Más de 2000 Años de Historia
    Acerca de las clases

    Los victorinos y Pedro Lombardo.
    Uno de los maestros de Abelardo, Guillermo de Champeaux, había sido profesor de la escuela catedralicia de París
    cuando decidió retirarse a las afueras de la ciudad, a la abadía de San Víctor. Hay quien sugiere que esa decisión se debió en
    parte a que, en un debate público, Abelardo lo hizo aparecer ridículo. En todo caso, en San Víctor Guillermo fundó una gran
    escuela teológica que estuvo bajo su dirección hasta que partió para ser obispo de Chalons-sur-Marne. El sucesor de
    Guillermo, Hugo, fue el más célebre maestro de la escuela de San Víctor. El y su sucesor, Ricardo, combinaron una piedad
    profunda con la investigación teológica cuidadosa. De este modo, la escuela de San Víctor fue uno de los lugares donde se
    subsanó la vieja división entre los pensadores al estilo de Abelardo y los místicos como Bernardo. De haber continuado esa
    división, el escolasticismo nunca habría llegado a su cumbre, pues una de las características de los grandes maestros
    escolásticos fue precisamente su devoción sincera unida a la disciplina intelectual. Pedro Lombardo, el pensador del siglo XII
    que más influyó sobre el XIII, tuvo relaciones estrechas con la escuela de San Víctor, y buena parte de su teología se deriva
    de ella. Natural de Lombardía, en el norte de Italia, Pedro pasó la mayor parte de su vida adulta en París. Allí fue estudiante
    de teología, y después llegó a ser profesor de la escuela catedralicia. En el 1159 fue hecho obispo de París, y murió al año
    siguiente. La importancia de Pedro Lombardo se debe mayormente a su obra Cuatro libros de sentencias, comúnmente
    llamada Sentencias. Lo que hizo en ella fue sencillamente recopilar, como antes lo había hecho Pedro Abelardo, las
    sentencias de diversos autores acerca de toda una serie de cuestiones teológicas. Pero Pedro Lombardo no dejó las dudas para
    ser resueltas por sus lectores, sino que hizo un esfuerzo por responder a las dificultades planteadas por sentencias al parecer
    contradictorias. En todo esto, la obra de Lombardo no hacía más que seguir un modelo utilizado antes por otras personas.
    Pero el valor de las Sentencias de Pedro Lombardo pronto las hizo descollar por encima de cualquier obra semejante. Parte de
    ese valor estaba en que, al estilo de Hugo y Ricardo de San Víctor, Pedro Lombardo hacía uso de los mejores métodos
    lógicos sin por ello abandonar la devoción. Además, en muchos casos sus soluciones a las dificultades planteadas daban
    muestra de su genio. Pero en ningún caso se utilizaba ese genio para contradecir o poner en duda la doctrina de la iglesia. En
    algunos, nuestro autor sencillamente se confesaba incapaz de responder definitivamente a una cuestión acerca de la cual la
    iglesia no se había pronunciado. Por todas estas razones, las Sentencias, al mismo tiempo que estimulaban el pensamiento
    teológico, decían poca cosa capaz de despertar la suspicacia de los elementos más conservadores. Aunque hubo dudas acerca
    de algunos detalles de sus doctrinas, a la postre las Sentencias fueron aceptadas como un excelente resumen de la teología
    cristiana.
    La otra característica que contribuyó al éxito de esta obra fue su orden sistemático. El primer libro trata acerca de
    Dios, tanto en su unidad como en su Trinidad. El segundo va desde la creación hasta el pecado. Esto quiere decir que en él se
    incluye la angelología, la antropología o doctrina del ser humano, la gracia y el pecado. El tercero se ocupa de la
    “reparación”, es decir, del remedio que Dios ofrece para el pecado. Por tanto, comienza por estudiar la cristología y la
    redención, para después pasar a la doctrina del Espíritu Santo, sus dones y virtudes, y terminar discutiendo los mandamientos.
    Por último, el cuarto libro se dedica a los sacramentos y la escatología. En líneas generales, éste ha sido el orden que ha
    seguido la mayoría de los teólogos sistemáticos desde tiempos de Pedro Lombardo. Todo esto no quiere decir que las
    Sentencias fuesen generalmente aceptadas sin oposición alguna. Hubo muchos teólogos que las criticaron por diversas
    razones. Aún más, a principios del siglo XIII hubo un movimiento que trataba de lograr su condenación. Pero esa oposición
    se debía a la gran popularidad que iban alcanzando. En la universidad de París uno de los seguidores de Lombardo, Pedro de
    Poitiers, comenzó a dictar cursos en los que comentaba las Sentencias, y tales cursos se fueron extendiendo por toda Francia,
    y después por el resto de la Europa occidental. Pronto el comentar las Sentencias se convirtió en uno de los diversos
    ejercicios que todo joven profesor debía cumplir antes de recibir su doctorado. Por ello, todos los grandes escolásticos a partir
    del siglo XIII compusieron comentarios sobre las Sentencias, que continuaron siendo el principal texto para el estudio de la
    teología católica hasta fines del siglo XVI.

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    San Buenaventura.
    Juan de Fidanza era su nombre, y nació en Bañorea, Italia, en el 1221. Se dice que cuando era niño enfermó
    gravemente, y su madre se lo prometió a San Francisco (quien había muerto poco antes), y le dijo que si salvaba a su hijo éste
    sería franciscano. Cuando el niño sano, la madre dijo: “¡Oh, buena ventura!” Y de ese incidente se deriva el nombre por el
    que la posteridad lo conoce. Buenaventura hizo sus estudios universitarios en París, y fue también allí donde tomó el hábito
    franciscano. En el 1253, después de pasar varios años dando conferencias y comentando sobre las Escrituras y las Sentencias,
    recibió el doctorado. Cuatro años después los franciscanos lo eligieron como ministro general, cargo que ocupó con gran
    distinción hasta el 1274. Era la época de la lucha con los franciscanos “espirituales”, y la firmeza y moderación de
    Buenaventura le han valido el título de “segundo fundador de la orden”. En el 1274 fue hecho cardenal, y por ello renunció a
    su posición como ministro general. Se cuenta que, cuando le dieron aviso del honor que acababa de recibir, estaba ocupado
    en la cocina del convento, y le dijo al mensajero: “Gracias, pero estoy ocupado. Por favor, cuelga el capelo en el arbusto que
    hay en el patio”. Por esa razón, uno de los símbolos de Buenaventura es un capelo cardenalicio colgado de un arbusto. A los
    pocos meses de recibir este honor, Buenaventura murió, mientras asistía al Concilio de Lion. Buenaventura, a quien se le ha
    dado también el nombre de “Doctor Seráfico”, era ante todo un hombre de profunda piedad. Quien lee sus obras de teología
    sistemática, sin leer las que tratan acerca de los sufrimientos de Cristo, pierde lo mejor de ellas. Y quien lee sus escritos
    sistemáticos y conoce la profundidad de su devoción ve en ellos dimensiones que de otro modo pasarían inadvertidas. Este es
    el sentido de una de las muchas leyendas acerca de él, según la cual cuando su amigo Santo Tomás de Aquino le pidió que lo
    llevase a la biblioteca de donde tomaba tanta sabiduría, Buenaventura le mostró un crucifijo y le dijo: “He ahí la suma de mi
    sabiduría”. La teología del Doctor Seráfico es típicamente franciscana, por cuanto es ante todo “teología práctica”. Esto no
    quiere decir que se trate de una teología utilitaria, que sólo se interesa en lo que tiene aplicación directa, sino que su propósito
    principal es llevar a la bienaventuranza, a la comunión con Dios. Los primeros maestros franciscanos, siguiendo en ello al
    fundador de su orden, no tenían mucha paciencia con la especulación ociosa. Para ellos el propósito de la vida humana era la
    comunión con Dios, y la teología no era sino un instrumento para llegar a ese fin. Además, siguiendo en ello la tradición
    establecida en su época, Buenaventura era agustiniano. El Santo de Hipona era su principal mentor teológico. Esto puede
    verse particularmente en el modo en que el Doctor Seráfico entiende el conocimiento humano. Este no se logra mediante los
    sentidos o la experiencia sino mediante la iluminación directa del Verbo divino, en que están las ideas ejemplares de todas las
    cosas. Por esas razones, Buenaventura no se mostró muy dispuesto recibir las nuevas ideas filosóficas, con su inspiración
    aristotélica y lo que le parecía ser su inclinación racionalista. Como Anselmo había dicho mucho antes, Buenaventura creía
    que para entender era necesario creer, y no viceversa. Así, por ejemplo, la doctrina de la creación nos dice cómo hemos de
    entender mundo, y guía nuestra razón en ese entendimiento. Precisamente por no conocer esa doctrina Aristóteles afirmó la
    eternidad del mundo. Dicho de otro modo, Cristo, el Verbo, es el único maestro, en quien se encuentra toda sabiduría, y por
    tanto todo intento de conocer cosa alguna aparte de Cristo equivale a negar el centro mismo del conocimiento que se pretende
    tener. En todo esto, Buenaventura no era sobremanera original. Ese no era su propósito. Lo que él pretendía hacer, e hizo con
    gran habilidad, era mostrar que la teología tradicional, y sus fundamentos agustinianos, eran todavía válidos, y que no era
    necesario capitular ante la nueva filosofía, como lo hacían los “arroístas latinos”.
    Santo Tomás de Aquino.
    Quedaba empero otra alternativa, que no era la de los “averroístas” ni la de los agustinianos tradicionales. Esa
    alternativa consistía en explorar las posibilidades que la nueva filosofía ofrecía de llegar a un mejor entendimiento de la fe
    cristiana. Este fue el camino que siguieron Alberto el Grande y su discípulo Tomás de Aquino. Alberto, a quien pronto se le
    dio el título de “el Grande”, pasó la mayor parte de su carrera académica en las universidades de París y Colonia, aunque esa
    carrera se vio interrumpida repetidamente por los muchos cargos que ocupó en la iglesia, y las diversas tareas que se le
    asignaron. En el campo de la teología, Alberto tuvo la osadía de dedicarse a estudiar un sistema filosófico que la mayoría de
    los teólogos de su tiempo consideraba incompatible con el cristianismo. Aunque su obra no llegó a cristalizar en una síntesis
    coherente, sí sirvió para abrirle el camino a Tomás, su discípulo. Como hemos dicho, una de las cuestiones que se debatían
    entre los filósofos de la Facultad de Artes de París era la de la relación entre la fe y la razón, o entre la teología y la filosofía.
    Mientras los “averroístas” decían que la razón era completamente independiente de la fe, los teólogos tradicionales decían
    que la razón no podía proceder a la investigación filosófica sin el auxilio de la fe. Frente a estas dos posiciones, Alberto
    estableció una clara distinción entre la filosofía y la teología. La filosofía parte de principios autónomos, que pueden ser
    conocidos aun aparte de la revelación, y sobre la base de esos principios, mediante un método estrictamente racional, trata de
    descubrir la verdad. El verdadero filósofo no pretende probar lo que su mente no alcanza a comprender, aun cuando se trate
    de una verdad de fe. El teólogo, por otra parte, sí parte de verdades que son reveladas, y que no pueden descubrirse mediante
    el solo uso de la razón. Esto no quiere decir que las doctrinas teológicas sean menos seguras que las filosóficas, sino todo lo
    contrario, porque los datos de la revelación son más seguros que los de la razón, que puede errar. Quiere decir, además, que el

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    filósofo, siempre y cuando permanezca en el ámbito de lo que la razón puede alcanzar, ha de tener libertad para proseguir su
    investigación, sin tener que acatar a cada paso las órdenes de la teología. Esto puede verse en el modo en que Alberto trata
    acerca de la cuestión de la eternidad del mundo. Como filósofo, confiesa que no puede demostrar que el mundo fue creado en
    el tiempo. Lo más que puede ofrecer son argumentos de probabilidad. Pero como teólogo sabe que el mundo fue hecho de la
    nada, y que no es eterno. Se trata entonces de un caso en el que la razón por sí sola no puede alcanzar la verdad. Y tanto el
    filósofo que trate de probar la eternidad del mundo, como el que trate de probar su creación de la nada, son malos filósofos,
    pues desconocen los límites de la razón. Antes de pasar a estudiar la vida y obra de Santo Tomás de Aquino, conviene señalar
    un dato interesante con respecto Alberto. Sus estudios de zoología, botánica y astronomía fueron extensísimos, y carecían de
    verdadero precedente en Edad Media. Esto no fue pura coincidencia, sino que se debía a la inspiración aristotélica de su
    filosofía. Si, como Aristóteles decía, todo conocimiento comienza en los sentidos, resulta importante estudiar el mundo que
    nos rodea, y aplicarle nuestras más agudas habilidades de percepción. Alberto el Grande era dominico, y también lo fue su
    discípulo más famoso, Santo Tomás de Aquino. Nacido alrededor del 1224 en las afueras de Nápoles, Tomás procedía de una
    familia noble. Todos sus hermanos y hermanas llegaron a ocupar altas posiciones en la sociedad italiana de su época. A
    Tomás, que era el más joven, sus padres le habían deparado la carrera eclesiástica, con la esperanza de que llegara a ocupar
    algún cargo de poder y prestigio, como el de abad de Montecasino. Tenía cinco años de edad cuando fue colocado en ese
    monasterio, aunque nunca tomó el hábito de los benedictinos. A los catorce, fue a estudiar a la universidad de Nápoles, donde
    por primera vez conoció la filosofía aristotélica. Todo esto era parte de la carrera que sus padres y familiares habían
    proyectado para él. Pero en el 1244 decidió hacerse dominico. Eran todavía los primeros años de la nueva orden, cuyos frailes
    mendicantes eran mal vistos por la gente adinerada. Por ello, su madre y sus hermanos (su padre había muerto poco antes)
    hicieron todo lo posible por obligarlo a abandonar su decisión. Cuando la persuasión no tuvo éxito, lo secuestraron y
    encarcelaron en el viejo castillo de la familia. Allí estuvo recluido por más de un año, mientras sus hermanos lo amenazaban
    y trataban de disuadirlo mediante toda clase de tentaciones. Por fin escapó, terminó su noviciado entre los dominicos, y fue a
    estudiar a Colonia, donde enseñaba Alberto el Grande. Quien lo conoció entonces, no pudo adivinar el genio que dormía en
    él. Era grande, grueso y tan taciturno que sus compañeros se burlaban de él llamándolo “el buey mudo”. Pero poco a poco a
    través de su silencio brilló su inteligencia, y la orden de los dominicos se dedicó a cultivarla. Con ese propósito pasó la mayor
    parte de su vida en círculos universitarios, particularmente en París, donde fue hecho maestro en el 1256. Su producción
    literaria fue extensísima. Sus dos obras más conocidas son la Suma contra gentiles y la Suma teológica. Pero además de ello
    produjo un comentario sobre las Sentencias, varios sobre las Escrituras y sobre diversas obras de Aristóteles, un buen número
    de tratados filosóficos, las consabidas “cuestiones disputadas”, y un sinnúmero de otros escritos. Murió en el 1274, cuando
    apenas contaba cincuenta años de edad, y su maestro Alberto vivía todavía. No podemos repasar aquí toda la filosofía y la
    teología “tomista” (se le da ese nombre a la escuela que él fundó). Baste tratar acerca de la relación entre la fe y la razón, de
    sus pruebas de la existencia de Dios, y de la importancia de su obra en siglos posteriores. En cuanto a la relación entre la fe y
    la razón, Tomás sigue la pauta trazada por Alberto, pero define su posición más claramente. Según él, hay verdades que están
    al alcance de la razón, y otras que la sobrepasan. La filosofía se ocupa sólo de las primeras. Pero la teología no se ocupa sólo
    de las últimas. Esto se debe a que hay verdades que la razón puede demostrar, pero que son necesarias para la salvación.
    Puesto que Dios no limita la salvación a las personas que tienen altas dotes intelectuales, tales verdades necesarias para la
    salvación, aun cuando la razón puede demostrarlas, han sido reveladas. Luego, tales verdades pueden ser estudiadas tanto por
    la filosofía como por la teología.
    Tomemos por ejemplo la existencia de Dios. Sin creer que Dios existe no es posible salvarse. Por ello, Dios ha
    revelado su propia existencia. La autoridad de la iglesia basta para creer en la existencia de Dios. Nadie puede excusarse y
    decir que se trata de una verdad cuya demostración requiere gran capacidad intelectual. La existencia de Dios es un artículo
    de fe, y la persona más ignorante puede aceptarla sencillamente sobre esa base. Pero esto no quiere decir que esa existencia se
    halle por encima de la razón. Esta puede demostrar lo que la fe acepta. Luego, la existencia de Dios es tema tanto para la
    teología como para la filosofía, aunque cada una de ellas llega a ella por su propio camino. Y aun más, la investigación
    racional nos ayuda a comprender más cabalmente lo que por fe aceptamos. Esa es la función de las famosas cinco vías que
    Santo Tomás sigue para probar la existencia de Dios. Todas estas vías son paralelas, y no es necesario seguirlas todas. Baste
    decir que todas ellas comienzan con el mundo que conocemos mediante los sentidos, y a partir de él se remontan a la
    existencia de Dios. La primera vía, por ejemplo, es la del movimiento, y dice sencillamente que el movimiento del mundo ha
    de tener una causal inicial, y que esa causa es Dios. Lo que resulta interesante es comparar estas pruebas de la existencia de
    Dios con la de Anselmo que hemos expuesto más arriba en este capítulo. El argumento de Anselmo desconfía de los sentidos,
    y parte por tanto de la idea del Ser Supremo. Los de Tomás siguen una ruta completamente distinta, puesto que parten de los
    datos de los sentidos, y de ellos se remontan a la idea de Dios. Esto es consecuencia característica de la inspiración platónica
    de Anselmo frente a la aristotélica de Tomás. El primero cree que el verdadero conocimiento se encuentra exclusivamente en
    el campo de las ideas. El segundo cree que ese conocimiento parte de los sentidos.

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    La importancia de Santo Tomás para el curso posterior de la teología fue enorme, debido en parte a la estructura de
    su pensamiento, pero sobre todo al modo en que supo unir la doctrina tradicional de la iglesia con la nueva filosofía. En
    cuanto a lo primero, la Suma teológica se ha comparado a una vasta catedral gótica. Como veremos en el próximo capítulo,
    las catedrales góticas llegaron a ser imponentes edificios en los que cada elemento de la creación, desde el infierno hasta el
    cielo, tenía su lugar, y en que todos los elementos existían en perfecto equilibrio. De igual modo, la Suma teológica es una
    imponente construcción intelectual. Aun quien no concuerde con lo que Tomás dice en ella, no podrá negarle su belleza
    arquitectónica, su simetría en la que todo parece caer en su justo lugar. Empero la importancia de Tomás se debe sobre todo
    al modo en que supo hacer uso de una filosofía que otros veían como una seria amenaza a la fe, y que él convirtió en un
    instrumento en manos de esa misma fe. Durante siglos, la orientación platónica había dominado la teología de la iglesia
    occidental, a consecuencia de un largo proceso que hemos ido narrando en el curso de nuestra historia. Pero en todo caso,
    después que la teología de Agustín se impuso en el Occidente, junto a ella se impuso la filosofía platónica. Esa filosofía tenía
    grandes valores para el cristianismo, sobre todo en sus primeras luchas contra los paganos. En ella se hablaba de un Ser
    Supremo único e invisible. En ella se hablaba de otro mundo, superior a éste que perciben nuestros sentidos. En ella se
    hablaba, en fin, de un alma inmortal, que el fuego y las fieras no podían destruir. Pero el platonismo también encerraba
    graves peligros. El más serio de ellos era la posibilidad de que los cristianos se desentendieran cada vez más del mundo
    presente, que según el testimonio bíblico es creación de Dios. También existía el peligro de que la encarnación, la presencia
    de Dios en un ser humano de carne y hueso, quedara relegada a segundo plano, pues la perspectiva platónica llevaba a
    quienes la seguían a interesarse, no por realidades temporales, que pudieran colocarse en un momento particular de la historia
    humana, sino más bien en las verdades inmutables. Como personaje histórico, Jesucristo tendía entonces a desvanecerse,
    mientras la atención de los teólogos se centraba en el Verbo eterno de Dios. El advenimiento de la nueva filosofía amenazaba
    entonces buena parte del edificio que la teología tradicional había construido con la ayuda del platonismo. Por ello fueron
    muchos los que reaccionaron violentamente contra Aristóteles, y prohibieron que se leyeran sus libros o se enseñaran sus
    doctrinas. Esta era una reacción normal por parte de quienes veían peligrar su modo de entender la fe. Y sin embargo, la
    teología que Tomás propuso, aun en medio de la oposición de casi toda la iglesia de su tiempo, a la postre fue reconocida
    como mejor expresión de la doctrina cristiana.

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