Los valdenses y albigenses.
Durante la Edad Media, y especialmente en los siglos XII y XIII, hallamos un importante movimiento evangélico
que se extiende por Francia, Italia, España y otros países de Europa. Lo componían numerosas comunidades de cristianos
que, separándose de la iglesia papal, se esforzaban por restaurar el cristianismo puramente evangélico, y luchaban
heroicamente por la fe que fue dada una vez a los santos. Eran generalmente conocidos bajo la denominación de valdenses y
albigenses, y a éstos hay que saber distinguir de las sectas que profesaban las doctrinas de los maniqueos, y que por lo tanto
no pueden ser clasificadas entre los elementos que representaban el simple y primitivo cristianismo. Muchos historiadores, de
quienes tendríamos motivos de esperar mayor exactitud, no han sabido hacer diferencia entre sectas y sectas, y hacen
aparecer a los valdenses y albigenses profesando creencias que nunca profesaron. El origen de este movimiento está bastante
envuelto en el misterio que rodea a todos los problemas históricos de aquella época. No ha faltado quien ha creído que los
valdenses remontaban a los tiempos apostólicos, pero esta teoría es hoy desechada por falta de documentos en qué apoyarla.
Se ha preguntado dónde nació el movimiento, y quién fue el originador del mismo. Los estudios serios que han ocupado la
actividad indagadora de buenos escritores llevan a la conclusión de que el movimiento no tuvo origen en un solo país ni es
fruto de los trabajos de un solo hombre. Así como la Reforma, en el siglo XVI, se levantó simultáneamente en Francia,
Alemania, Suiza, etc.; y tuvo por instrumentos a Farel, Lutero, Zwinglio, etc., obrando independientemente unos de otros,
bajo el impulso del mismo deseo de Reforma, así también el movimiento valdense nació simultáneamente en varios países,
bajo la acción de diferentes hombres. Entre éstos figuran principalmente Pedro de Bruys, en Tolosa, en el año 1109; Enrique
de Quny, en Mans, en el año 1116; Amoldo de Brescia, en Italia, en el año 1135; y Pedro Valdo, en Lyon, en el año 1173. En
espíritu, el movimiento era el mismo en todas partes, y cuando sus adherentes, huyendo de la persecución, llegaban a otro
país, encontraban hermanos que los recibían con los brazos abiertos.
El nombre de valdense aparece por primera vez —sostiene el historiador valdense Gay— en el año 1180, en el
informe sobre una discusión que tuvo lugar en Narbona, escrito por Bernardo de Fontcaud, titulado Contra Vallenses et
Árlanos. La forma primitiva de este nombre, «vallenses», excluye la idea de que pueda derivar de Pedro Valdo, y hace más
bien suponer que su inventor lo haya hecho derivar de Vallis, nombre latino de Lavaur, fortaleza de los evangélicos en aquel
tiempo, de donde habían venido a Narbona, los que tomaron parte en la discusión. Gay, sin embargo, se inclina a creer que si
el nombre vállense, se convirtió en valúense, fue debido no sólo a la evolución fonética, sino como un homenaje a Pedro
Valdo, el personaje más importante de la comunidad. Procuremos ahora bosquejar la vida y trabajos de los hombres más
sobresalientes del inmenso movimiento.
PEDRO DE BRUYS. A fines del siglo XI y a principios del XII, aparece este intrépido y vehemente misionero, que
dirigía a los que se unían bajo el estandarte del evangelio para protestar y luchar contra los errores del papismo. Era cura en
una pequeña parroquia de los Alpes, en Francia, y de ahí se dirigió a otras parroquias, aldeas y ciudades predicando en forma
tal, que llenaba de asombro a todos los que le oían. Rechazaba la autoridad de la iglesia y de los padres, no reconociendo
como obligatorias más doctrinas y costumbres que las que podían demostrarse con la Biblia. Se oponía con energía al
bautismo de los párvulos, sosteniendo que no era bautismo lo que se recibía antes de tener la fe personal qué sólo puede darle
significación, y por consiguiente aquellas personas que se unían al movimiento que representaba, eran bautizadas sin tener en
cuenta si habían recibido el bautismo en la niñez. Dice Neander: “Los seguidores de Pedro de Bruys, rehusaban ser llamados
anabaptistas, un nombre que les era dado por la razón mencionada: porque el único bautismo, decían, que podían mirar
como verdadero, era un bautismo unido al conocimiento y a la fe”. Atacaba la misa y la transustanciación, sosteniendo que
el sacrificio de Cristo no puede repetirse, y que esta doctrina tiene por objeto mantener el predominio sacerdotal sobre el
pueblo. “No creáis —decía— a esos falsos guías, obispos y sacerdotes; porque os engañan, como en otras cosas también, en
el servicio del altar, cuando falsamente pretenden que hacen el cuerpo de Cristo y lo presentan a vosotros para la salvación
de vuestras almas”. Luchaba contra toda forma de idolatría, y mayormente contra la adoración de la cruz, a la que llamaba
leño maldito instrumento del suplicio del Hijo de Dios, que se debe destruir en todas partes donde uno lo vea. En su
oposición a esta forma exterior de manifestar los sentimientos religiosos, los petrobrusianos llegaban a extremos que en nada
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favorecían la buena causa que defendían. Los que veían el desprecio que hacían de la cruz, no siempre tenían preparación
suficiente para comprender que aquel acto no implicaba el rechazo de la obra redentora del Calvario. Un viernes santo
juntaron todas las cruces que pudieron hallar, y las quemaron delante de una multitud. Con seguridad que esta protesta contra
la superstición de que era objeto la cruz, no pudo ser entendida por los que presenciaron el acto, y sus autores habrán sido
tenidos por sacrílegos detestables.
Pedía la demolición de todos los edificios dedicados al culto público. Conviene recordar que los templos levantados
por el romanismo en esta época de grosera superstición, eran tenidos no como simples edificios construidos para la
comodidad de congregarse, sino como santuarios, a los que se acudía en busca de gracias que se suponía no podían hallarse
en otra parte. Pedro de Bruys enseñaba que las bendiciones divinas no están ligadas a un determinado lugar de cultos, que la
oración sincera es tan eficaz en un taller o en un mercado como en un templo, y que es tan agradable a Dios si sube desde un
altar como de un pesebre. Al atacar la magnificencia de los templos atacaba también la pompa de las ceremonias, el canto en
lengua desconocida y la música teatral. Enseñaba que la Iglesia debe componerse de personas regeneradas que puedan vivir
de acuerdo con la profesión de fe que hacen. No reconocía como iglesias a esas agrupaciones de personas que llevan el
nombre de Cristo pero que no conocen la eficacia de una vida pura y santa. Nadie debe pretender ser miembro de una iglesia
a menos de ser un verdadero creyente que vive piadosamente y testifica con su conducta en favor del poder regenerador del
evangelio. Por no encontrarlo en el Nuevo Testamento, combatía el culto a los muertos, lo mismo que las oraciones, ayunos y
ofrendas por los mismos, sosteniendo que todo depende de la conducta del hombre durante su vida; esto es lo que decide
sobre su destino futuro. Nada que se haga por él después de su muerte puede serle de beneficio. Las doctrinas de Pedro de
Bruys, a la base de las cuales estaba el evangelio y el rechazo de toda tradición humana, han sido resumidos en estos cinco
puntos:
1. El bautismo administrado solamente a los adultos creyentes. Bautizaba a los católicos cuando se convertían.
2. Acerca de la eucaristía negaba absolutamente que el sacerdote o cualquier otra persona pudiese cambiar la hostia en
cuerpo de Cristo.
3. Los sufragios, oraciones, limosnas, etc., por los muertos, los rechazaba como de ningún valor.
4. Era contrario a la erección de templos, diciendo que la Iglesia se componía de «piedras vivas», es decir de fieles que
procuran hacer la voluntad de Dios.
5. La cruz, instrumento de tortura, en la que Cristo murió, no debe ser adorada, ni venerada, sino detestada, rota y
quemada.
Durante veinte años, este infatigable soldado de la verdad, no cesó de predicar viajando por todas partes de la
Francia Meridional. Un día llegó a San Giles, cerca de Nimes, asiento de un rico convento de frailes. Sin temor a las
consecuencias se puso a reunir cruces y con ellas levantó una hoguera. La multitud enfurecida se apoderó de él y lo hizo
morir, siendo quemado vivo, probablemente en el año 1124. Así terminó gloriosamente su carrera terrenal, este hombre que
no supo lo que era temor, y quien en días de espantosas tinieblas y tempestades mantuvo encendido el faro del evangelio para
conducir las almas al puerto de segura salvación.
ENRIQUE DE CLUNY O ENRIQUE DE LAUSANA. Se cree que este apóstol evangélico de la Edad Media era
oriundo de Italia, probablemente de los valles del Piamonte. Se le conoce en la historia bajo el nombre de Enrique de
Lausana, por haber principiado su obra en esta ciudad de la Suiza, en el año 1116, y también es llamado Enrique de Cluny,
porque fue monje de esta ciudad. La vida monacal que abrazó en su juventud no tardó en llenarle de disgusto, al ver el
enorme contraste que ofrecía con la actividad apostólica, y no pudiendo conformarse a la inactividad corruptora, arrojó de sí
su manto de benedictino para consagrarse a la obra misionera, yendo de ciudad en ciudad para sembrar la palabra de la
verdad evangélica. Los datos que poseemos acerca de su persona y obra, lo hallamos en los escritos de sus adversarios, de
modo que es difícil formarse una idea correcta de su carácter; pero bastan para saber que era uno de aquellos hombres que
guiados por la lectura del Nuevo Testamento, procuraban predicar las doctrinas del cristianismo primitivo, atacando con
energía las creencias y ceremonias del papismo. Dice Neander: “Derivó su conocimiento de las verdades de la fe, del Nuevo
Testamento más que de los escritos de los padres y teólogos de su tiempo. El ideal de los trabajos apostólicos lo estimulaba,
y se esforzaba por imitarlos. Su corazón estaba inflamado de un vivo celo de amor que lo interesaba en las necesidades
religiosas del pueblo, que se encontraba completamente descuidado o extraviado por un clero nada digno”. Era hombre
modestísimo y piadoso, a tal punto que sus mismos enemigos se veían obligados a reconocerlo así, temían más a la influencia
de su vida santa que a las doctrinas que predicaba. Durante unos diez años recorrió varias provincias predicando con éxito
extraordinario. En todas partes acudían multitudes a escucharle, no sólo por oír su elocuencia ardiente, sino para recibir luz y
consuelo espiritual. Predicaba abiertamente contra la depravación del clero y también contra las costumbres licenciosas del
pueblo, sin tener en cuenta a ninguna clase de la sociedad. Sus auditorios estaban compuestos de hombres y mujeres de todas
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las condiciones, y era tal el poder espiritual que acompañaba a sus sermones llamando a la gente al arrepentimiento que en
todas partes muchos resolvían dar las espaldas al mundo corrompido para empezar una vida nueva de acuerdo con los sanos
preceptos del evangelio. Acompañado de dos predicadores italianos, caminaba descalzo en todas las estaciones del año,
llevando un bastón en forma de cruz. Llegó a Mans y consiguió que el obispo Hildetaert le permitiese predicar en los
templos. Sus sermones produjeron una impresión profunda. Las multitudes acudían a escucharle. El clero se sintió ofendido
ante los dardos que lanzaba Enrique, y el mismo obispo que lo había recibido afablemente se le puso en contra. Empezaron a
desacreditarlo ante el pueblo, diciendo que era un lobo vestido de oveja, y que bajo el manto de santidad ocultaba una
refinada hipocresía. Pero Enrique les respondía con argumentos más eficaces, apelando siempre a la Palabra de Dios para
demostrar la necesidad de reformar las doctrinas y costumbres de los cristianos.
Cuando se le prohibió predicar, el pueblo mostró su profundo disgusto, diciendo que nunca habían oído a un
predicador que como él pudiese mover los más duros corazones y despertar las conciencias adormecidas. Pero nada pudo
hacer cambiar la resolución del obispo, y Enrique tuvo que salir de la ciudad. Aparece entonces en Poitiers, Perigueux,
Burdeos y Tolosa. Su separación de Roma era cada vez más pronunciada, y la persecución que se levanta contra su obra y
persona le convence de que toda comunión de la luz con las tinieblas es imposible. Expuso sus ideas en un escrito que tuvo
una extensa circulación, pero que no ha llegado hasta nosotros. Los que se adherían a él ya no podían quedar confundidos con
la multitud inconversa. El bautismo de los nuevos convertidos demuestra que no quedaba ningún vínculo que los uniese al
romanismo. La gente los llamaba apostólicos. Sus misioneros salían a recorrer las provincias más lejanas, sin poseer nada, y
viviendo de las ofrendas de las personas que simpatizaban con el movimiento. El éxito de Enrique en el sur de Francia,
alarmó al alto clero, y lo hicieron encarcelar. Llevado por el arzobispo de Arles al Concilio de Pisa, en el año 1134, fue
condenado como hereje, y encerrado en un convento. No se sabe cómo, pero consiguió escaparse. Reaparece en el sur de
Francia y se pone de nuevo al frente de la obra, sin amedrentarse de los adversarios. Durante diez años predica y trabaja
activamente en Tolosa, Albí y otros pueblos vecinos, donde el favor de algunos pudientes que simpatizaban con la causa le
libra de caer en manos de sus enemigos. Alfonso, conde de Tolosa, le miraba como a un santo, y tenía en él mucha confianza,
y la relativa libertad de que gozaban las iglesias fundadas por Enrique, hizo que aumentasen considerablemente en número,
habiendo entre los convertidos muchos curas y personas de influencia social.
El papa mandó a Albí un legado para interesar a los príncipes en una campaña inquisitorial contra el movimiento
evangélico. Se dice que el pueblo salió a recibirlo con una procesión de asnos. Cuando se supo en Roma la manera cómo el
legado había sido recibido, y no pudiendo el papa contar con el apoyo del brazo secular, apeló al gran santo de la época,
Bernardo de Claraval. Cuando éste llegó a Albí entró a conferenciar con los principales hombres del movimiento. No
tenemos más datos sobre las discusiones que tuvieron lugar, sino los mismos que escribieron los romanistas, pero a pesar de
todo, es fácil ver que los argumentos rebuscados de las doctrinas humanas, se despedazaban al chocar con la sólida roca de
las doctrinas de la Palabra de Dios. Bernardo no hacía sino lamentar el fracaso de sus inútiles tentativas. “¡Cuánto mal ha
hecho —decía— y hace todos los días, a la Iglesia de Dios, como lo hemos sabido y visto nosotros mismos, el hereje
Enrique! Los templos están vacíos, el pueblo sin sacerdotes, los sacerdotes sin honra y los cristianos sin Cristo. Las iglesias
son reputadas sinagogas; se niega que el santuario de Dios sea santo; los sacramentos no son más tenidos como sagrados,
los días de fiesta privados de toda solemnidad; los hombres mueren en sus pecados y las almas son llevadas, una tras otra,
ante el tribunal sin estar reconciliadas por medio de la penitencia, ni munidas de la santa comunión. Se niega la vida a los
niños al negárseles la gracia del bautismo”. Bernardo se dirigió al conde de Tolosa anunciando que se dirigía a sus dominios
para atacar a Enrique, a quien lo llenaba de nombres insultantes: “Parto para el país donde este monstruo hace estragos y
donde nadie le resiste. Porque aun cuando su impiedad es conocida en la mayor parte de las ciudades del reino, encuentra a
vuestro lado un asilo, donde sin temor, y bajo vuestra protección, destruye el rebaño de Cristo”.
Cuando Bernardo vio que sus argumentos y amenazas no lograban convertir a nadie, procuró ganar algo por medio
de la fuerza. Enrique fue arrestado, y en el año 1148 condenado por el Concilio de Reinas a prisión perpetua, porque el
arzobispo se negaba a dar su consentimiento para que fuese condenado a muerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció
encarcelado, pero como no se oye más acerca de él, se cree que terminó sus días, como prisionero de Cristo Jesús, en las
tenebrosidades de alguna cárcel subterránea.
PEDRO VALDO. Un joven negociante llamado Pedro, nativo de una localidad llamada Valde, se estableció en
Lyon, Francia, por el año 1152. Entregado por completo a las especulaciones comerciales, vio prosperar sus negocios, a tal
punto que al cabo de los años era uno de los grandes ricachos de la comercial ciudad. Era casado, tenía dos hijas, y las
atenciones domésticas y comerciales ocupaban todo su tiempo. En el año 1160, un amigo íntimo, con quien estaba
conversando, cayó muerto repentinamente, y este incidente produjo en él una impresión tal, que desde aquel momento,
dejando a un lado sus febriles ocupaciones comerciales, se puso a pensar seriamente en su salvación. El conocimiento
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limitado que tenía de las cosas religiosas no lograba darle aquella paz y seguridad que satisfacen el alma ansiosa. Sus anhelos
se hacían cada vez más intensos, y en busca de luz fue a uno de los sacerdotes de la ciudad, preguntándole cuál era el camino
seguro para llegar al cielo. El sacerdote le respondió que había muchos caminos, pero que el más seguro era el de poner en
práctica las palabras del Señor al joven rico cuando le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los
pobres, y tendrás tesoro en el cielo”. Se cree que el cura le contestó así con algo de ironía, sabiendo que Valdo era hombre
de gran fortuna, pero seguramente no esperaba que esas palabras iban a encontrar tanto eco en el corazón del rico negociante.
Valdo creyó oír un mandamiento de Dios dirigido a él personalmente, y resolvió deshacerse de sus bienes terrenales
empleándolos para aliviar las necesidades de los pobres. Hizo esto no bajo el impulso de un falso entusiasmo, sino
deliberadamente, con calma y con buen acierto, para que el sacrificio que se imponía fuese realmente útil a sus semejantes.
Dio a su esposa e hijas lo que necesitaban, y el resto, parte fue distribuyendo entre los más necesitados de la ciudad, y parte
destinaba a emplear personas que hiciesen traducciones y copias de las Sagradas Escrituras. Encargó a dos eclesiásticos que
vertiesen el Nuevo Testamento del latín a la lengua vulgar. Uno de ellos fue Esteban de Ansa, hombre muy versado en las
cuestiones filológicas, y otro Bernardo Ydros, hábil escribiente que trasladaba al pergamino lo que su compañero le dictaba.
Valdo se puso a leer con gran interés estos maravillosos escritos que eran agua viva para su alma sedienta, y pan para su
corazón hambriento. Esta lectura le confirmaba más y más en la noble resolución que había tomado. Quería imitar a los
apóstoles, y vivir no más consagrado a los negocios de esta vida pasajera, sino para ser rico en aquellas riquezas que no se
corrompen y que los ladrones no hurtan.
No quiso tampoco poner la luz debajo del almud, sino que mandó hacer muchas copias del evangelio para que su
lectura fuese causa de bendiciones a otros. El número de personas que tomaban interés en esta lectura era cada vez mayor, y
sin pensar en separarse de la Iglesia de Roma, se reunían para leer juntos y celebrar cultos espirituales. Se apoderó de ellos un
fuerte espíritu de propaganda y toda la ciudad y sus alrededores se llenaron del conocimiento del evangelio. Sin buscarlo,
vino inevitable el choque con la iglesia papal, dentro de cuyo seno aún permanecían Valdo y sus adeptos. El contraste entre el
cristianismo del Nuevo Testamento y el de la iglesia papal, era demasiado pronunciado para que fuera posible un acuerdo. El
clero empezó a mirar con recelo a estos hombres humildes que de dos en dos, descalzos y pobremente vestidos iban por todas
partes predicando la palabra. El arzobispo Guichard concluyó por citarlos, y creyendo que de un solo golpe podía sofocar el
movimiento, les prohibió predicar. Valdo entonces apeló al papa, esperando, como más tarde Lutero, que la justicia de su
causa sería reconocida. En Roma compareció junto con uno de sus colaboradores ante el concilio de Letrán, en marzo de
1179. El papa Alejandro III los trató amablemente y se interesó en la obra que hacían, tal vez abrigando el pensamiento de
que los pobres de Lyon, como los llamaban, podrían permanecer dentro del seno de la Iglesia y quedar convertidos en algo
parecido a una orden monástica. Pero los padres que componían el concilio les fueron hostiles y rehusaron acordarles la
autorización de predicar. Gualterio Mapes, un fraile franciscano inglés, que se hallaba presente, escribió un relato acerca de la
petición de estos valdenses: “No tienen —dice— residencia fija. Andan por todas partes descalzos, de dos en dos, vestidos
con ropa de lana, no poseen bienes; pero como los apóstoles, tienen todas las cosas en común; siguiendo a aquel que no tuvo
dónde reclinar la cabeza”. El concilio nombró una comisión para que examinase el caso. El franciscano mencionado era
miembro de esta comisión. Dice que procuró saber cuáles eran sus conocimientos y su ortodoxia, y los halló sumamente
ignorantes, y halló extraño que el concilio les prestase atención. Pero el hecho es que en lugar de examinar a los valdenses
sobre la Palabra de Dios y las doctrinas vitales del cristianismo, los examinadores les hicieron una serie de preguntas
escolásticas sobre el uso de ciertos términos y frases del lenguaje eclesiástico, conduciéndolos por las sendas intrincadas de
las especulaciones trinitarias. Los valdenses, felizmente, nunca habían aprendido estas cosas inútiles, y de ahí la comisión
resolvió expedirse aconsejando que se les prohibiese predicar. Vueltos a Lyon, los hermanos tuvieron que resolver qué
actitud asumirían, y hallando que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres, resolvieron seguir predicando aún a
despecho de las prohibiciones del arzobispo y del papa. Convencidos de que nada podían esperar de este mundo, resolvieron
romper definitivamente los vínculos que aun los ligaban al romanismo, y empezaron aún bajo la persecución, a sentir los
beneficios de la libertad cristiana. En el año 1181 fue lanzada contra ellos la definitiva excomunión papal, pero durante
algunos años pudieron eludir sus consecuencias, gracias a las poderosas amistades que tenían en la ciudad, donde Valdo era
generalmente estimado. Pero después de la promulgación del Canon del Concilio de Verona, en el año 1184, que condenaba a
los pobres de Lyon, se vieron en la necesidad de salir de la ciudad y esparcirse por toda Europa, lo que hacían sembrando la
simiente santa del evangelio por todas partes, como en siglos anteriores lo había hecho la Iglesia de Jerusalén al ser
perseguida por Heredes. Pedro Valdo, huyendo de la intolerancia y del despotismo clerical llegó hasta Bohemia, donde
terminó sus días en el año 1217, después de cincuenta y siete años de servicios al Señor.