este periodo. Pronto, la sed por el estudio de las
    matemáticas, la astronomía, la medicina, las leyes, la filosofía y las bellas artes penetro profundamente entre los anhelos de
    formación de la gente de la Edad Media. Las universidades más antiguas se remontan a fines del siglo XII, cuando las
    escuelas de ciudades tales como París, Oxford y Salerno lograron gran auge. Pero fue el siglo XIII el que vio el crecimiento
    pleno de las universidades. Aunque en todas ellas se estudiaban los conocimientos básicos de la época, pronto algunas se
    hicieron famosas en un campo particular de estudios. Quien quería estudiar medicina, hacía todo lo posible por ir a
    Montpelier o a Salerno, mientras que Ravena, Pavía y Bolonia eran famosas por sus facultades de derecho, y París y Oxford
    por sus estudios de teología. En España, la más famosa universidad fue la de Salamanca, fundada en el siglo XIII por Alfonso
    X el Sabio.
    Anselmo de Canterbury.
    El primero de los grandes pensadores que esta época produjo fue Anselmo de Canterbury. Natural del Piamonte, en
    Italia, Anselmo era hijo de una familia noble, y su padre se opuso a su carrera monástica. Pero el joven insistió en su
    vocación, y en el 1060 se unió al monasterio de Bec, en Normandía. Aunque ese monasterio se encontraba lejos de su patria,
    Anselmo se dirigió a él debido a la fama de su abad, Lanfranco. Allí se dedicó al estudio teológico, y produjo varias obras, de
    las cuales la más importante es el Proslogio. En el 1078 fue hecho abad de Bec, pues Lanfranco había dejado el monasterio
    para ser consagrado como arzobispo de Canterbury. Poco antes, Guillermo el Conquistador había partido de Normandía y
    conquistado a Inglaterra, donde derrotó a los sajones en el 1066 en la batalla de Hastings. Ahora Guillermo y sus sucesores se
    establecieron en Gran Bretaña, que poco a poco se fue volviendo el centro de sus territorios. Pero durante varias generaciones
    continuaron trayendo a personas de origen normando para ocupar posiciones de importancia en Inglaterra. Esto fue lo que
    sucedió con Lanfranco y, en el 1093, con Anselmo. En esa fecha, fue hecho arzobispo de Canterbury por el rey Guillermo II,
    quien había sucedido al Conquistador. Anselmo trató de evadir esa responsabilidad, en parte porque prefería la quietud del
    monasterio, y en parte porque desconfiaba de Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco había dejado la sede vacante, a fin
    de posesionarse de sus ingresos y de buena parte de sus propiedades. Pero a la postre aceptó, y comenzó así una carrera
    accidentada buena parte de la cual transcurrió en el exilio debido a sus conflictos, primero con Guillermo y después con su
    sucesor Enrique I. Sin entrar en detalles, podemos decir que estos conflictos reflejaban, en menor escala, los que ya hemos
    visto al tratar de las pugnas entre el papado y el Imperio. Se trataba de un asunto de jurisdicción, cuyo punto crucial era la
    cuestión de las investiduras, pero que tenía varias otras dimensiones. Lo que estaba en juego en fin de cuentas era si la iglesia
    sería independiente o no del poder civil. Y la respuesta no era fácil, pues la iglesia en sí tenía gran poder político y
    económico. Siete décadas más tarde, uno de los sucesores de Anselmo, Tomás a Becket, moriría asesinado junto al altar de la
    E

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    catedral, por razón del mismo conflicto. Durante sus repetidos exilios, Anselmo escribió mucho más que cuando estaba
    cargado con las responsabilidades de su arzobispado. La principal obra de este período es Por qué Dios se hizo hombre.
    Murió en Canterbury en el 1109, tres años después de haber hecho las paces con el rey y haber regresado de su
    último exilio. La importancia teológica de Anselmo radica en que fue el primero, después de siglos de tinieblas, en volver a
    aplicar la razón a las cuestiones de la fe de modo sistemático. Cada una de sus obras trata acerca de un tema específico, como
    la existencia de Dios, la obra de Cristo, la relación entre la predestinación y el libre albedrío, etc. Y en la mayor parte de los
    casos Anselmo trata de probar la doctrina de la iglesia sin recurrir a las Escrituras o a cualquier otra autoridad. Esto no quiere
    decir, sin embargo, que Anselmo haya sido un racionalista, dispuesto a creer sólo lo que podía demostrarse mediante la
    razón. Al contrario, como puede verse en la cita que encabeza este capítulo, su punto de partida es la fe. Anselmo cree
    primero, y después le plantea sus preguntas a la razón. Su propósito no es probar algo para después creerlo, sino demostrar
    que lo que de antemano acepta por fe es eminentemente racional. Esto puede verse tanto en su Proslogio como en por qué
    Dios se hizo hombre. El Proslogio trata acerca de la existencia de Dios. Anselmo no duda ni por un instante que Dios exista.
    De hecho, la obra está escrita a modo de una oración dirigida a Dios. Pero, aun sabiendo que Dios existe, nuestro teólogo
    quiere demostrarlo, para así comprender mejor la racionalidad de esa doctrina, y gozarse en ella. Como punto de partida,
    Anselmo toma la frase del Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” ¿Por qué es necedad negar la existencia
    de Dios? Evidentemente, porque esa existencia debe ser una verdad de razón, de tal modo que negarla sea una sin razón. ¿Es
    posible entonces demostrar que la existencia de Dios es tal? Indudablemente, hay muchos argumentos para probar esa
    existencia. Pero todos ellos se basan en la contemplación del mundo que nos rodea, arguyendo que tal mundo ha de tener un
    creador. Es decir, todos ellos parten de los datos de los sentidos. Y los filósofos siempre han sabido que los sentidos no
    bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible entonces encontrar otro modo de demostrar la existencia de
    Dios, un modo que no dependa de los datos de los sentidos, sino únicamente de la razón? El razonamiento que Anselmo
    emplea es lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia de Dios”. En pocas palabras, lo
    que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está implícita en la pregunta. Preguntarse si Dios existe
    equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe. Pero la misma idea de “Ser Supremo”, que incluye todas las perfecciones,
    incluye también la existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior a cualquier ser que exista. Un Ser Supremo
    inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de cuatro lados. Por definición, la idea de “triángulo”
    incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo” incluye la existencia. Es por esto que quien niega la existencia
    de Dios es un necio, como bien dice el salmista.
    Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido por los filósofos y teólogos a
    través de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es un
    ejemplo claro del método teológico de Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla, sino que
    parte de la doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se
    plantea la cuestión del propósito de la encarnación. Su respuesta se ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha
    llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales, aun en el siglo XX. Su argumento se basa en el principio
    legal de la época, según el cual “la importancia de una ofensa depende del ofendido, y la de un honor depende de quien lo
    hace”. Si, por ejemplo, alguien ofende al rey, la importancia de esa acción se mide, no a base de quién la cometió, sino a base
    de la dignidad del ofendido. Pero si alguien desea honrar a otra persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base del
    rango de quien recibe la honra, sino a base del rango de quien la ofrece. Si entonces aplicamos este principio a las relaciones
    entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero, que el pecado humano es infinito, pues fue cometido
    contra Dios, y ha de medirse a base de la dignidad de Dios; segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano
    pueda ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia se medirá a base de nuestra dignidad, que es infinitamente
    inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues
    cualquier bien que podamos hacer no es más que nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada. En
    consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago infinito. Pero al mismo tiempo ese pago ha
    de ser hecho por un ser humano, puesto que fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser humano infinito,
    que equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció en nombre de la humanidad
    una satisfacción infinita por nuestro pecado. Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos
    posteriores, no era el único ni el más común en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el
    vencedor del demonio y sus poderes. Su obra consistía ante todo en libertar a la humanidad del yugo de esclavitud a que
    estaba sometida. Y por ello el culto de la iglesia antigua se centraba en la Resurrección. Pero en la Edad Media,
    particularmente en la “era de las tinieblas”, el énfasis fue variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por
    los pecados humanos. Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó sobre la
    Crucifixión más bien que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador del demonio, se volvió víctima de

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    Dios. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su
    época.
    En cierto sentido, Anselmo fue uno de los fundadores del “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un
    período y un modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos del siglo XII que estudiaremos a
    continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el método característico de hacer teología a
    través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se debe a que se produjo principalmente en las escuelas. Anselmo fue
    monje, y casi toda su labor teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los siglos anteriores, que
    se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir del siglo XII, los centros de labor
    teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades. Por lo pronto, la gran contribución de Anselmo consistió en su
    uso de la razón, no como un modo de comprobar o negar la fe, sino como un modo de esclarecerla. En sus mejores
    momentos, ése fue el ideal del escolasticismo.
    Pedro Abelardo.
    Otro de los principales precursores del escolasticismo fue Pedro Abelardo, a quien sus amores con Eloísa, y lo que
    sobre ellos se ha dicho y escrito, han hecho famoso. Abelardo nació en Bretaña en el año 1079, y dedicó buena parte de su
    juventud a estudiar bajo los más ilustres maestros de su tiempo. Sus peripecias de aquellos tiempos nos las cuenta Abelardo
    en su Historia de las calamidades, que él mismo compuso hacia el fin de sus días. En ella, descubrimos a un joven
    indudablemente dotado de una inteligencia superior, pero que de tal modo se enorgullece de esa inteligencia que va creándose
    enemigos por doquier. Y lo más notable es que, aun años más tarde, Abelardo puede relatar su historia sin darse cuenta de
    hasta qué punto él mismo ha sido uno de los principales causantes de sus propias calamidades. De escuela en escuela fue
    Abelardo, haciéndoles ver a todos sus maestros que no eran sino unos ignorantes charlatanes, y en algunos casos robándoles
    sus discípulos. Por fin llegó a París, donde un canónigo de la catedral, Fulberto, le confió la instrucción de su sobrina Eloísa.
    Esta era una joven de extraordinarias dotes intelectuales, y pronto el maestro y su discípula se enamoraron. De aquellos
    amores nació un hijo a quien sus padres, en honor de uno de los más grandes adelantos de la ciencia de su tiempo, llamaron
    Astrolabio. Fulberto estaba enfurecido, y exigía que Abelardo y Eloisa se casaran. Abelardo estaba dispuesto a hacerlo, pero
    Eloísa se oponía por dos razones. En primer lugar, era la época en que el celibato eclesiástico se imponía por todas partes, y
    la enamorada joven temía que el matrimonio obstaculizase la carrera de su amante. En segundo lugar, temía que en el
    matrimonio su amor perdiese algo de su calidad. En ese tiempo comenzaba a popularizarse el concepto romántico del amor.
    Por toda Francia se paseaban los trovadores, y cantaban sus coplas de amores distantes e imposibles. Al reflejar aquel
    espíritu, Eloísa le decía a Abelardo: “Prefiero ser para ti, más bien que tuya”. A la postre decidieron casarse en secreto. Pero
    esto no satisfizo a Fulberto, que veía su honra manchada, y temía que Abelardo tratase de obtener una anulación del
    matrimonio. Una noche, mientras el infortunado amante dormía, unos hombres pagados por Fulberto penetraron en su cámara
    y le cortaron los órganos genitales. Tras tales acontecimientos, Eloísa se hizo monja, y su amante ingresó al monasterio de
    San Dionisio, en las afueras de París. Pero en San Dionisio no tuvo mejor fortuna. Pronto escandalizó a sus compañeros de
    hábito al decir, con toda razón, que se equivocaban al pretender que su monasterio había sido fundado por el mismo Dionisio
    que había sido discípulo de Pablo en Atenas. Poco después un concilio reunido en Soissons condenó sus doctrinas acerca de
    la Trinidad, y lo obligó a quemar su escrito sobre ese tema. Por fin, hastiado de la compañía de sus semejantes, se retiró a un
    lugar desierto. Pronto, sin embargo, se reunió alrededor de él un número de discípulos que habían oído acerca de su habilidad
    intelectual, y querían aprender de él. Entonces fundó una escuela a la que nombró El Paracleto. Pero Bernardo de Claraval, el
    monje cisterciense devoto de la humanidad de Cristo y predicador de la Segunda Cruzada, lo persiguió hasta su retiro.
    Bernardo no podía tolerar las libertades que Abelardo se tomaba al aplicar la razón a los más profundos misterios de la fe.
    Según el monje cisterciense, ese uso de la razón no mostraba sino una falta de fe. Gracias a los manejos de Bernardo,
    Abelardo fue condenado como hereje en el 1141. Cuando trató de apelar a Roma, descubrió que el papado estaba dispuesto a
    acatar la voluntad de su acérrimo enemigo. No le quedó entonces más remedio que desistir de la enseñanza y retirarse al
    monasterio de Cluny, cuyo abad, Pedro el Venerable, lo recibió con verdadera hospitalidad cristiana y le ayudó a reivindicar
    su buen nombre. Durante casi todo este tiempo, Abelardo sostuvo correspondencia con Eloísa, quien había fundado un
    convento cerca de El Paracleto. Cuando su antiguo amante y esposo murió en el 1142, a los sesenta y tres años de edad,
    Eloísa logró que sus restos fueran trasladados a El Paracleto.
    La obra teológica de Abelardo fue extensa. Se le conoce sobre todo por su doctrina de la expiación, según la cual lo
    que Jesucristo hizo por nosotros no fue vencer al demonio, ni pagar por nuestros pecados, sino ofrecernos un ejemplo y un
    estímulo para que pudiéramos cumplir la voluntad de Dios. También fue importante su doctrina ética, que le prestaba especial
    importancia a la intención de una acción, más que a la acción misma. Pero en cierto sentido lo que hace de Abelardo uno de
    los principales precursores del escolasticismo es su obra sí y no. En ella planteaba 158 cuestiones teológicas, y luego

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    mostraba que ciertas autoridades, tanto bíblicas como patrísticas, respondían afirmativamente mientras otras respondían en
    sentido contrario. El propósito de Abelardo no era restarles autoridad a la Biblia o a los antiguos escritores cristianos. Su
    propósito era más bien mostrar que no bastaba con citar un texto antiguo para resolver un problema. Había que ver ambos
    lados de la cuestión, y entonces aplicar la razón para ver cómo era posible compaginar dichos al parecer contradictorios. El
    hecho de que Abelardo se limitó a la primera parte de esa tarea, y sencillamente citaba autoridades al parecer contradictorias,
    sin tratar de ofrecer soluciones, le ganó la mala voluntad de muchas personas. Pero el método que se proponía en esa obra fue
    el que, con ciertas variantes, siguieron todos los principales escolásticos a partir del siglo XIII. Por lo general ese método
    consiste en plantear una pregunta, citar después una lista de autoridades que parecen ofrecer una respuesta, y una lista de
    otras autoridades que parecen decir lo contrario, y entonces resolver la cuestión. En esa solución, el teólogo escolástico ofrece
    primero su respuesta, y luego explica por qué las diversas autoridades citadas en sentido contrario no se le oponen. A la
    postre, aun entre quienes lo consideraban hereje, Abelardo haría sentir el peso de su obra.

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