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Acerca de las clases

EXTENSIÓN DEL MOVIMIENTO VALDENSE. “Uno se formaría una idea muy errónea —dice Gay— de la
importancia de la separación valdense del siglo XII, si se la redujese a las dimensiones de una secta oscura trabajando en
una esfera limitada. ¡No! Fue más bien un poderoso movimiento que se extendió rápidamente y arrancó al papado
centenares de miles de fíeles en toda la Europa. Es así como se explican los temores del papado y las medidas extremas de

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represión que inventó para defenderse”. Los valdenses, animados de un santo celo misionero llegaron a España y se
establecieron especialmente en las provincias del Norte. El hecho de que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de
expulsarlos, demuestra que su número tenía que ser considerable. El clero era impotente para detener el avance, y alarmado,
pidió al papa Celestino III que tomase medidas en contra del movimiento. El papa entonces mandó un legado, en el año 1194,
quien convocó una asamblea de prelados y nobles, la cual se reunió en Lérida, asistiendo personalmente el mismo rey
Alfonso II. Allí se confirmaron los decretos papales contra los herejes, y se promulgó otro nuevo concebido en estos
términos: “Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la santa iglesia, enemigos declarados de
este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden,
cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos,
proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados
sin apelación, y será castigado como culpable del delito de perjudicada majestad… Además cualquier noble o plebeyo que
encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los persigue, no hará
con esto nada que no nos sea agradable”. Este terrible decreto fue renovado tres años después en el Concilio de Gerona, por
Pedro II, quien lo hizo firmar por todos los gobernadores y jueces del reino. Desde entonces la persecución se hizo sentir con
violencia, y en una sola ejecución, 114 valdenses fueron quemados vivos. Muchos, sin embargo, lograron esconderse y seguir
secretamente la obra de Dios en el reino de León, en Vizcaya, y en Cataluña. Eran muy estimados por el pueblo a causa de la
vida y costumbres austeras que llevaban, y hasta se menciona al obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de
Aragón, como protector decidido de los perseguidos valdenses. Pero Roma no descansaba en su funesta obra de hacer guerra
a los santos, y la persecución se renovaba constantemente, llegando a su más alto desarrollo allá por el año 1237, en el
vizcondado de Cerdeña y Castellón, y en el distrito de Urgel. Cuarenta y cinco de estos humildes siervos de la Palabra de
Dios fueron arrestados, y quince de ellos quemados vivos en la hoguera. El odio llegó a tal punto, que hicieron quemar en la
hoguera los cadáveres de muchos sospechosos de herejía, que habían fallecido en años anteriores, entre los que figuraban
Amoldo, vizconde de Castellón y Ernestina, condesa de Foix.
En Francia el movimiento era extenso y fuerte. En Tolosa, Beziers, Castres, Lavaur, Narbona y otras ciudades del
mediodía, tanto los nobles como los plebeyos, eran en su mayoría valdenses o albigenses. El papa Inocencio III alarmado,
empleó toda clase de medidas para sofocarlos y detener su avance por Europa. Los emisarios papales nada podían conseguir
ni con sus discusiones ni con sus amenazas. El mismo «santo» Domingo fue encargado por el papa de suprimir la herejía, y la
falta de éxito les llevó a proclamar la cruzada de la que hablamos en esta sección. En el Delfinado se establecieron los
valdenses al ser expulsados de Lyon, y en medio de constantes persecuciones supieron mantenerse unidos y proseguir
vigorosamente la obra de amor por la que exponían sus vidas y sus bienes. En Alsacia y Lorena, hubo desde el año 1200, tres
grandes centros de actividad misionera; en Toul, el obispo Eudes ordenaba a sus fieles a que prendiesen a todos los waldoys y
los trajesen encadenados ante el tribunal episcopal; en Metz, el barba (pastor) Crespín y sus numerosos hermanos confundían
al obispo Bertrán, quien en vano se esforzaba por suprimirlos; en Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre encendido
el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que hacía el barba Juan, el presbítero y más de 500 hermanos que
componían la iglesia mártir de esa ciudad. En Alemania, los valdenses sembraban la Palabra de norte a sur y de este a oeste.
Tres siglos después se hallaban los frutos de sus heroicos esfuerzos. En Bohemia, donde se supone que el mismo Pedro Valdo
terminó su gloriosa carrera, los resultados de las misiones fueron fecundos. A mediados del siglo XIII, los cristianos que
habían sacudido el yugo del papismo eran tan numerosos, que el inquisidor Passau nombraba cuarenta y dos localidades
ocupadas por los valdenses. En Austria era también muy activa la obra de propaganda, y a principios del siglo XIV, el
inquisidor Krens hacía quemar 130 valdenses. Se cree que el número de éstos en Austria no bajaba de 80, 000. En Italia los
valdenses estaban diseminados y bien establecidos en todas partes de la península. Tenían propiedades en los grandes centros
y un ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía los discípulos de Amoldo de Brescia se habían unido a
los pobres de Lyon, y bajo la dirección espiritual de Hugo Speroni mantenían viva la protesta contra la corrupción del
romanismo. En Milán poseían una escuela que era el centro de una gran actividad misionera. En Calabria se establecieron
muchos valdenses del Piamonte desde el año 1300, en las vastas posesiones de Fuscaldo, en Montalto, para cultivar la tierra,
y transformaron en un jardín esa región inculta, construyendo también algunas villas, como ser San Sixto y Guardia. Habían
conseguido cierta tolerancia, y se les permitía celebrar secretamente sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero.
En tres de los valles del Piamonte —Lucerna, Perusa y San Martín— los valdenses se establecieron en las primeras décadas
del siglo XIII. Los documentos históricos a que se puede recurrir actualmente no autorizan a sostener que los habitasen antes
de esta época, aunque muchos lo suponen. Es la región que ocupa el principal lugar en la historia de este pueblo, porque
mientras en otras partes fueron exterminados o perdieron su existencia como pueblo distinto, en los valles ya mencionados se
han conservado hasta nuestros días. Se supone que se establecieron en los valles después de la expulsión de Lyon.
Encontraron esa región muy poco habitada y al principio disfrutaron la relativa tranquilidad, pero en 1297 empezaron las
persecuciones que a pesar de ser crueles y constantes no lograron abatir ni dominar al ejército heroico que fue llamado «el
Israel de los Alpes» y que mantuvo el culto de Dios verdadero en aquellos días de densas tinieblas y groseras supersticiones.

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OTRAS ÓRDENES CATÓLICAS DE IMPORTANCIA EN

ESTA ÉPOCA

“He cumplido mi deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”.

San Francisco de Asís
n esta época surgieron algunas ordenes de frailes que tuvieron un protagonismo muy importante en la historia
de la iglesia de la edad media, particularmente la Orden de los Hermanos Menores fundada por San Francisco
de Asís, y la Orden de los Predicadores fundada por Santo Domingo. Aunque no podemos considerar esta
ordenes fuera de la influencia de la Iglesia Católica, tampoco podemos pasar por alto su protagonismo en este periodo
histórico.
San Francisco y la orden de los Hermanos Menores.
En sus orígenes, el movimiento franciscano fue muy semejante al de los valdenses. El propio Francisco pertenecía,
al igual que Valdo, a una familia de mercaderes. Su padre, Pietro Bernardone, pertenecía a la nueva clase que había surgido
poco antes gracias al comercio. Al igual que Valdo, Francisco pasó los primeros años de su vida en los intereses y ocupación
comunes a jóvenes de su clase social. Su verdadero nombre era Juan (Giovanni). Pero su madre era francesa, y los intereses
comerciales de su padre lo llevaron establecer contacto estrecho con Francia. Giovanni tenía alma de trovador, y por ello
aprendió la lengua del sur de Francia, cuyos trovadores eran famosos. A la postre se le conoció en Asís por el apodo de
“Francisco”, es decir, el pequeño francés. Ese apodo es el nombre por el que lo conocieron sus seguidores, y que él hizo
famoso. Francisco tenía más de veinte años cuando se produjo un cambio notable en su vida. Poco antes había regresado de
una expedición militar al sur de Italia. Ahora, tras haber sufrido varias enfermedades que casi le costaron la vida, solía
retirarse a una cueva, donde pasaba largas horas de meditación y de lucha consigo mismo. Un buen día, sus antiguos
compañeros de juego lo vieron en extremo feliz, como hacía tiempo que no lo veían. — ¿Por qué te alegras?— le
preguntaron. —Porque me he casado. — ¿Con quién? — ¡Con la señora Pobreza! Lo que había sucedido era que, tras larga
lucha, el joven Francisco había decidido seguir el camino que antes habían tomado Pedro Valdo y los muchos ermitaños y
ascetas que habían renunciado a las comodidades y honores del mundo. Cuando su padre le daba dinero, inmediatamente iba
y buscaba algún pobre a quien regalárselo. Sus vestimentas no eran más que unos viejos harapos. Si su familia le daba nuevas
ropas, éstas seguían el mismo camino que antes había tomado el dinero. En lugar de ocuparse de los negocios textiles de su
padre, Francisco pasaba el tiempo alabando las virtudes de la pobreza ante cualquier persona que quisiera escucharlo, o
reconstruyendo una capilla abandonada, o disfrutando de la belleza y armonía de naturaleza.
Su padre, exasperado, lo encerró en un sótano y apeló a las autoridades. Estas pusieron el caso a disposición del
obispo, quien por fin falló que, si Francisco no estaba dispuesto a usar mejor de los bienes de su familia, debía renunciar a
ellos. Esto era precisamente lo que nuestro joven quería. Renunciando a su herencia, dijo: “Escuchadme bien todos. Desde
ahora no quiero referirme más que a nuestro Padre que está en los cielos”. Acto seguido, para mostrar lo absoluto de su
decisión, se quitó las ropas que llevaba, se las devolvió a su padre, y partió desnudo. Tras dejar a su familia, Francisco
marchó al bosque. Allí lo asaltó una banda de ladrones, quienes al verlo vestido tan sólo con la túnica que un ayudante del
obispo le había echado encima, le preguntaron quién era. “Soy el heraldo del Gran Rey”, les contestó. Ellos, entre burlas y
risas lo golpearon y lo dejaron tirado en la nieve. Por algún tiempo, Francisco se dedicó a llevar la vida típica de un ermitaño.
Su única compañía eran los leprosos a quienes servía, y las criaturas del bosque, con quienes se dice que gustaba hablar.
Además, se dedicó a reconstruir la vieja iglesia llamada de la “Porciúncula”. A fines de febrero del 1209, el Evangelio del día
sacudió todo su ser: “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos,
resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en
vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su
alimento”, (Mateo 10:7–l0). Aquellas palabras le dieron un nuevo sentido de misión. Hasta entonces la preocupación
principal del monaquismo había sido la propia salvación, y los monjes huían de todo contacto con gente que pudieran
apartarlos de la contemplación religiosa. Pero el movimiento que Francisco fundó fue todo lo contrario. Él y sus seguidores
irían precisamente en busca de las ovejas perdidas. Su lugar de acción no estaría en monasterios apartados del bullicio del
mundo, sino en las ciudades cuya población aumentaba rápidamente, entre los enfermos, los pobres y despreciados. Para ello,
era necesario ser pobre. Y serlo con todo el gozo que da la seguridad de que Dios cuida de nosotros.
E

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Lo primero que Francisco hizo fue abandonar su retiro y regresar a Asís, donde se dedicó a predicar. Las burlas e
insultos no faltaron. Pero poco a poco se fue reuniendo en derredor de él un pequeño núcleo de seguidores cautivados por su
fe, su entusiasmo, su gozo y su sencillez. Por fin, acompañado de una docena de seguidores, decidió ir a Roma para solicitar
que el papa, a la sazón Inocencio III, lo autorizara a fundar una nueva orden. El encuentro entre Francisco e Inocencio debe
haber sido dramático. Inocencio era el papa más poderoso que la historia había conocido, a su disposición estaban las coronas
de los reyes y los destinos de las naciones. Frente a él, el Pobrecillo de Asís, a quien poco importaban intrigas de la época, y
cuya única razón para querer conocer al emperador era pedirle que promulgara una ley prohibiendo la caza de “mis hermanas
las avecillas”. El uno altivo; harapiento el otro. El Papa confiado de su poder; el Santo, del poder de Señor. Se cuenta que el
Pontífice recibió al Pobrecillo con impaciencia. —Vestido como estás, más pareces cerdo que ser humano— dijo, —Vete a
vivir con tus hermanos. Francisco se inclinó y salió en busca de una pocilga. Allí pasó algún tiempo entre los puercos,
revolcándose en el lodo. Después regresó adonde el Papa. Con toda humildad se inclinó de nuevo y le dijo: —Señor, he
hecho lo que tú me mandaste. Ahora te ruego hagas lo que yo te pido. De haberse tratado de otro papa, la entrevista habría
terminado allí mismo. Pero parte del genio de Inocencio estaba precisamente en saber medir el valor de las personas, y unir
los elementos más dispares bajo su dirección. En aquel momento el franciscanismo naciente estuvo en la balanza, como una
generación antes lo había estado el movimiento de los valdenses. Pero Inocencio fue más sabio que su predecesor, y a partir
de entonces la iglesia contó con uno de sus más poderosos instrumentos. De regreso a Asís con la sanción del Papa, Francisco
continuó su predicación. Pero el movimiento no se detendría allí. Pronto fueron muchos los que pidieron ingreso a la orden.
Por todas partes de Italia y Francia, y después por toda Europa, los “hermanos menores” —que así se llamaban los frailes de
Francisco— se dieron a conocer. A través de su hermana espiritual Santa Clara, Francisco fundó una orden de mujeres,
generalmente conocida como las “clarisas”. Aquellos primeros franciscanos estaban imbuidos del espíritu de su fundador.
Iban por todas partes cantando, recibiendo vituperios, gozosos, y predicando y mostrando una sencillez de vida admirable.
Francisco temía que el éxito del movimiento se volviera su ruina. Los franciscanos eran respetados, y existía siempre la
tendencia a colocarlos en posiciones tales que flaqueara la humildad. Por ello, el fundador hizo todo lo posible por inculcarles
a sus seguidores el espíritu de pobreza y de santidad. Se cuenta que cuando un novicio le preguntó si no era lícito poseer un
salterio, el santo le contestó: “Cuando tengas un salterio, querrás tener también un brevario. Y cuando tengas un brevario te
encaramarás al púlpito como un prelado”. En otra ocasión, uno de los hermanos regresó gozoso, y le mostró a Francisco una
moneda de oro que alguien le había dado. El santo lo obligó a tomar la moneda entre los dientes, y enterrarla en un montón
de estiércol, diciéndole que ese era lugar que le correspondía al oro. Preocupado por las tentaciones que su éxito colocaba
ante su orden, Francisco hizo un testamento en el que les prohibía a sus seguidores poseer cosa alguna, y les prohibía también
buscar cualquier mitigación de la Regla, aunque fuese por parte del papa. En el capítulo general de la orden del 1220, dio una
prueba final de humildad. Renunció a la dirección de la orden, y se arrodilló en obediencia ante su sucesor. Por fin, el 3 de
octubre del 1226, murió en su amada iglesia de la Porciúncula. Se dice que sus últimas palabras fueron: “He cumplido mi
deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”.

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