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PRINCIPALES ESCRITORES Y ERUDITOS DE ESTE PERIODO

“No a todos, mis amigos, no a todos, les corresponde filosofar acerca de Dios, puesto que el tema no es tan sencillo y bajo.
No a todos, ni ante todos, ni en todo momento, ni sobre todos los temas, sino ante ciertas personas, en ciertas ocasiones, y
con ciertos límites”.

Gregorio de Nacianzo
ste periodo se caracterizó también por el surgimiento de una serie de maestros o doctores teológicos los
cuales escribieron e influyeron poderosamente en su época. El evangelio no sólo se propagó por medio del
testimonio personal, sino por medio de la literatura, facilitando así el intercambio de pensamientos, entre los
que vivían en regiones separadas, y haciendo más fácil y duradera la enseñanza. Prácticamente podemos dividir estos
escritores en dos grupos, los escritores de oriente, los cuales escribieron en lengua griega, y los de occidente, que lo hicieron
en latín. Veamos los más prominentes.
Principales escritores cristianos de Oriente.
EUSEBIO. Nació en el año 260 y murió en el año 339. Es generalmente llamado el padre de la Historia
Eclesiástica, por haber sido el primero que se ocupó en escribir detalladamente sobre los acontecimientos relacionados con el
cristianismo, desde los días del Señor hasta la época en la cual vivió. Era oriundo de Palestina, probablemente de Cesárea,
donde conoció a Panfilio, quien más tarde sufrió el martirio, y en memoria de quien añadió su nombre al suyo. En el año 315
fue elegido obispo de Cesárea; y cuando se reunió el Concilio de Nicea, tuvo a su cargo el discurso de bienvenida al
emperador Constantino con quien desde entonces aparece siempre en muy íntima relación. Su Historia Eclesiástica es una
obra de mucho mérito a causa de los valiosos documentos que ha conservado, los cuales son una guía segura al estudiante de
la materia, y casi la única fuente de información a que se puede recurrir. Otra de sus obras populares es la Vida de
Constantino, en la cual pinta a su héroe en forma de panegírico, exagerando muchas veces sus buenas obras y encubriendo
sus notables defectos. Escribió también un libro titulado Preparación para el Evangelio, que consta de una colección de
extractos de antiguos autores, destinados a preparar al lector para recibir inteligentemente el evangelio. La obra de Eusebio en
el campo de la Historia fue continuada por Sócrates, un retórico de Constantinopla, que a principios del siglo quinto se
consagró a continuar los trabajos tan felizmente iniciados por Eusebio. Su obra tiene el alto mérito de darnos a conocer las
opiniones predominantes en aquel tiempo.
CIRILO DE ALEJANDRÍA. Después del de Atanasio es el de Cirilo el nombre de más figuración en la iglesia de
Alejandría, ciudad donde ocupó el episcopado desde el año 413 al 444. se caracterizó por su fuerte ortodoxia lo cual lo llevo
a oponerse fuertemente contra las doctrinas nestorianas que se hicieron fuertes en sus días y prácticamente negaban la unidad
personal de Jesús y la maternidad divina de María. En su ortodoxia llego a oponerse incluso a los judíos y fuentes filosofas a
tal punto que algunos creen que su fuerte influencia provoco que una turba de cristianos mataran a la filósofa y matemática
Hipatia. Sus principales obras comprenden homilías, diálogos y diferentes tratados sobre la Trinidad y la Encarnación. Sus
escritos están llenos de alegorías e interpretaciones simbólicas, a veces de poco valor.
CIRILO DE JERUSALÉN. Nació en el año 315 y murió en el 356. Durante su obispado se opuso al Arrianismo y
sus principales obras fueron de carácter catequístico, las cuales reunían una serie de temas escriturales sencillos, pero
respaldadas por el texto sagrado las cuales hablaban acerca de amorosos temas pastorales y de la fe cristiana dando una buena
idea del pensamiento cristiano de aquel entonces. Sus obras catequísticas reúnen los temas del bautismo, figura de la pasión
de Cristo, la unción del Espíritu Santo, las dos venidas de Cristo, Preparad limpios los vasos para recibir al Espíritu Santo,
Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio, El pan celestial y la bebida de salvación, y La Iglesia es la
esposa de Cristo.
TEODORO DE MOPSUESTIA. La antigüedad no conoció teólogo tan aventajado como Teodoro de Mopsuestia,
conocido en las iglesias de Siria bajo el nombre de «el intérprete» a causa de sus muchos trabajos exegéticos. Tuvo el mérito
de pronunciarse en contra del sistema alegorista, tan en boga en sus días, y volver al método racional, interpretando las
Escrituras históricas y gramaticalmente. Sus conocimientos críticos y filológicos eran vastos. Uno de sus adversarios dijo:
«Trata a las Escrituras como a los demás escritos humanos». No pudo haber sido hecho mayor elogio de sus escritos. Los
E

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intérpretes de su tiempo habían dejado de interpretar para entretenerse en vanas y huecas especulaciones, haciendo de las
Escrituras un libro de adivinanzas y no un libro en el cual Dios habla a los hombres por medio de hombres y en lenguaje de
hombres. Sus exposiciones fueron condenadas por el Concilio de Constantinopla en el año 553, como cien años después de
su muerte, pero su nombre figura hoy entre los de los buenos y juiciosos intérpretes de la Palabra de Dios. Durante su vida se
dedicó a realizar varios comentarios bíblicos de los libros de la Biblia, tal y como Génesis, Salmos, Job, Eclesiastés, Mateo,
Lucas, las cartas de Pablo, entre otros, a parte de sus obras de carácter teológico.
EL TRÍO DE CAPADOCIA. Basilio el grande, su hermano Gregorio de Nisa y Gregorio el nacianceno, compone
el trío de Capadocia, nombre que recibieron de la provincia donde actuaron. Los dos primeros eran hijos de piadosos
cristianos y tuvieron el privilegio de ser enseñados en las Escrituras desde la infancia. Al mismo tiempo recibieron una
esmerada educación literaria, en su ciudad natal, y más tarde en Antioquia, Constantinopla y Atenas. En esta última ciudad
entablaron relación con otro joven de nobles aspiraciones llamado Gregorio. Desde Atenas escribían a su padre: “Conocemos
sólo dos calles de la ciudad, la primera y mejor lleva a las iglesias y a los ministros del altar; la otra, que no apreciamos
tanto, conduce a las escuelas y a los maestros de la ciencia. Las calles de los teatros, juegos y lugares de mundanos
entretenimientos, las dejamos libres para otros”. Vuelto a su ciudad natal Basilio empezó su carrera de abogado, la cual
pronto dejó por sentirse llamado al ministerio cristiano. Desde entonces se ocupó en despertar espiritualmente a su hermano
quien había caído en la indiferencia. Fue llamado a Cesárea para actuar como asistente del obispo de aquella ciudad y cuando
éste falleció fue elegido para ocupar el lugar que dejaba vacante. Gregorio nacianceno también desempeñó el cargo de obispo
en la ciudad de Sasima y alcanzó gran fama por su elocuencia que sólo ha sido sobrepasada por la de Crisóstomo.
CRISÓSTOMO. “Crisóstomo —dice uno de sus biógrafos— pertenece a esta grande pléyade de hombres
superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en los destinos del cristianismo”. Nació en
Antioquia en el año 346, siendo su padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo era aún niño de
pocos años, su madre Antusa quedó encargada por completo de la educación y cuidado del que más tarde llenaría el mundo
con la gloria de su elocuencia. Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que arrancó a cierto pagano esta
exclamación de admiración y sorpresa: “¡Qué madres tienen estos cristianos!” Destinado a la carrera de abogado, después de
su primera educación fue puesto al cuidado de Libanio, el gran retórico y elocuente defensor del paganismo. Pronto el joven
reveló sus singulares aptitudes de orador, y su célebre maestro se lisonjeaba con la idea de que él sería un día su sucesor. Pero
la mente del joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos los que seguían su carrera, hallándola
demasiado frívola y estéril para aquel que aspiraba a mejores cosas en la vida. De vuelta a su hogar, halló en la Biblia, que
tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó la sed de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no
el obispo de Capadocia) le ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida. Fue admitido en la iglesia
como catecúmeno, y después de tres años de preparación y prueba, fue bautizado por el obispo Melecio. Basilio quiso
inducirle a abrazar la vida monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia de su madre y le disuadió de este
propósito. “Te ruego —le dijo llorando— que no me hagas enviudar por segunda vez”. Crisóstomo entonces escogió la
mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo corrompido. Sin embargo, muerta su madre,
Crisóstomo pasó seis años en un monasterio dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida monástica no le
ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones requerían. En el año 381 fue ordenado diácono, oficio en que trabajó
durante cinco años. En el 386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a ser conocida se le confió el pulpito de
la iglesia más grande de Antioquia, la cual siempre resultaba pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar su
palabra candente y arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e índole de la reunión, arrancaba aplausos y
estruendosas manifestaciones de admiración. Sus sermones no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de las
multitudes. Son casi siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la Biblia. Crisóstomo inmortalizó este excelente
método de predicación que tiene la gran ventaja de familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de la Biblia. Se
llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el apodo de Crisóstomo, lo que significaba, en griego, boca de oro. Bossuet
lo llama el Demóstenes cristiano y lo declara “sin contradicción el más ilustre de los predicadores y el más elocuente de los
que han enseñado en la iglesia”. Siendo su predicación una constante explicación de la Biblia, queda dicho que era superior
a la de la mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la palabra atrayente del que ocupaba el pulpito, sino porque
daba verdadero alimento espiritual a los hambrientos. “A las grandes cualidades de orador —dice un autor católico—
Crisóstomo unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había estudiado bajo Melecio, después bajo
Diodoro y Carterio. Más tarde cuando pasó seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que la Biblia; no se
ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó, aprendió de memoria palabra por palabra, y hasta el fin de su
vida la hizo el objeto constante de sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento profundo de los libros
sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal manera, que habían venido a ser el fondo de su espíritu y su sustancia
espiritual”. Estas palabras pertenecen a Villemain, quien agrega: “Ningún orador cristiano estuvo más compenetrado de las
Escrituras Sagradas, ni más encendido de su fuego, ni más imbuido de su genio”.

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En el año 397 murió el patriarca de Constantinopla, y ninguno de los candidatos para ocupar la vacante contó con los
sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre del famoso predicador de Antioquia, fue elegido por mayoría. Fue traído
casi a la fuerza a ocupar el puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría tantos desengaños. Empezó su obra en la
capital introduciendo reformas en la vida y práctica de las iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad primitiva
del cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la aristocracia exteriormente religiosa. Pronto tuvo tantos
enemigos como admiradores. Una predicación tan pura no podía sino ofender a la gente mundana que llenaba las iglesias. El
clero nada espiritual, las damas de la corte, y particularmente la emperatriz Eudosia se pusieron en su contra. Los que habían
aspirado al patriarcado y en la elección habían sido vencidos por los partidarios de Crisóstomo, se encargaron de encender el
fuego, y acusándole de ser sostenedor de las doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar; pero no tardó en ser
llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó creyendo que un terremoto que ocurrió poco tiempo después de
su destierro era un castigo de Dios. Pero el valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el mismo programa
con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia. “Herodías —dijo al subir al púlpito— está de nuevo enfurecida;
de nuevo tiembla; de nuevo pide la cabeza de Juan el Bautista”. Este lenguaje le atrajo otra vez la ira de la emperatriz, y fue
desterrado por segunda vez a una aldea llamada Taurus, en los confines de Armenia, donde se hallaba constantemente
expuesto al peligro de bandoleros. “Su carácter quedó consagrado en su ausencia y persecución —dice Gibbons— las faltas
de su administración no eran más recordadas; toda lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la respetuosa
atención del mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las montañas de Taurus”. A pesar del destierro, Crisóstomo
no vivía en la inacción. Personalmente y por correspondencia seguía la obra, interesándose en la evangelización de las tribus
cercanas al lugar de su destierro, que aún no conocían el cristianismo, y escribiendo a las iglesias en las cuales tenía mucha
influencia. Sus adversarios no cesaban de perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese confinado a una región aún más
apartada, en los confines del Imperio, pero falleció en el penoso viaje, en septiembre del año 407. Treinta años más tarde sus
restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron recibidos con los más altos honores. El mismo emperador
Teodosio el joven, imploró públicamente el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus antepasados.
Las obras de Crisóstomo son numerosas, consistiendo generalmente en homilías explicando las Escrituras. Forman
un verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas a muchos idiomas modernos, y son siempre consultadas por los mejores
comentadores de elocuencia. Abarcan casi todos los libros del Nuevo Testamento y muchos del Antiguo. Comprenden
además un gran número de sermones sobre diferentes temas. El siguiente trozo, parte de un sermón sobre la lectura de la
Biblia, puede dar una ligera idea de su predicación:
“El árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera, disfruta constantemente de su
conveniente humedad, y desafía impunemente todas las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores disecantes que
produce el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una savia abundante, se defiende contra el calor exterior y lo hace
retroceder; del mismo modo, un alma que permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe
continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu Santo, llega a hacerse superior a todos los
ataques de las cosas humanas, sea la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro mal; sí,
aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la
lectura de las Santas Escrituras le proporciona consolación suficiente. Ni la gloria que se extiende a lo lejos, ni el poder
mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni ninguna otra cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como
la lectura de las Santas Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y corruptibles, y porque la consolación
que dan perece también; la lectura de las Santas Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es El quien consuela a
un afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción? Apliquémonos, pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino
siempre; que cada uno al ir a su casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos que encierran
y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente. El árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí
sólo dos o tres horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus frutos numerosos, sin que
ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo
el tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las Santas Escrituras, y que permanece cerca de
esas aguas, aunque no tuviese ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de ella mucha
utilidad”.

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