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LAS CRUZADAS

“No a nosotros señor, no a nosotros, sino para la gloria de tu nombre (Non nobis Domine non nobis sed Nomini Tuo da
gloriam)”.

Lema de la orden de los templarios
tro de los movimientos históricos que resalta en la historia de la iglesia de la Edad Media fueron las
cruzadas. Las Cruzadas fueron una serie de campañas militares impulsadas por el papa y llevadas a cabo por
gran parte de la Europa latina cristiana, principalmente por la Francia de los Capetos y el Imperio Romano
con el objetivo específico inicial de restablecer el control cristiano sobre Tierra Santa la cual se encontraba bajo el dominio
del islam. Estas batallas se libraron durante un período de casi doscientos años, entre 1095 y 1291. El origen de la palabra
cruzada se remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas
iniciativas. Gregorio VII fue uno de los papas que más abiertamente apoyó la cruzada contra el islam en la península ibérica
pero no fue hasta el papa Urbano II que esta práctica se impulsó hasta organizar la primera cruzada contra los musulmanes en
1095 d.C. Estas cruzadas de reconquista de Tierra Santa fueron bendecidas y, a menudo invocadas por el papado romano y
motivado por una sensación de que era eminentemente religioso desalojar de la tierra donde nació, predicó y murió Jesucristo
a la ocupación musulmana. Uno de los papas de este periodo llego al colmo de afirmar que todos aquellos que participaran
en las cruzadas serian perdonados sus pecados: “Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo
manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se
les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don
que Dios me ha dado”. Sin embargo, en realidad las Cruzadas tenían motivos eminentemente políticos y económicos dentro
de un mundo feudal de la Edad Media europea y bizantina, y como un fin práctico, la defensa de los cristianos en Tierra
Santa contra los musulmanes. Sin embargo, no se puede decir que las primeras ocho cruzadas fueron un éxito. Jesse Lyman
Hurlbut nos dice por qué: “Las cruzadas fracasaron en libertar Tierra Santa del dominio de los musulmanes. Si miramos en
retrospectiva ese período, pronto podremos ver las causas de su fracaso. Se notará un hecho en la historia de cada cruzada:
los reyes y príncipes que conducían el movimiento estaban siempre en discordia. A cada jefe le preocupaba más sus propios
intereses que la causa común. Todos se envidiaban entre sí y temían que el éxito pudiese promover la influencia o fama de su
rival. En contra del esfuerzo dividido y a medias de las cruzadas estaba un pueblo unido, valiente. Una raza siempre
intrépida en la guerra y bajo el dominio absoluto de un comandante, ya fuese califa o sultán. Una causa más grave del
fracaso fue la falta de un estadista entre estos jefes. No poseían una visión amplia y trascendente. Todo lo que buscaban
eran resultados inmediatos. No comprendían que para fundar y mantener un reino en Palestina, a mil millas de sus propios
países, se requería una comunicación constante con la Europa Occidental, una fuerte base de provisión y refuerzo
continuo”.
Aunque los objetivos de las cruzadas de echar al Islam de toda Europa y recuperar Jerusalén habían fracasado, esta
trajo grandes cambios al mundo de su tiempo. El comercio se fortaleció en gran manera ya que dio la apertura de nuevas rutas
para el comercio mercantil entre Occidente y Oriente favoreciendo el surgimiento y auge de las ciudades mercantiles italianas
del Mar Mediterráneo, como las ciudades de: Génova, Venecia, Florencia, Pisa, etc. Estas ciudades reemplazaron en el
comercio mediterráneo al imperio Bizantino (imperio Romano de Oriente), que se encontraba envuelta en guerras con los
musulmanes. Este auge comercial favoreció también el uso de dinero metálico, como el oro, entre pueblos del medio oriente
y de occidente, como ejemplo de este auge comercial, las monedas de florencia «el florin» y de venecia «el ducado» fue de
aceptación internacional. También el poder del papado fue decayendo en toda Europa fortaleciendo el poder del gobierno en
Francia, Inglaterra, Portugal, Alemania, España, sin embargo esto no permitió que se crearan ordenes de caballeros
destinados a defender a través de las armas los intereses de la Iglesia Católica como por ejemplo los templarios, los
hospitalarios, Orden de los Caballeros Teutones, etc. Mientras que los reyes y príncipes que dirigían las cruzadas se dividían
y peleaban entre ellos, los pueblos musulmanes que antes reñían entre si se unieron más bajo el mando de Saladino. En
general, Europa se benefició de la cultura musulmana y bizantina, los cuales eran portadores de los conocimientos de la
antigua Grecia, y el feudalismo se debilito grandemente hasta ser desplazado por las comunidades burguesas que se
dedicaron al comercio.
O

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LA ANTORCHA DEL EVANGELIO EN MEDIO DE ESTAS

TINIEBLAS

“Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron”.
1 Reyes 19:18
un en medio de todas estas tiniebla, donde la idolatría a los santos y supersticiones habían tomado el lugar
de la Santa Escritura, donde el papado había contaminado todo con su terrible corrupción, donde el Islam y
las cruzadas llenaban de sangre a toda Europa, la antorcha del verdadero evangelio no se apagó. Como se lo
dijo Dios a Elías cuando pensaba que todo Israel había sucumbido a la idolatría de Baal y Asera, todavía en esta época el
Señor reservo hombres que honraron su nombre: Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante
Baal, y cuyas bocas no lo besaron. Veamos los más destacados de este periodo.
Claudio de Turín.
Nació en España y fue discípulo de Félix, el famoso obispo de Urgel, quien lo inició en el estudio del Nuevo
Testamento y le enseñó a odiar la idolatría y superstición reinante, contra la cual luchaba Félix. De ambos lados de los
Pirineos fue conocida la erudición de Claudio, lo mismo que su piedad ardiente, y algunos que deseaban ver cosas mejores en
el cristianismo, influyeron para que se le nombrase obispo de Turín, sabiendo que era uno de los pocos hombres resueltos a
poner un dique al horrible avance de la mentira que fomentaban las órdenes monásticas. Claudio rechazaba las tradiciones
que no estaban de acuerdo con el evangelio, y entre otras cosas las oraciones por los muertos, el culto de la cruz y de las
imágenes, y la invocación de los santos. “Yo no establezco una nueva secta —escribía al abate Teodomiro— sino que
predico la verdad pura, y tanto como me es posible, reprimo, combato y destruyo las sectas, los cismas, las supersticiones y
las herejías; lo que nunca dejaré de hacer con la ayuda de Dios. Constreñido a aceptar el episcopado, he venido a Turín
donde encontré las iglesias llenas de abominaciones e imágenes, y porque empecé a destruir lo que todo el mundo adoraba,
todo el mundo se ha puesto a hablar en mi contra. Dicen: no creemos que haya algo de divino en la imagen que adoramos,
no la reverenciamos sino en honor de aquella persona que representa, y contesto: si los que han abandonado el culto de los
demonios honran las imágenes de los santos, no han dejado los ídolos, sólo han cambiado los nombres. Si hubiese que
adorar a los hombres, sería mejor adorarlos vivos, mientras son la imagen de Dios, y no después de muertos cuando se
parecen a piedras; y si no es lícito adorar las obras de Dios, menos se deben adorar las de los hombres”.
Combatiendo la adoración de la cruz, dicen en otro lugar: “Si tenemos que adorar la cruz porque Jesucristo estuvo
clavado en ella, debemos adorar muchas otras cosas. Que adoren los pesebres, porque Jesucristo al nacer fue puesto en un
pesebre; que adoren los pañales, porque Jesucristo fue envuelto en pañales; que adoren los barcos, porque Jesucristo
enseñaba desde un barco”. Las peregrinaciones a Roma y la confianza de la gente en la protección papal levantaban las vivas
protestas de Claudio, como puede verse en este párrafo: “Volved a la razón, miserables transgresores; ¿por qué os habéis
dado vuelta de la verdad? ¿Por qué crucificáis de nuevo al hijo de Dios, exponiéndolo a la ignominia? ¿Por qué perdéis las
almas haciéndolas compañeras de los demonios al alejarlas del Creador, por el horrible sacrilegio de vuestras imágenes y
representaciones, precipitándolas en una eterna condenación? Sé bien que entienden mal este pasaje del Evangelio: «Tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y yo te daré las llaves del reino de los cielos». Es apoyándose locamente sobre
esta palabra que una multitud ignorante, estúpida y destituida de toda inteligencia espiritual, acude a Roma con la
esperanza de obtener la vida eterna. Ciegos, volved a la luz, volved a Aquel que alumbra a todo hombre que viene a este
mundo; vosotros aunque seáis numerosos, estáis caminando en las tinieblas, y no sabéis a donde vais, porque las tinieblas
han segado vuestros ojos. Si tenemos que creer a Dios cuando promete, mucho más cuando jura y dice: Si Noé, Daniel y Job,
estuviesen en este país, no salvarían ni hijo ni hija; pero ellos por su justicia salvarían sus almas, es decir, si los santos que
invocáis, fuesen tan santos y justos como Noé, Daniel y Job, ni aun así salvarían hijo ni hija. Y Dios así lo declara, para que
nadie ponga su confianza en los méritos o intercesiones de los santos. ¿Comprendéis esto, pueblo sin inteligencia? ¿Seréis
sabios una vez, vosotros que corréis a Roma buscando la intercesión de un apóstol?”.
La actividad literaria de Claudio fue grande. En el año 814 publicó tres libros comentando el Génesis; en 815, cuatro
sobre el Éxodo; y en 828, sus explicaciones sobre el Levítico. Publicó también comentarios sobre las Epístolas de San Pablo.
Estos escritos, junto con sus discursos y sus visitas pastorales, contribuyeron, sin duda, a mantener intacto el sistema de
doctrina evangélica en los valles del Piamonte. Claudio murió en Turín en el año 839, sin ser excomulgado ni destituido de su
A

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puesto, gracias a la protección del emperador. “Las doctrinas evangélicas de Claudio —dice Moisés Droin— no
desaparecieron con él; la herencia fue recogida por humildes discípulos de la Palabra de Dios, y particularmente por los
valdenses, los cataros y los pobres de Lyon, que se esparcieron en las diferentes provincias de la península española”.
Los paulicianos.
En medio de la corrupción que caracterizó a este período no faltaron testigos de la verdad, que mantuvieron con
relativa pureza las doctrinas y costumbres del Nuevo Testamento. La antorcha del evangelio no fue nunca completamente
extinguida y entre los que la hicieron brillar en estos días verdaderamente tenebrosos, merecen ser mencionados los
paulicianos. Las iglesias sometidas a Roma, tuvieron que escuchar la viva protesta por ellos levantada y el testimonio fiel que
supieron dar con su palabra y su vida, en medio de incesantes y crueles persecuciones, fue un sonido confortante que se dejó
oír, durante dos siglos, en todos los países cristianizados del Oriente. El movimiento tuvo su origen en un pequeño pueblo
cercano a Somosata, a mediados del siglo VII. Un hombre llamado Constantino, dio un día hospitalidad a cierto cristiano que
había logrado escaparse de las manos de los musulmanes. Al partir, en señal de gratitud, regaló a su buen hospedador, un
ejemplar del Nuevo Testamento, escrito en su lengua original. Constantino, aunque hombre muy instruido y estudioso, nunca
había escudriñado debidamente este libro, cuya lectura, se decía, era sólo para los eclesiásticos. Se puso a leerlo con
verdadero interés, y su lectura le era cada vez más atractiva. “Investigaba el credo de la cristiandad primitiva —dice
Gibbon— y cualquiera que haya sido el resultado, un lector protestante aplaudirá el espíritu de investigación”. Tomó un
interés especial en las Epístolas de San Pablo y el contraste que señala el apóstol entre la ley y la gracia y la carne y el
espíritu, fueron la base de un sistema de Teología que empezó a formarse en su mente. Constantino no quiso poner la luz
debajo del almud, sino que lo que él iba aprendiendo, lo comunicaba luego a otros. Se puso a viajar, enseñando por todos los
lugares y pronto se vio rodeado de un crecido número de adherentes, que al convertirse y bautizarse, se constituían en
iglesias.
El nombre de paulicianos les fue dado probablemente, a causa del alto aprecio que hacían de los escritos de Pablo y
de su constante esfuerzo por imitar a las iglesias fundadas por este apóstol. Los pastores asumían el nombre de alguno de los
colaboradores de Pablo, y así Constantino se llamó Silvano, otros tomaron el nombre de Timoteo, Tito, Epafrodito, etcétera.
Es difícil decir cuáles eran las creencias de estas agrupaciones, debido a que casi todo lo que sus contemporáneos han dicho
de ellos, fue escrito por sus peores enemigos, directamente interesados en desacreditarlos. Los que les atribuyen ideas
maniqueas han caído en un error evidente. El descubrimiento reciente de un importante manuscrito titulado La Llave de la
Verdad hallado y traducido por el sabio F. C. Conybeare (1898) ha venido a arrojar mucha luz sobre las doctrinas predicadas
por Constantino y sus hermanos espirituales, de donde resulta que aceptaba el Nuevo Testamento como única regla de fe, aun
cuando en materia de interpretación, sin duda, no podrían satisfacer las exigencias de los cristianos de nuestros días.
Rechazaban el bautismo infantil, la perpetua virginidad de María, el culto de las imágenes, la invocación de los santos y
muchas prácticas que habían triunfado en aquel entonces. En el gobierno de sus iglesias rechazaban todas las pretensiones
clericales y sus pastores y evangelistas eran simples miembros del rebaño a quienes Dios había dado los dones necesarios
para desempeñar la obra. El historiador Gibbon, dice acerca de ellos: “Los maestros paulicianos se distinguían sólo por sus
nombres bíblicos, por su título modesto de compañeros de peregrinación, por la austeridad de su vida, por el celo, saber y
reconocimiento de algún don extraordinario del Espíritu Santo. Pero eran incapaces de desear, o por lo menos de obtener,
las riquezas y honores del clero católico. Combatían fuertemente el espíritu anticristiano”. El crecimiento de los paulicianos
alarmó a los partidarios de la religión oficial y el emperador Constantino Pogonato mandó tomar enérgicas medidas contra
ellos. Las escenas de crueldad que fueron vistas durante las persecuciones paganas, se repitieron bajo un gobierno que
pretendía haber abrazado el cristianismo. El fanático Pedro Siculo aprueba estos actos y alababa a los perseguidores diciendo:
“A sus hechos excelentes, los emperadores divinos y ortodoxos añadieron la virtud de mandar que fuesen castigados con la
muerte, y que donde quiera que se hallasen sus libros, fuesen arrojados a las llamas, y que si alguna persona los escondía,
fuese muerta y sus bienes confiscados”. Un oficial del estado llamado Simeón, fue encargado de suprimir la llamada herejía.
Dirigió sus ataques contra el director prominente del movimiento que era Constantino. Lo colocó frente a una larga línea de
sus hermanos en Cristo, y ordenó a éstos que como señal de arrepentimiento y sumisión a la ortodoxia arrojasen piedras sobre
él. Todos rehusaron cometer semejante acción, menos uno llamado Justo, quien mató al fiel pastor cuya palabra había
escuchado tantas veces y este mismo traidor contribuyó a que otros pastores cayesen en poder de los perseguidores y que
sufriesen la tortura y la muerte. Pero el fervor demostrado por los paulicianos impresionó de tal modo al perseguidor Simeón,
que renunciando a su sanguinaria misión y, como un nuevo Pablo, se convirtió a la causa que perseguía y se unió a ellos para
continuar la obra que había hecho Constantino. No tardó en tener que morir él también por el nombre del Señor. Durante
ciento cincuenta años, estas iglesias no cesaron de ser perseguidas y de sufrir toda clase de ultrajes y vejaciones. No existen

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relatos fidedignos sobre la manera como morían estas nobles víctimas de la intolerancia. Su vida era tan ejemplar que sus
mismos enemigos se ven forzados a reconocerlos como modelos de virtud cristiana.
Disfrutaron, de tiempo en tiempo, de algunos cortos períodos de relativa paz, que fueron bien aprovechados en
edificar las iglesias desoladas y extender el conocimiento de la verdad entre los que vivían sumergidos en la superstición e
idolatría. Pero bajo la emperatriz Teodora, a principios del siglo noveno, la persecución recrudeció. Esta mandó emisarios por
todas las partes del Asia Menor, con órdenes terminantes de suprimir el movimiento y los mismos ortodoxos se jactan de
haber hecho morir a cien mil paulicianos por medio de la espada y del fuego.

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