LA PERSECUCIÓN BAJO NERÓN
“Más ni con los remedios humanos ni con las larguezas del príncipe o con los cultos expiatorios perdía fuerza la creencia
infamante de que el incendio había sido ordenado. En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como
culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos”.
Tácito
erón llegó al poder en octubre del año 54, gracias a las intrigas de su madre Agripina, quien no vaciló ante el
asesinato en sus esfuerzos por asegurar la sucesión del trono en favor de su hijo. Al principio, Nerón no
cometió los crímenes por los que después se hizo famoso. Aún más, varias de las leyes de los primeros años
de su gobierno fueron de beneficio para los pobres y los desposeídos. Pero poco a poco el joven emperador se dejó llevar por
sus propios afanes de grandeza y placer, y por una corte que se desvivía por satisfacer sus más mínimos caprichos. Diez años
después de haber llegado al trono ya Nerón era despreciado por buena parte del pueblo, y también por los poetas y literatos, a
cuyo número Nerón pretendía pertenecer sin tener los dones necesarios para ello. Era un desgraciado embriagado de su
propia vanagloria, consagrado a buscar los aplausos de una multitud de aduladores. Formó la compañía llamada de los
«caballeros de Augusto» cuya misión era la de seguir al loco emperador a todos sus actos de exhibición, y aplaudir cualquier
travesura que imaginase. Roma vio a su emperador ocupado en la tarea de conducir carros en el circo; cantar y declamar en
las tribunas, y disputarse los premios musicales. Cuantos se oponían a su voluntad, o bien morían misteriosamente, o bien
recibían órdenes de quitarse la vida. Cuando la esposa de uno de sus amigos le gustó, sencillamente hizo enviar a su amigo a
Portugal, y tomó la mujer para sí. Todos estos hechos —y muchos rumores— corrían de boca en boca, y hacían que el pueblo
siempre esperara lo peor de su soberano. Pero Nerón tenía también gusto artístico, y aspiraba a transformar la ciudad. Sus
planes eran tan vastos que todo lo que había le estorbaba. Quería hacer una ciudad nueva que marcase una nueva época en la
historia, y que llevase su nombre: Nerópolis. Para llevar a Roma la idea que ardía en su candente imaginación, tenía que
hacer desaparecer templos que eran mirados como sagrados, y palacios históricos que jamás Roma hubiera permitido tocar.
¿Cómo hacer desaparecer esos obstáculos? Nerón concibió la tremenda idea de incendiar la ciudad. Un voraz incendio,
que se manifestó simultáneamente en muchas partes de la ciudad, convirtió a Roma en una inmensa hoguera, el 19 de julio
del año 64. Las llamas, devorando todo lo que encontraban, subían las colinas y descendían a los valles. El fuego seguía su
marcha atravesando la ciudad en todas direcciones, y durante seis días y siete noches caían miles de edificios que quedaban
reducidos a escombros. Los montones de ruinas detuvieron el fuego, pero volvió a reanimarse y prosiguió tres días más. Los
muertos y contusos eran numerosísimos. Nerón, que se había ausentado para alejar las sospechas que caerían sobre él, regresó
a tiempo para ver el incendio. Se dijo que desde las alturas de una torre, y vestido con traje teatral contempló el espectáculo,
y cantó con la lira una antigua elegía. Si esto es leyenda, tiene el mérito de pintar el carácter diabólico de este hombre
siniestro. Después del incendio los romanos estaban disgustados al ver que todo estaba destruido, todos sabían que Nerón era
el culpable de todo, y entonces Nerón pensó entonces en hacer caer sobre otros la culpa. Necesitaba víctimas, y su mente
diabólica pensó en los cristianos. El público estaba predispuesto a cualquier acto hostil a la iglesia, de modo que Nerón sólo
tuvo que encender la mecha para que estallara la bomba bien repleta de odio a los cristianos. ¿No habían visto a los cristianos
mirar con indiferencia los monumentos del paganismo? ¿No decían éstos que todo estaba corrompido y que todo sería
destruido por fuego? El pueblo desencadenó su furia contra los mansos y humildes discípulos del Salvador. Nunca se
conocerá el número de víctimas que perecieron en esta persecución. Actos de la más brutal crueldad se llevaron a cabo con
hombres y mujeres. Tácito, el historiador romano, ha descrito en sus memorias el salvajismo y crueldad que deleitaron a la
población. Los cristianos eran envueltos en pieles de animales y arrojados a los perros para ser comidos por éstos; muchos
fueron crucificados; otros arrojados a las fieras en el anfiteatro, para apagar la sed de sangre de cincuenta mil espectadores; y
para satisfacer las locuras del emperador se alumbraron los jardines de su mansión con los cuerpos de los cristianos que eran
atados a los postes revestidos de materiales combustibles, para encenderlos cuando se paseaba Nerón en su carro triunfal
entre estas antorchas humanas, y la multitud delirante que presenciaba y aplaudía aquellas atrocidades.
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Aunque al principio se acusó a los cristianos de incendiarios, todo parece indicar que
pronto se comenzó a perseguirles por el mismo hecho de ser cristianos, y por todas las
supuestas abominaciones que iban unidas a ese nombre. El propio Nerón debe haberse
percatado de que el pueblo sabía que se perseguía a los cristianos no por el incendio, sino
por otras razones. Tácito también nos dice que en fin de cuentas “no se les condenó tanto
por el incendio como por su odio a la raza humana”. En vista de todo esto, y a fin de
justificar su conducta, Nerón promulgó contra los cristianos un edicto que
desafortunadamente no ha llegado a nuestros días. Probablemente los planes de Nerón
incluían extender la persecución a las provincias, si no para destruir el cristianismo en ellas,
al menos para lograr nuevas fuentes de víctimas para sus espectáculos. Pero en el año 68
buena parte del imperio se rebeló contra el tirano, y el senado romano lo depuso. Prófugo y
sin tener a dónde ir, Nerón se suicidó. A su muerte, muchas de sus leyes fueron abolidas.
Pero su edicto contra los cristianos siguió en pie. Esto quería decir que, mientras nadie se
ocupara de perseguirles, los cristianos podían vivir en paz; pero tan pronto como algún
emperador u otro funcionario decidiera desatar la persecución podía siempre apelar a la ley
promulgada por Nerón.
Busto en Mármol del
Emperador Nerón
LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN
“No quedará piedra sobre piedra, que no sea derribada…”
Lucas 21:6
uando Félix era gobernador de Judea, hubo una disputa entre judíos y sirios acerca de la ciudad de Cesárea.
Ambos partidos pretendían que les pertenecía. De las palabras pasaron a los hechos, tomando las armas unos
contra otros. Félix puso fin a la contienda mandando a Roma delegados de ambos partidos para someter el
caso al emperador. Este falló en favor de los sirios, y cuando, el año 67, la noticia llegó a Judea, estalló inmediatamente la
rebelión. Sirios, judíos y romanos se mezclaron en la sangrienta revuelta, que asumió bien pronto un carácter alarmante. Las
aldeas eran teatro de escenas horribles. El mar de Galilea, donde Jesús había predicado sobre el reino de los cielos, estaba
teñido de sangre y cubierto de cadáveres flotantes. Una gran victoria de los judíos sobre las tropas romanas, mandadas por
Cestio, dio impulsos a la rebelión, que se generalizó en todo el país. Los hombres sensatos veían que todo aquello era un
esfuerzo estéril, porque tarde o temprano tenían que sucumbir bajo los dardos de los romanos; pero ya por patriotismo, ya por
el impulso de las circunstancias, no pudieron hacer otra cosa sino tomar parte en la guerra. Uno de éstos fue el célebre Josefo,
quien tan grandes servicios prestaría a la historia, y a quien le fue confiado el comando de las fuerzas que actuaron en
Galilea. La noticia del levantamiento de Judea llegó a Roma cuando el loco emperador Nerón estaba ocupado en los
preparativos de un viaje a Grecia donde, seguido de un gran séquito de aduladores, iba a lucir sus dotes de artista,
disputándose todos los premios ofrecidos en los concursos. Con gran acierto confió al viejo militar Vespasiano el mando de
las legiones que tenían que ir a subyugar a Judea. Vespasiano mandó a su hijo Tito hasta Alejandría para reunir las fuerzas
que había en aquella región, y él, cruzando el Helesponto o Dardanelos, siguió por tierra a Siria. Juntando las fuerzas de Tito,
de Antonio, de Agripa y de Soheme, y cinco mil hombres más mandados por los árabes, Vespasiano emprendió la
reconquista al frente de unos 60, 000 hombres.
Empezó la guerra en Galilea, donde Josefo oponía una heroica y bien estudiada resistencia. La lucha fue ardua pero
Josefo tuvo que ceder el terreno a los vencedores, huyendo a una caverna en la que pasó un tiempo escondido con unos
cuarenta hombres que le siguieron. Como Vespasiano le ofreciese toda clase de seguridades concluyó por entregarse, y desde
entonces aparece siempre al lado de los Flavios Vespasianos, tanto en el sitio de Jerusalén, como después de pacificado el
país, en honor de los cuales Josefo añadió a su nombre el de Flavio. Desde el punto de vista patriótico ha sido muy censurada
la conducta de Josefo, pero uno no puede menos de ver la mano de Dios obrando para que este ilustrado judío fuese testigo
ocular de la guerra que daría un fiel cumplimiento a las palabras proféticas de Jesucristo acerca de Jerusalén y del pueblo
elegido. Mientras los ejércitos dominaban el país, la guerra civil se había declarado en Jerusalén. Tres partidos se disputaban
el poder. Se vivía bajo el régimen del terror. La aristocracia había sido derrocada, y un populacho salvaje, encabezado por un
tal Juan de Giscala, encuartelado en el templo, dominaba la ciudad. En otro distrito de la ciudad mandaba un tal Simón. El
sumo sacerdote, los principales escribas y fariseos, y todos los grandes aristócratas de Jerusalén fueron muertos, y sus
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cadáveres arrastrados por las calles y arrojadas fuera del muro. Grande fue la impresión de la población cuando vio la suerte
que tocó a estos orgullosos señores, a quienes habían visto revestidos de espléndidos trajes, y a quienes ahora veían tendidos
desnudos por las calles. Muchos de ellos eran los mismos que habían condenado a Cristo, a Esteban y a Jacobo.
Aquello era la abominación predicha por el profeta Daniel. Los cristianos se acordaron de las palabras del Maestro:
“Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes”, (Mateo 24:16.) los cristianos de Jerusalén lograron huir a Pella, una
ciudad de la región montañosa de Perea, donde pudieron permanecer libres de los males que azotaban a Jerusalén. La huida
tuvo lugar en el año 68. La iglesia vivió sostenida casi milagrosamente, y continuó su obra en toda la región transjordánica.
En este tiempo Vespasiano fue proclamado emperador y, teniendo que volver a Roma, dejó a cargo de su hijo Tito la
terminación de la guerra. Los romanos avanzaron y de pronto Jerusalén se vio sitiada por las fuerzas de Tito. Jesús había
predicho la ruina de la ciudad cuando lloró sobre ella (Lucas 19:42-44). Josefo nos ha dejado un minucioso relato del sitio y
destrucción de Jerusalén, y es admirable la semejanza que existe entre la profecía de Cristo y los hechos narrados por este
historiador.
Como el sitio se prolongaba, las provisiones empezaron a escasear. Los soldados rebuscaban todos los rincones de
las casas, quitando a las familias los víveres de que disponían “Les hacían sufrir tormentos inauditos —dice Josefo— para
hacerles confesar donde tenían escondido un pan o un puñado de harina. A los pobres les quitaban los yuyos que con peligro
de sus vidas juntaban durante la noche, sin escuchar los ruegos que les hacían, en nombre de Dios, para que les dejasen
siquiera una pequeña parte, y creían que les hacían una gran merced con no matarlos después de robarles”. Sobre los
sufrimientos dentro de la ciudad, bajo el terror implantado por Juan de Giscala y Simón, dice el citado historiador: “Sería
entrar en una tarea imposible detallar particularmente todas las crueldades de esos impíos. Me contento con decir que no
creo que desde el comienzo de la creación del mundo se haya visto a una ciudad sufrir tanto, ni otros hombres en los cuales
la malicia fuese tan fecunda en toda clase de maldades”. Estas palabras de Josefo hacen recordar el anuncio profético de
Cristo: “Porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la
habrá”, (Mateo 24:21). Muchos trataban de salir de la ciudad en busca de víveres, y caían en poder de los sitiadores. Como
era difícil guardarlos a causa del gran número, los crucificaban frente a los muros de la ciudad, con el fin de atemorizar a los
de adentro. No pasaba día sin que tomasen quinientos y aún más de entre estos que procuraban huir. Tito era un hombre tan
magnánimo cómo es posible serlo en tales circunstancias, y sufría con los actos de crueldad que tenía que presenciar, y que
por la ley implacable de la guerra no le era posible remediar. Los soldados romanos hacían sufrir horriblemente a los pobres
que eran crucificados. “No había bastante madera para hacer cruces —dice Josefo— ni sitio donde colocarlas”. Oigamos
aún a Josefo: “Los judíos, viéndose encerrados en la ciudad, desesperaron de su suerte. El hambre, cada vez peor, devoraba
familias enteras. Las casas estaban llenas de cadáveres de mujeres y de niños, y las calles, de los de los ancianos. Los
jóvenes iban cayéndose por las plazas públicas. Se les hubiera creído más bien espectros que personas vivas. No tenían
fuerzas para enterrar sus muertos, y aunque la hubieran tenido, no habrían podido hacerlo a causa del gran número, y
porque no sabían cuántos días de vida les quedaban a ellos. Otros se arrastraban hasta el lugar de la sepultura para esperar
allí la muerte. Al principio se hacía enterrar los muertos por cuenta del tesoro público, para librarse de la hediondez. Pero
no siendo posible continuar cumpliendo con esta tarea, los arrojaban por encima del muro a los valles. El horror que tuvo
Tito al ver llenos estos valles, cuando rodeaba la plaza, y la putrefacción que salía de tantos cadáveres le hizo lanzar un
profundo suspiro: levantó las manos al cielo y llamó a Dios por testigo de que no era él el causante de aquello”.
Josefo, desde el muro, hablaba a los sitiados para
persuadirlos de que era inútil continuar la resistencia, pero era
desoído. Tito quería evitar escenas desgarradoras, pero la tenacidad
de los sitiados hacía imposible todo arreglo. Los que podían huir de
la ciudad tragaban monedas de oro para encontrarse con algún dinero
cuando éste fuese de utilidad. Los soldados llegaron a saberlo y
entonces comenzaron a abrir el vientre de todos los que caían en su
poder para apoderarse de aquel dinero. Los árabes y los sirios fueron
los que más se ejercitaron en esta crueldad, fruto de la avaricia. En
una sola noche más de dos mil infelices murieron de este modo.
Cuando Tito tuvo conocimiento de esto, castigó severamente a los
culpables. Las poderosas máquinas guerreras de los romanos
lograron abrir una brecha en los muros, y los soldados avanzaron. La
resistencia no pudo ser muy heroica debido al estado de debilidad en
que se hallaban los combatientes judíos. Fortaleza tras fortaleza fue
cediendo al empuje vigoroso de los vencedores. Jerusalén es destruida en el año 70 d.C.
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Los secuaces de Juan de Giscala, atrincherados en el templo, hacían sus últimos esfuerzos. Tito había resuelto salvar
el templo. No quería que esa maravilla del mundo fuese destruida. Pero un soldado arrojó una antorcha encendida y el
incendio del templo se inició con rapidez. Tito, en este momento, estaba descansando en su tienda. Al saberlo corrió al
templo y ordenó que se detuviese el fuego; todo fue inútil. Uno mayor que Tito había dicho: “No quedará piedra sobre
piedra, que no sea derribada”, (Lucas 21:6). Esto ocurría el año 70 de nuestra era. Las víctimas de esta espantosa catástrofe
llegaron a 1, 100, 000, entre hombres, mujeres y niños, y si se agregan los que murieron en los combates precedentes, el
número asciende a 1, 357, 000, según los cálculos de Josefo. Otros 90, 000 fueron vendidos como esclavos. Así terminó
Jerusalén. Cuarenta años antes, frente al palacio de Pilato, al pedir la muerte de Jesús, sus habitantes habían clamado: “Su
sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”, (Mateo 27:25) ¡Jamás juramento alguna tuvo un cumplimiento tan
evidente!