Más de 2000 Años de Historia
    Acerca de las clases

    Principales escritores cristianos de Occidente.
    HILARIO. Nació en Poitiers en el año 295, y sus padres, que probablemente eran paganos, lo educaron en las letras
    y la filosofía. Siendo amante de la verdad, y diligente en los estudios e investigaciones, llegó a convencerse de la verdad del
    cristianismo, el cual aceptó de todo corazón, siendo bautizado juntamente con su esposa y una hija. Desde su conversión
    resolvió dedicar todas sus energías al servicio de la causa que había abrazado. En el año 350 fue elegido obispo de su ciudad

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    natal, y desde entonces milita entre los ardientes defensores de la ortodoxia, en contra del arrianismo, que amenazaba las
    iglesias de la Galia. Su principal obra fue publicada en doce libros, y trata de la fe, de la Trinidad, y de los errores de Arrio.
    Otra obra que le valió fama y renombre fue un comentario al Libro de los Salmos.
    AMBROSIO. Más bien por sus trabajos que por sus escritos es conocido este célebre obispo de Milán. Nació en
    Treves en el año 340, siendo su padre prefecto de la ciudad. Perdió a su padre siendo niño, y su madre lo llevó a Roma donde
    fue educado con el fin de que pudiera ocupar algún puesto público. Siendo todavía muy joven, fue nombrado gobernador del
    distrito de Milán. Cuando hacía cinco años que desempeñaba este puesto, fue llamado para apaciguar un tumulto que se había
    formado en una iglesia, donde los partidos no llegaban a ponerse de acuerdo sobre la elección de un obispo. Se cuenta que un
    niño de corta edad, asumiendo la actitud de orador, exclamó: «Ambrosio es obispo». Los que estaban reunidos,
    impresionados por las palabras del niño, creyeron tener en ellas una indicación celestial acerca de la persona que debía ser
    elegida para el puesto vacante. «Ambrosio es obispo», fue el clamor general, y todas las protestas del gobernador no pudieron
    hacer desistir a la multitud. En vano les hizo notar que sólo era catecúmeno en la iglesia. La voluntad popular tuvo que
    cumplirse, y Ambrosio fue bautizado y ordenado obispo el mismo día. Desde entonces se puso a estudiar asiduamente las
    Escrituras; y si bien nunca llegó a ser teólogo distinguido, pudo predicar con mucha aceptación y despertar a la ciudad, que
    siempre le escuchaba de buena gana. A causa de su vehemencia, estuvo a menudo en conflicto con los gobernantes.
    Condenado al destierro, rehusó obedecer y se encerró en la iglesia, donde era protegido por las multitudes que le defendían y
    contra las cuales las autoridades no se animaron a proceder. Obligado así a permanecer con los suyos día y noche en la
    iglesia, se dedicó a componer himnos, que él mismo enseñaba a cantar. Ambrosio fue un gran autor de himnos, muchos de
    los cuales han llegado hasta nosotros a través de los siglos y son cantados en todos los países cristianos. Entre otros, está el
    «Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos» y la doxología titulada Gloria Patri. El Te Deum también ha sido atribuido a
    su pluma, pero los himnologistas lo dan como una composición posterior. La tradición decía que había sido compuesto en
    ocasión del bautismo de San Agustín. Lo que escribió sobre interpretación bíblica es de poco mérito; y por haber seguido,
    como muchos otros, el método alegórico, hizo oscuro mucho de lo que era claro. Falleció en el año 397, siendo llorado por
    muchos, pues había logrado gran popularidad y era amado por las multitudes que le escuchaban.
    AGUSTÍN DE HIPONA. Es considerado como el padre de la teología latina. En el libro más popular de los muchos
    que escribió, Las Confesiones, Agustín nos ha dejado su autobiografía. Su madre, Mónica, era una cristiana altamente
    piadosa, casada con un pagano que fue ganado a la fe poco antes de su muerte. Residían en Cartago, donde el joven Agustín
    fue arrastrado por la corriente del vicio al desoír los saludables consejos de su buena madre. Al huir del hogar, lo hallamos en
    Italia; en Roma primeramente y después en Milán, siempre seguido por Mónica, quien no cesaba de hacerlo el objeto de sus
    férvidas oraciones. Su fe fue puesta a prueba, pues el joven Agustín se hallaba cada día más lejos del reino de Dios. “Mi
    madre me lloraba —dice él— con un dolor más sensible que el de las madres que llevan a sus hijos a ser enterrados”. De
    su vida de libertinaje nació un hijo, al que llamó Adeodato, al cual amaba con locura. Cuando Agustín empezó a ocuparse de
    cosas religiosas, cayó en el error de los maniqueos y en el neoplatonismo. El maniqueísmo era la doctrina de cierto persa
    llamado Maní, educado entre los magos y astrólogos, entre quienes alcanzó mucha fama. Hombre de actividad y muy
    emprendedor, todos le consultaban como filósofo y médico. Tuvo la idea de hacer una combinación del cristianismo con las
    ideas que profesaba, para lo cual tomó el nombre de Paracleto y pretendía tener la misión de completar la doctrina de Cristo.
    Muchos fueron seducidos por su elocuencia, y sus adeptos formaron la nueva secta en la que cayó el más tarde famoso
    Agustín. Estando Mónica en Milán, pidió a Ambrosio que tratase de convencer a su hijo y sacarlo del error en que se
    encontraba, pero el prudente obispo le hizo notar que no lograría nada mientras le durase la novedad de la herejía que le
    llenaba de vanidad y presunción. “Déjelo —le dijo—, conténtese con orar a Dios por él, y verá cómo él mismo reconocerá el
    error y la impiedad de esos herejes, por la lectura de sus propios libros”. Pero Mónica lloraba afligida y continuaba
    implorando a Ambrosio que tuviese una entrevista, de la cual esperaba buenos resultados, pero él le contestó: “Vaya en paz y
    continúe haciendo lo que ha hecho hasta ahora, porque es imposible que se pierda un hijo llorado de esta manera”. Las
    oraciones de Mónica empezaron a ser oídas. Agustín iba cansándose de la aridez de la humana filosofía, y suspiraba por algo
    que realmente le diese la vida que tanto necesitaba. La predicación de Ambrosio le impresionó, y llegó a comprender que
    sólo en Cristo debía buscar el camino de la vida. La crisis violenta por la que pasó su alma, la relata detalladamente en el
    libro octavo de sus Confesiones. Había perdido completamente la paz. “Sentí levantarse en mi corazón —dice— una
    tempestad seguida de una lluvia de lágrimas; y a fin de poderla derramar completamente y lanzar los gemidos que la
    acompañaban, me levanté y me aparté de Alipio, juzgando que la sole-dad me sería más aparente para llorar sin molestias, y
    me retiré bastante lejos para no ser estorbado ni por la presencia de un amigo tan querido” .En esa soledad Agustín clamó a
    Dios pidiendo que se apiadase de él, perdonándole sus pecados pasados, diciendo: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo
    estarás airado conmigo? Olvídate de mis pecados pasados. ¿Hasta cuándo dejaré esto para mañana? ¿Por qué no será en
    este mismo momento? ¿Por qué no terminarán en esta hora mis manchas y suciedades?”.

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    “Mientras hablaba de este modo —continúa diciendo— y lloraba amargamente, con mi corazón profundamente
    abatido, oí salir de la casa más próxima, una voz como de niño o niña, que decía y repetía cantando frecuentemente: «Toma
    y lee, toma y lee». Contuve entonces el torrente de mis lágrimas, y me levanté sin poder pensar otra cosa sino que Dios me
    mandaba abrir el libro sagrado y leer el primer pasaje que encontrase”. Agustín corrió donde tenía las Escrituras y
    abriéndolas al azar, sus ojos dieron con este pasaje: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras,
    no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia; sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la
    carne”, (Romanos 13:13-14). Dice Godet, que el primero de estos versículos describe la vida de Agustín antes de su
    conversión, y el segundo la que llevó después. “No quise leer más —dice Agustín— ni tampoco era necesario, porque con
    este pensamiento se derramó en mi corazón una luz tranquila que disipó todas las tinieblas de mis dudas”. Agustín dio las
    nuevas a Alipio de lo que pasaba en él, y éste también en aquella hora tomó la resolución de entregarse al Señor. Ambos se
    apresuraron en dar las nuevas a Mónica, la cual fue transportada de alegría al saber que su hijo era cristiano y que sus
    oraciones habían sido oídas. Poco después fue bautizado por Ambrosio, al mismo tiempo que su amigo Alipio, y su hijo
    Adeodato. De regreso de África, buscó en la soledad y meditación, compenetrarse mejor de la mente de Cristo a quien había
    resuelto servir. En el año 391 fue ordenado presbítero y empezó a predicar con mucho éxito. Más tarde fue nombrado obispo
    de Hipona. Además de las Confesiones, entre sus muchas obras, merecen citarse Contra los Maniqueos, Verdadera
    Religión, La Ciudad de Dios, y la última de sus obras, Retractaciones, en la que repasa lo que había escrito durante toda su
    vida, y se retracta de aquellas enseñanzas que llegó a reputar erróneas después que hubieron madurado bien sus ideas. Murió
    en el año 430, a los setenta y seis años de edad, después de haber trabajado asiduamente a favor de la causa que abrazó con
    tanta sinceridad, y legando a la posteridad un nombre que no reconoce igual entre los escritores de Occidente.
    Una tradición medieval, que recoge la leyenda, inicialmente narrada sobre un teólogo, que más tarde fue identificado
    como san Agustín, cuenta la siguiente anécdota: cierto día, san Agustín paseaba por la orilla del mar, junto a la playa, dando
    vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De pronto, al
    alzar la vista ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar,
    llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. El niño hace esto una y otra vez, hasta
    que Agustín, sumido en una gran curiosidad, se acerca al niño y le pregunta: «¿Qué haces?» Y el niño le responde: «Estoy
    sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y San Agustín dice: «¡Pero, eso es imposible!». A lo que el
    niño le respondió: «Más difícil es que llegues a entender el misterio de la Santísima Trinidad».
    JERÓNIMO. Como filólogo, Jerónimo ocupa el primer lugar entre los cristianos de sus días. Nació de padres
    cristianos, probablemente en el año 346, cerca de Aquilea, en los confines de Dalmacia y Pannonia. Recibió su educación en
    Roma bajo la dirección del retórico Aelio Donato, iniciándose en los estudios gramaticales y lingüísticos, que no abandonó
    hasta el fin de su carrera, perfeccionándose en el idioma latín. En esta ciudad profesó públicamente el cristianismo y después
    de efectuar algunos viajes resolvió radicarse Belén para estudiar el hebreo y los dialectos que de él se derivan, para lo cual
    entabló relaciones con un maestro judío, lo cual escandalizaba a muchos de sus correligionarios. En 379 aparece en
    Antioquia, donde fue nombrado presbítero. En Constantinopla encontró a Gregorio Nacianceno, con quien mantuvo íntimas
    relaciones. En Roma emprendió con ardor la ardua tarea de revisar la traducción de la Biblia al latín, llamada Itálica, la
    cual era muy defectuosa a causa de las muchas variantes que se hallaban en las diferentes ediciones. De este trabajo resultó
    la Vulgata latina, nombre que se le dio porque estaba destinada para ser leída por el pueblo, al cual aún no se había privado
    del derecho de leer e interpretar la Biblia. Entre otros trabajos literarios de Jerónimo, figuran sus Cartas y algunos
    Comentarios sobre las Escrituras que tienen más valor literario que exegético. Los últimos años de su vida los pasó en
    Palestina, recluido en un convento donde continuó sus trabajos de escritor fecundo. Falleció a edad muy avanzada, en Belem,
    el año 420.

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