Refiriéndose al martirio de Santos dice: “El diácono Santos sufrió, por su parte, con una valentía sobrehumana,
todos los suplicios que los verdugos pudieron imaginar, con la esperanza de arrancarle alguna palabra deshonrosa a su fe.
Llevó tan lejos su constancia que ni aun quiso decir su nombre, su ciudad, su país, ni si era libre o esclavo. A todas estas
preguntas contestaba en lengua romana: “Yo soy cristiano”; confesando que esta profesión era su nombre, su patria, su
condición, en una palabra, su todo, sin que los paganos pudiesen arrancarle otra respuesta. Esta firmeza irritó de tal modo
al gobernador y a los verdugos, que después de haber empleado todos los demás suplicios, hicieron quemar chapas de cobre
hasta quedar rojas y se las aplicaron a las partes más sensibles del cuerpo. Este santo mártir vio asar sus carnes sin
cambiar siquiera de postura, y quedó inconmovible en la confesión de su fe, porque Jesucristo, fuente de vida, derramaba
sobre él un rocío celestial que lo refrescaba y fortalecía. Su cuerpo así quemado y destrozado, era una llaga, y no tenía más
la figura humana. Pero Jesucristo que sufría en él y desplegaba su gloria, confundía así al enemigo y animaba a los fieles,
haciéndoles ver, por su ejemplo, que a nada se teme cuando uno tiene el amor del Padre, y que uno no sufre nada cuando
contempla la gloria del Hijo. En efecto, sus verdugos se apresuraron algunos días después, a aplicarle nuevas torturas, en
los momentos cuando la inflamación de las llagas las hacía tan dolorosas, que no podía sufrir que lo tocasen ni aun
ligeramente. Se vanagloriaban de que sucumbiría al dolor, o que por lo menos, muriendo en los suplicios, intimidaría a
otros. Pero contra las expectativas generales, su cuerpo desfigurado y dislocado, adquirió, en los últimos tormentos, su
forma primitiva y el uso de todos sus miembros; de modo que esta segunda tortura, por la gracia de Jesucristo, fue el
remedio de la primera”.
También entre estos mártires encontramos a Potín. Era éste un anciano de la iglesia y hombre de edad muy
avanzada. Refiriéndose a su martirio dice así el documento que estamos citando: “Se apoderaron del bienaventurado Potín,
que gobernaba la iglesia de Lyon en calidad de obispo. Tenía más de ochenta años, y se encontraba enfermo. Como apenas
podía sostenerse y respirar, a causa de sus enfermedades, aunque el deseo del martirio le daba nuevas fuerzas, se vieron
obligados a llevarlo al tribunal. La edad y la enfermedad ya habían deshecho su cuerpo; pero su alma quedaba unida para
servir al triunfo de Jesucristo. Mientras los soldados lo conducían era seguido por otros soldados de la ciudad y de todo el
pueblo que daba voces contra él, como si hubiera sido el mismo Cristo. Pero nada pudo abatir al anciano, ni impedirle
confesar altamente su fe. Interrogado por el gobernador acerca de quién era el Dios de los cristianos, le contestó que si
fuera digno, lo conocería. En seguida fue bárbaramente golpeado sin que tuviesen ninguna consideración a su avanzada
edad. Los que estaban cerca lo herían a puñetazos y a puntapiés; los que estaban lejos le tiraban la primera cosa que
hallaban. Todos se hubieran creído culpables de un gran crimen si no lo hubieran insultado, para vengar el honor de los
dioses. Apenas respiraba cuando fue llevado a la prisión, donde entregó su alma dos días después”.
Otros dos mártires notables fueron Atalio y Alejandro. Veamos lo que dice el precioso documento que traducimos:
“Como Atalio era muy conocido y distinguido a causa de sus buenas cualidades, el pueblo pedía incesantemente que lo
trajesen al combate. Entró en la arena con santa seguridad. El testimonio de su conciencia le hacía intrépido, porque estaba
aguerrido en todos los ejercicios de la milicia cristiana, y había sido entre nosotros un testigo fiel de la verdad.
Primeramente le hicieron dar vueltas en el anfiteatro con un letrero delante de sí en el cual estaba escrito en latín: Este es
Atalio el cristiano. El pueblo se estremecía contra él; pero el gobernador, al saber que era ciudadano romano, lo hizo
conducir otra vez a la prisión, junto con los otros. Y escribió al emperador tocante a los mártires, y esperaba su decisión. La
respuesta, que tenía que venir de Roma tardaba en llegar, y durante este tiempo los mártires pudieron reanimar a los
hermanos que por temor habían renegado su fe, y prepararles para dar un valiente testimonio que confundiría a los paganos.
Volvamos a Atalio y Alejandro: “Mientras los interrogaban, un cierto Alejandro, frigio de nación y médico de profesión,
que desde hacía mucho residía en la Galia (Francia) estaba cerca del tribunal. Era conocido de todos, a causa del amor que
tenía a Dios, y de la libertad con que predicaba el evangelio; porque también desempeñaba las funciones de apóstol.
Estando cerca del tribunal, exhortaba por medio de señales y gestos a los que eran interrogados, para que confesasen
generosamente su fe. El pueblo que se dio cuenta, y que estaba enfurecido al ver a los que antes habían renegado su fe,
confesarla con tanta constancia, dio gritos contra Alejandro, a quien atribuían este cambio. Al preguntarle el gobernador
quién era, respondió: «Yo soy cristiano»; e inmediatamente fue condenado a ser entregado a las fieras. Al día siguiente entró
en el anfiteatro con Atalio, a quien el gobernador, por agradar al pueblo, entregó a ese suplicio, a pesar de ser ciudadano
romano. Ambos, después de sufrir todos los tormentos imaginables, fueron degollados. Alejandro no pronunció ni una sola
queja ni palabra, pero hablaba interiormente con Dios. Atalio, mientras lo asaban en la silla de hierro, y que el olor de sus
miembros quemados se podía sentir de lejos, dijo al pueblo en latín: «Esto es comer carne humana; lo que vosotros hacéis:
pero nosotros no comemos hombres ni cometemos ninguna otra clase de crimen»”. Cuando los mártires ya habían
sucumbido, se ocuparon de ultrajar sus cadáveres. Así se expresa la carta: “La ira de ellos fue más allá de la muerte.
Arrojaron, para que fuesen comidos por los perros, los cadáveres de aquellos que la infección y otras calamidades habían
hecho morir, y los hicieron custodiar día y noche, por temor de que alguno de nosotros les diese sepultura. Juntaron también
los miembros esparcidos de los que habían luchado en el anfiteatro, restos dejados por las bestias y las llamas, con los
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cuerpos de aquellos a quienes habían decapitado y los hicieron custodiar varios días por los soldados”. Los restos fueron
finalmente quemados y arrojados al Ródano. La persecución no se sintió sólo en Lyon y Viena, sino en toda la región
circunvecina. Un mártir ilustre que pereció poco tiempo después que los ya mencionados, fue Sinforiano de quien dice la
carta: “Había en este tiempo en Autum, un joven llamado Sinforiano, de una familia noble y cristiana. Estaba en la flor de su
edad y era instruido en las letras y en las buenas costumbres. La ciudad de Autum era una de las más antiguas y más ilustres
de la Galia, pero también de las más supersticiosas. Adoraban principalmente a Cibeles, Apolión y Diana. Un día el pueblo
estaba reunido para celebrar la solemnidad profana de Cibeles, a la cual llamaban la madre de los dioses. En ese tiempo el
cónsul Heraclio estaba en Autum buscando cristianos. Le presentaron a Sinforiano, a quien habían arrestado como
sedicioso, porque no había adorado al ídolo de Cibeles, que llevaban en una carroza, seguida de una gran multitud.
Heraclio, sentado en el tribunal, le preguntó su nombre. El respondió: «Yo soy cristiano, y me llamo Sinforiano». El juez le
dijo: «¿Eres cristiano? Por lo que veo tú te nos has escapado, porque no se profesa mucho, ahora, ese nombre entre
nosotros. ¿Por qué rehúsas adorar la imagen de la madre de los dioses?» Sinforiano contestó: «Os lo he dicho ya, yo soy
cristiano, adoro al verdadero Dios que reina en los cielos; en cuanto al ídolo del demonio, si me lo permitís, lo romperé a
martillazos». Él dijo: «Este no es sólo sacrílego, quiere ser rebelde. Que los oficiales digan si es ciudadano de este lugar».
«Es de aquí —respondió uno— y hasta de una familia noble». «He aquí, tal vez, dijo el juez, porque tú te haces ilusiones. ¿O
ignoras tú los edictos de nuestros emperadores? Que un oficial los lea». Leen el edicto de Marco Aurelio, como lo hemos
visto ya. Al terminarse la lectura. «¿Qué te parece, —dijo el juez a Sinforiano—, podemos quebrantar las ordenanzas de los
príncipes? Hay dos acusaciones contra ti, de sacrilegio, y de rebelión contra las leyes; si no obedeces, lavarán este crimen
en tu sangre». Habiendo declarado Sinforiano, en términos positivos, que permanecía firme en el culto del verdadero Dios, y
que detestaba las supersticiones de los idólatras, Heraclio lo hizo castigar y conducir a la prisión. Algunos días después lo
hizo comparecer de nuevo, probó de tentarlo con buenos modales, y le prometió una rica gratificación del tesoro público,
con los honores de la milicia, si quería servir a los dioses inmortales. Añadió que no podía evitar de condenarlo al último
suplicio, si aún rehusaba adorar las estatuas de Cibeles, de Apolión y de Diana”. Habiendo rehusado los ofrecimientos que
se le hacían, Sinforiano fue condenado a muerte, sobre la valiente y serena actitud de su cristiana madre, dice la carta:
“Mientras lo conducían fuera de la ciudad, como una víctima al sacrificio, su madre, venerable tanto por su piedad como
por sus años, le gritó desde lo alto de las murallas: «Hijo mío, Sinforiano, mi hijo querido, acuérdate del Dios vivo, y ármate
de constancia. No hay que temer a la muerte que conduce a la vida; levanta tu corazón, mira al que reina en los cielos. Hoy
no te quitan la vida, te la cambian por una mejor. Hoy en cambio de una vida perecedera tú tendrás una vida perdurable»”.
Al terminar este admirable relato, preguntemos con James Orr: “Las otras religiones tienen sus mártires; ¿pero tienen
mártires como éstos?”.
La quinta persecución bajo Severo, el 192 d.C.
Severo, recuperado de una grave enfermedad por los cuidados de un cristiano, llegó a ser un gran favorecedor de los
cristianos en general; pero al prevalecer los prejuicios y la furia de la multitud ignorante, se pusieron en acción unas leyes
obsoletas contra los cristianos. El avance del cristianismo alarmaba a los paganos, y reavivaron la enmohecida calumnia de
achacar a los cristianos les desgracias accidentales que sobrevenían. Esta persecución se desencadenó en el 192 d.C. Pero
aunque rugía la malicia persecutoria, sin embargo el Evangelio resplandecía fulgurosamente; y firme como inexpugnable
roca resistía con éxito a los ataques de sus chillones enemigos. Tertuliano, que vivió en esta época, nos informa de que si los
cristianos se hubieran ido en masa de los territorios romanos, el imperio habría quedado despoblado en gran manera.
Víctor, obispo de Roma, sufrió el martirio en el primer año del siglo tercero, el 201 d.C. Leónidas, padre del célebre
Orígenes, fue decapitado por cristiano. Muchos de los oyentes de Orígenes también sufrieron el martirio; en particular dos
hermanos, llamados Plutarco y Sereno; otro Sereno, Herón y Heráclides, fueron decapitados. A Rhais le derramaron brea
hirviendo sobre la cabeza, y luego lo quemaron, como también su madre Marcela. Potainiena, hermana de Rhais, fue
ejecutada de la misma forma que Rhais; pero Basflides, oficial del ejército, a quien se le ordenó que asistiera a la ejecución,
se convirtió. Al pedírsele a Basílides, que era oficial, que hiciera un cierto juramento, rehusó, diciendo que no podría jurar
por los ídolos romanos, por cuanto era cristiano. Llenos de estupor, los del populacho no podían al principio creer lo que
oían; pero tan pronto él confirmó lo que había dicho, fue arrastrado ante el juez, echado en la cárcel, y poco después
decapitado.
Entre los mártires de esta persecución también se encuentra el ilustre Ireneo obispo de Lyon. El siglo segundo no ha
producido un cristiano más eminente que Ireneo. Su actividad misionera, su celo por la causa de la verdad, su talento de
escritor, sus admirables dotes pastorales y su martirio, le han hecho pasar a la posteridad rodeado de una aureola luminosa.
Nació en Asia Menor en el año 140, y tuvo el privilegio de ser discípulo de Policarpo, de cuyo martirio en Esmirna ya nos
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hemos ocupado. Toda su vida recordó Ireneo con gran satisfacción que había aprendido la doctrina cristiana de los labios de
aquellos que estuvieron en contacto inmediato con los apóstoles. Escribiendo a Florino, quien se había desencaminado de la
enseñanza que aprendiera en Esmirna, al mismo tiempo que él, le dice: “Estas doctrinas (las de Florino) no te las enseñaron
los ancianos que nos precedieron, y que estuvieron en trato con los apóstoles; porque siendo aún muchacho yo te vi en
compañía de Policarpo, en Asia Menor, porque tengo presente en mi memoria lo que pasaba entonces, mejor que lo que
pasa hoy. Lo que hemos oído en la niñez crece juntamente con el alma y se identifica con ella; a tal punto que puedo
describir el sitio donde el bienaventurado Policarpo se sentaba y hablaba; sus entradas y sus salidas; sus modales y su
fisonomía; sus discursos que dirigía a la congregación; cómo hablaba de sus relaciones con San Juan y con los otros que
vieron al Señor, sus milagros y sus enseñanzas. Cómo había recibido todo de los que fueron testigos oculares de su vida, lo
narraba de acuerdo con la Escritura. Estas cosas, por la virtud de la gracia de Dios, me impartió a mí, y yo las escuchaba
con ansiedad, y las escribí, no sobre papel, sino en mi corazón; y por la gracia de Dios, las recuerdo constantemente con
memoria fresca y despierta. Y puedo testificar delante de Dios, que si el bienaventurado presbítero apostólico hubiese oído
tales cosas, hubiera gritado, se hubiera tapado los oídos, y, conforme a su costumbre, hubiera dicho: « ¡Oh mi Dios! ¡A qué
tiempos me has traído, para tener que sufrir esto!», huyendo del lugar, donde sentado o en pie, hubiese oído tales palabras”.
Policarpo transmitió a Ireneo, su espíritu, su carácter, y sus costumbres. Siendo aún joven se estableció en Lyon,
donde pronto aparece actuando en calidad de anciano de la iglesia, la cual mostraba para con él gran aprecio y admiración.
Durante la persecución que asoló a las iglesias de Lyon y Viena, parece que se hallaba ausente, pero regresó pronto, y la
iglesia le eligió para ocupar el puesto que había dejado Potín, quien como hemos visto sufrió el martirio a edad muy
avanzada. Teniendo que pastorear a esa iglesia y a los grupos de cristianos que había cerca de Lyon, pudo revelarse como un
hábil y juicioso conductor del rebaño, haciendo frente a la lucha externa de la persecución, que aún continuaba, y a los
conflictos internos producidos por las doctrinas extrañas. El Oriente, que había mandado excelentes obreros cristianos a
Europa a sembrar la buena simiente del evangelio, también mandó enemigos que sembrasen la peligrosa cizaña. La doctrina
seguía sintiendo los duros ataques de la herejía. El gnosticismo había ganado mucho terreno. Sus fantásticas especulaciones
respondían muy bien al orgullo humano. Ireneo recordaba lo que había oído a Policarpo, y éste a Juan, acerca de estas
peligrosas tendencias. Los gnósticos procuraban hacer del cristianismo una cuestión científica más bien que religiosa.
Querían que la sabiduría reemplazase a la fe. Todo esto sonaba muy bien en los oídos carnales, pero en realidad el
gnosticismo no poseía la verdadera ciencia de la cual hacía tanto alarde. Argumentaban sobre el origen del pecado, mientras
los cristianos buscaban verse libres del pecado. Confundían el árbol de la ciencia con el árbol de la vida. Pero los cristianos,
digámoslo, no se oponían al estudio de estos problemas, sino a hacer consistir la religión en estas enseñanzas estériles,
descuidando la ciencia que nos hace sabios para la salvación. Ocurría entonces lo que ocurre ahora muchas veces con
personas mareadas por una ciencia falsa o superficial, que demuestran la más culpable negligencia en lo que afecta a los
problemas prácticos de la vida espiritual. Los montañistas también, dentro de lo mucho de bueno que enseñaban, habían
caído en errores y excesos un tanto peligrosos, llevando la espiritualidad a un terreno movedizo. Ireneo, a quien Pressensé
llama «un ardiente apóstol de la unidad eclesiástica», aspiraba a que todos los que invocaban el nombre de Cristo formasen
un solo redil. Hombre esencialmente moderado, procuraba conciliar las tendencias más opuestas. No se puede decir que lo
haya logrado, pero no deja de merecer un sincero aplauso por sus buenos deseos a este respecto. Por amor al orden fue
demasiado lejos en sus concesiones a la jerarquía, que ya empezaba a quererse implantar en el cristianismo.
En el año 180 escribió su famoso libro titulado Contra Herejías. Escribe con la habilidad de un griego y piensa con
la profundidad de un romano. Presenta a los propagandistas de ideas erróneas cubiertos con la careta de la ortodoxia,
entrando en las casas de los cristianos, usando todos los medios astutos para hacerlos mover de la simplicidad que es en
Cristo, apelando al orgullo humano, hablando de ciencia y de grandezas aparentes. Este libro refleja el alma de Ireneo. Fue
escrito en un estilo simple, pero varonil, y no con el objeto de alcanzar los aplausos de los labios, sino con el de presentar la
verdad cristiana en la forma por él interpretada. Su libro está libre de aquel espíritu de desprecio que suele verse con mucha
frecuencia en los libros de controversia. Creía en la sinceridad de sus adversarios, y si inevitablemente dice algo amargo, lo
compara a las medicinas de este gusto, que son desagradables al tomarlas, pero buenas para curar las enfermedades.
“Nosotros los amamos —decía— más de lo que ellos se aman a sí mismos. El amor que les tenemos es sincero, y sería un
bien para ellos responder a este amor… Por lo tanto, mientras multiplicamos nuestros esfuerzos para lograr que se
conviertan, no cesamos de extenderles una mano amigable”. En esos tiempos los cristianos no temían la discusión, y en lugar
de apelar, como más tarde, a la violencia y a las excomuniones, argumentaban bíblicamente y con serenidad para ganar las
almas de los que se hallaban extraviados y fuera de la verdadera doctrina. Según algunos historiadores, Ireneo sufrió el
martirio en el año 197, pero la antigüedad cristiana no ha dejado ningún detalle sobre las circunstancias y pormenores de su
muerte.
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Extendiéndose las persecuciones a África, muchos fueron martirizados en aquel lugar del globo; mencionaremos a
los más destacados entre ellos. Perpetua, de unos veintidós años, casada. Los que sufrieron con ella fueron Felicitas, una
mujer casada y ya en muy avanzado estado de gestación cuando fue arrestada, y Revocato, catecúmeno de Cartago, y un
esclavo. Los nombres de los otros presos destinados a sufrir en esta ocasión eran Saturnino, Secundulo y Satur. En el día
señalado para su ejecución fueron llevados al anfiteatro. A Satur, Secúndulo y Revocato les mandaron que corrieran entre los
cuidados de las fieras. Estos, dispuestos en dos hileras, los flagelaron severamente mientras corrían entre ellos. Felicitas y
Perpetua fueron desnudadas para echarlas a un toro bravo, que se lanzó primero contra Perpetua, dejándola inconsciente;
luego se abalanzó contra Felicitas, y la acornó terriblemente; pero no habían quedado muertas, por lo que el verdugo las
despachó con una espada. Revocato y Satur fueron devorados por las fieras; Saturnino fue decapitado, y Secúndulo murió en
la cárcel. Estas ejecuciones tuvieron lugar en el ocho de marzo del año 205. Esperato y otros doce fueron decapitados, lo
mismo que Androcles en Francia. Asclepiades, obispo de Antioquia, sufrió muchas torturas, pero no fue muerto. Cecilia, una
joven dama de una buena familia en Roma, fue casada con un caballero llamado Valeriano, y convirtió a su marido y
hermano, que fueron decapitados; el máximo, u oficial, que los llevó a la ejecución, fue convertido por ellos, y sufrió su
misma suerte. La dama fue echada desnuda en un baño hirviente, y permaneciendo allí un tiempo considerable, la decapitaron
con una espada. Esto sucedió el 222 d.C. Calixto, obispo de Roma, sufrió martirio el 224 d.C., pero no se registra la forma de
su muerte; Urbano, obispo de Roma, sufrió la misma suerte el 232 d.C.
Además de estos mártires, también tenemos a otro ilustre cristiano que si bien es cierto no sufrió el martirio, se
destacó entre todos ellos, su nombre fue Tertuliano. Nació en el año 160, siendo su padre un centurión del ejército romano.
Pertenecía, por lo tanto, a la clase mediana de la sociedad. En vista de sus dotes naturales de orador fogoso, sus padres lo
iniciaron en la carrera de las leyes, esperando verlo actuar de manera sobresaliente en las contiendas que se debatían en el
Foro. Llegó a ser poderoso en la lengua griega, pero su idioma, el idioma con el que iba a pelear mil batallas y escribir
numerosos volúmenes, fue el latín, que dominó y manejó cual ningún otro en su época. La vida pagana le arrastró en todas
las corrientes del vicio. El circo, el bajo teatro, y los mil placeres carnales que Cartago ofrecía, tuvieron en el joven pagano
un apasionado admirador y partícipe. No sabemos cómo tuvo lugar su conversión, pero parece que ésta fue repentina, y tal
vez producida por el espectáculo inspirador que le ofrecían los mártires que iban valiente y gozosamente al encuentro de la
muerte. Pero sabemos que se convirtió siendo hombre ya hecho, y cuando había probado la impotencia de los placeres
mundanales para satisfacer las necesidades del hombre. La crisis por la cual pasó tuvo necesariamente que ser violenta, para
que fuese vencida su impetuosa naturaleza carnal, y pudiese ser formado en él ese hombre nuevo que es creado conforme a
Dios en justicia y santidad de verdad. Pressensé al hablar de este cambio y de su carácter, dice: “Entró en la nueva carrera
con toda impetuosidad de su naturaleza, y desde el día que puso la mano al arado, en el campo regado con tanta sangre,
nunca lanzó una mirada hacia atrás. De las cosas que quedaron atrás, sólo pensó como de cosas malditas y se esforzó con
todo su poder hacia el blanco que estaba delante. Sin pesar ninguno, holló con sus pies toda cosa que se interponía entre él y
sus aspiraciones, ya fuese este obstáculo el paganismo con sus pompas y glorias, o ya las formas eclesiásticas de su tiempo,
cuando le parecía que dejaban de llenar su verdadero objeto. Siempre estaba listo para declarar que sólo las cosas
imposibles eran dignas de nuestros esfuerzos. Tuvo, por lo tanto, la porción que le toca a los espíritus ardientes y anhelosos,
nunca supo lo que era reposo; su mano estuvo siempre contra todos. Su vida fue una larga batalla, primeramente consigo
mismo, luego con toda influencia opuesta a sus ideas, o que en algo difería. Para él la moderación era imposible; iba a los
extremos tanto en el odio como en el amor, en lenguaje como en pensamiento; pero todo acto o palabra de su parte, era el
resultado de profundas convicciones, y estaban animados por lo que sólo puede dar vitalidad a los esfuerzos del espíritu
humano —un sincero ardor y pasión por la verdad. Aun los excesos de su vehemencia le dieron un elemento de poder,
porque empleaba a su servicio una elocuencia fogosa. Todo su carácter se resume en una palabra: pasión”. El historiador
católico Duchesne, al referirse a Tertuliano, dice: “Desde el año 197 se le halla con la pluma en la mano, exhortando a los
mártires, defendiendo la religión ante la opinión pagana y contra los rigores del procónsul. Desde sus primeros escritos se
revela esa retórica ardiente, esa verbosidad inagotable, este conocimiento profundo de su tiempo, esa familiaridad con los
hechos antiguos y los libros que los relatan, ese espíritu instigador y agresivo, que caracteriza toda su literatura”.
Se inició como escritor cristiano dirigiendo una carta animadora a los muchos hermanos que estaban presos y
esperando la hora del martirio. Parece que envidia la suerte de aquellos que sufrían por la buena causa, y expresa sus
profundos anhelos de llegar pronto al fin de su peregrinación terrestre. Este mundo corrompido no tiene para él ningún
encanto, a causa del reino tan manifiesto del pecado. Suspira por estar con el Señor, y verse libre de la atmósfera corrupta de
esta existencia. La prisión obscura que habitaban todos los mártires no podía ser peor que todo lo que se halla en medio de
una sociedad corrompida. El corazón del autor se ve en uno de los párrafos de esta carta, que dice así: “No tenéis los falsos
dioses ante vuestros ojos, no tenéis que pasar delante de sus estatuas; no tenéis que participar con vuestra presencia de las
fiestas de los paganos; estáis libres de tener que aspirar el incienso corrompido; vuestros oídos no se ofenden con los
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clamores que salen de los teatros, ni vuestras almas son irritadas por la crueldad, la locura y vileza de aquellos que toman
parte; vuestros ojos no se profanan por las escenas que se ven en esos refugios del vicio y de la prostitución”.
El lenguaje de Tertuliano demuestra el pesar e indignación que producían en su ánimo las escenas que tenía que
contemplar a cada paso en las calles y plazas de la gran ciudad africana. Los mismos o aún más profundos sentimientos
expresa cuando escribe su famoso tratado contra los espectáculos. Sus escritos son numerosos, extensos y variados. Escribió
con tal vitalidad, que aun cuando han desaparecido las causas que produjeron sus obras, éstas no han perdido del todo su
frescura, y diez y siete siglos que median entre nosotros y él, no han podido marchitar las flores de su jardín literario. No hay
cuestión teológica, especulativa, doctrinal y moral que él no haya tratado, ni error que no haya sentido la descarga de sus
terribles plumazos. Su Apología es más bien un desafío a los paganos. Defiende valientemente a sus hermanos perseguidos,
en el gran foro de este mundo, con todo el ardor que tiene el buen abogado cuando sabe que su causa es justa. Como él
mismo dice, no teme a ninguna de las dos cartas del dios Jano. “Crucificadnos, —escribe a los paganos— torturadnos, que
cuanto más nos segáis más crecemos. La sangre de cristianos es semilla de cristianos”. En aquellos días habían crecido
mucho las iglesias montañistas. Las ideas que sus adeptos profesaban, cuadraban tan bien con la manera de ser de Tertuliano,
que se ha dicho que si el montañismo no hubiera existido, Tertuliano lo habría fundado. No tardó en adherirse a este
movimiento, poniendo por completo su persona, sus facultades y su elocuencia al servicio de esta causa. Hay que entender
que los montañistas se habían apartado de los otros cristianos en señal de protesta contra el formalismo, clericalismo, y
decadencia espiritual que se empezaba a notar en muchas iglesias. Aspiraban a mantener la más completa pureza y fervor.
Daban énfasis al sacerdocio universal de los creyentes, y eran democráticos en el gobierno de las iglesias, en oposición a las
pretensiones del naciente episcopado. Se acusa a los montañistas de haber llevado a un extremo peligroso lo que ellos creían
ser la inspiración profética. Hombres y mujeres se levantaban en las asambleas, no sólo para predicar, sino para profetizar
acerca del futuro. El movimiento revestía todos los caracteres de los avivamientos; gran exaltación, mucho rigorismo,
terribles amenazas. Creían en la inminencia de la segunda venida del Señor; gloriosa esperanza que los otros cristianos
empezaban a perder. Tertuliano decía: “¡Oh qué espectáculo será la gloriosa y triunfante venida de Cristo, tan seguramente
prometida, y tan cercana! ¡Qué gozo el de los ángeles y qué gloria la de los santos resucitados! ¡Empezará su reino y se
levantará una nueva Jerusalén! Después vendrá la escena final —el amanecer del gran día del juicio y de la confusión de las
naciones que se burlaban y no esperaban aquel día que con llama devoradora destruirá el viejo mundo, con todas sus obras.
¡Oh glorioso espectáculo!”. Tertuliano fue siempre montañista en su espíritu. Para adherirse a ellos no tuvo que pasar por
ninguna crisis ni efectuar ningún cambio de ideas. Lo que le decidió a pronunciarse franca y abiertamente por ellos fue el
observar que eran calumniados y combatidos injustamente. Tertuliano murió en el año 220, legando al cristianismo el
ejemplo de su incansable actividad, de su fervor y sinceridad nunca desconocidos, de su amor a los perseguidos por causa de
la justicia; y sus magníficas obras literarias que perdurarán en el mundo como ricos modelos de la primitiva elocuencia
cristiana. El hacha de Juan Bautista nunca se le cayó de la mano, y constantemente la hizo caer firme y pesada sobre la raíz
del árbol carcomido de la idolatría.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar otro cristiano prominente que impacto el segundo siglo con su teología,
su nombre fue Clemente de Alejandría. Al parecer, Clemente era natural de Atenas, la ciudad que durante siglos había sido
famosa por sus filósofos. Sus padres eran paganos; pero el joven Clemente se convirtió de algún modo que desconocemos, y
se lanzó entonces en búsqueda de quien pudiese enseñarle más acerca del cristianismo. Tras viajar por buena parte del
Mediterráneo, encontró en Alejandría un maestro que le satisfizo. Este maestro era Panteno, de quien es poco lo que
sabemos. Pero en todo caso Clemente permaneció en Alejandría, y sucedió a Panteno a la muerte de su maestro. En el año
202, a causa de la persecución de Septimio Severo, Clemente se vio obligado a abandonar Alejandría, y anduvo por varias
regiones del Mediterráneo oriental —particularmente Siria y Asia Menor— hasta su muerte, que tuvo lugar alrededor del año
215. Alejandría, donde Clemente recibió su formación teológica y donde primero ejerció su magisterio, era el centro donde se
daban cita todas las diversas doctrinas que circulaban en esa época. Clemente no fue pastor como Ireneo, sino maestro, y
maestro de intelectuales. Por tanto, lo que él busca no fue tanto exponer la fe tradicional de la iglesia, ni guiar a todo el
rebaño de tal modo que evite caer en las redes de las herejías, sino más bien ayudar a quienes buscan las verdades más
profundas, y convencer a los intelectuales paganos de que el cristianismo no es después de todo la religión absurda que sus
enemigos pretenden. En su Exhortación a los paganos, Clemente da muestras de su método teológico al apelar a Platón y
otros filósofos. “Busco conocer a Dios, y no sólo las obras de Dios. ¿Quién me ayudará en mi búsqueda? … ¿Cómo
entonces, oh Platón, ha de buscarse a Dios?” El propósito de Clemente en este pasaje es mostrarles a sus lectores paganos
que buena parte de las doctrinas cristianas encuentra apoyo en las enseñanzas de Platón. De ese modo los paganos podrán
acercarse al cristianismo sin creer que se trata, como decían muchos, de una religión de gentes ignorantes y supersticiosas.
Pero la razón por la que Clemente apela a Platón no es sólo la conveniencia del argumento. Clemente está convencido de que
la verdad es una sola, y que por tanto cualquier verdad que Platón haya conocido no puede ser distinta de la verdad que se ha
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revelado en Jesucristo y en las Escrituras. Según él, la filosofía les ha sido dada a los griegos de igual modo que la ley les ha
sido dada a los judíos. Y tanto la filosofía como la Ley tienen el propósito de llevar a la verdad última, que nos ha sido
revelada en Jesucristo. Los filósofos son a los griegos lo que los profetas fueron a los judíos. Con los judíos Dios ha
establecido el pacto de la ley; y con los griegos, el de la filosofía. ¿Cómo entonces hemos de coordinar lo que nos dicen los
filósofos con lo que nos dicen las Escrituras? A simple vista, parece haber una enorme distancia entre ambos. Pero según
Clemente un estudio cuidadoso de las Escrituras nos llevará a las mismas verdades que los filósofos enseñaron. Esto se debe
a que todas las Escrituras están escritas en alegorías o, como dice Clemente, en parábolas. El texto sagrado tiene siempre más
de un sentido. El sentido literal no ha de despreciarse. Pero quien se queda en él es como el niño que se contenta con beber
leche, y nunca llega a ser adulto. Más allá del sentido literal se encuentran otros sentidos que el verdadero sabio ha de
descubrir. La relación entre la fe y la razón es muy estrecha, pues una no puede funcionar sin la otra. La razón siempre
construye sus argumentos sobre la base de ciertos principios que ella misma no puede demostrar, pero que acepta por fe. Para
el sabio, la fe ha de ser entonces el primer principio, el punto de partida, sobre el cual la razón ha de construir sus edificios.
Pero el cristiano que se queda en la fe, al igual que el que no va más allá del sentido literal de las Escrituras, es como el niño
de leche, que no puede crecer por falta de alimento sólido. Frente a tales personas, que se contentan con los rudimentos de la
fe, se encuentra el sabio o, como dice Clemente, el “verdadero gnóstico”. El sabio va más allá del sentido literal de las
Escrituras, y de los rudimentos de la fe. El propio Clemente concibe entonces su propia tarea, no como la del pastor que guía
a la grey, sino como la del “verdadero gnóstico” que dirige a otros de iguales inclinaciones. Naturalmente, esto tiende a
producir una teología de tipo elitista, y Clemente ha sido criticado frecuentemente por esa tendencia en su pensamiento. En
cuanto al contenido mismo de la teología de Clemente, hemos de decir poco. Aunque él piensa estar sencillamente
interpretando las Escrituras, su exégesis alegórica le hace posible encontrar en ellas ideas y doctrinas que vienen más bien de
la tradición platónica. Dios es el Uno Inefable, acerca del cual es imposible decir cosa alguna en sentido recto. Todo lo que
podemos decir de Dios consiste en negarle todo límite. Lo demás es lenguaje metafórico, que nos resulta útil porque no
tenemos otro, pero que sin embargo no describe a Dios. Este Uno Inefable se nos da a conocer en el Verbo, que les reveló a
los filósofos y a los profetas toda la verdad que supieron, y que últimamente se ha encarnado en Jesucristo. En todo esto,
Clemente sigue a Justino, y en cierta medida al filósofo judío alejandrino Filón. Por otra parte, la importancia de Clemente no
está en lo que haya dicho sobre tal o cual doctrina, sino en el modo en que su pensamiento es característico de todo un
ambiente y tradición que se forjaron en la ciudad de Alejandría, y que sería de gran importancia para el curso posterior de la
teología.