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EL CONCILIO DE NICEA

“Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo,
el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios;
engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre..”

Credo Niceno
a controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea, convocado por Constantino. Vamos a
ocuparnos de esta controversia para luego ocuparnos del concilio mismo. Desde mucho antes de esta época,
se nota entre los doctores cristianos una fuerte tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter
especulativo más bien que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se desprenden de esta doctrina, era el asunto
predilecto de muchos de los escritores y pensadores cristianos. La religión empezaba a ser para ellos una cuestión filosófica,
y dejaba de ser una cuestión de vida y poder. La energía que antes se había empleado en evangelizar al mundo y fortificar la
fe de los creyentes, se empleaba ahora en largas e interminables discusiones sobre temas insondables. Arrio era un presbítero
que estaba al frente de una de las iglesias de Alejandría. Ha sido descripto como un hombre alto, fogoso, imponente, docto,
incansable y muy dado a discusiones. Ejercía mucha influencia sobre el pueblo que le rodeaba. Empezó a predicar que Cristo
había sido creado por el Padre antes que toda otra criatura; que no era eterno; que había tenido principio, y que, por lo tanto,
no podía ser mirado como igual a Dios. Su objeto no era en ningún modo aminorar la gloria de Cristo, sino dar énfasis al
monoteísmo. “Tenemos que suponer —decía Arrio— dos esencias divinas originales y sin principio, e independientes una de
otra; tenemos que suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no tenemos que temer declarar que el Logos (el Verbo)
tuvo un principio de existencia y que hubo un momento cuando no existió”. La doctrina de Arrio estaba en contradicción con
las enseñanzas del prólogo del Evangelio según San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que “en el principio era
con Dios”. Era la negación de todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la divinidad de Cristo.
La forma atrayente como Arrio presentaba sus ideas, y la incuestionable sinceridad que le animaba, contribuía no
poco a que muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no creyéndola en nada peligrosa a la sana doctrina. Alejandro, el
obispo de Alejandría, permanecía silencioso, tal vez estudiando el asunto y pensando en qué actitud debía asumir. Por fin
resolvió pronunciarse en contra de Arrio. Alejandro acostumbraba celebrar conferencias teológicas con las personas que
componían el clero de su diócesis, y en una de éstas expuso sus ideas condenando abiertamente las de Arrio. Más tarde, en el
año 321, cuando se celebraba un sínodo al que acudían todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y lo excluyó
de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su partido era ya numeroso, y la oposición oficial de
Alejandro sólo lograría hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que efectuaba por medio de cartas y trabajos
personales. Consiguió interesar en su causa a muchos cristianos influyentes. En Nicomedia logró que el obispo Eusebio se
pronunciase en su favor. La herejía naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que todas las iglesias de Egipto y de
Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En todos los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la división.
Alejandro escribía a todos los obispos cartas circulares en las que presentaba las doctrinas de Arrio como anticristianas y
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heréticas. Muchos tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos. Estos crearon lo que más tarde se
llamó el semi-arrianismo. Constantino, acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de la completa
unidad temía que esta división trajese grandes males a la causa cristiana y resolvió emplear su influencia para que la
controversia cesara. No entendía, ni quería entender lo que para su mente era sólo una cuestión de palabras. Su primer paso
para apaciguar la tormenta consistió en escribir una carta a Alejandro y otra a Arrio. “Devolvedme —les dice— mis días
quietos y mis noches tranquilas. Dadme gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en paz, mientras el pueblo de Dios
de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable y pernicioso espíritu de contienda?”. A fin de que sus esfuerzos
resultasen más eficaces, mandó la carta por medio de Osio, obispo de Córdoba, célebre ciudad española, quien personalmente
debía expresarles los deseos del emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la contienda. Sus buenos deseos no
dieron ningún resultado. La lucha continuaba cada día más agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra posible.
Constantino entonces pensó que la reunión de un concilio general podría poner fin a este mal. En junio del año 325 se reunió
el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con gran
pompa para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de la casa imperial fueron puestos a disposición de los
obispos, que llegaban de todas partes y especialmente de Oriente. Del Occidente sólo llegaron en muy limitado número. En la
asamblea tomaron asiento trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran ancianos venerables que habían sufrido bajo la
persecución de Diocleciano. Al entrar Constantino en la sala de sesiones, todos se pusieron en pie, pero él no tomó asiento
hasta que los obispos le hicieron indicación en este sentido, para dar a entender que no pretendía ocupar oficialmente un lugar
en la asamblea. Arrio estaba presente para defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más tarde célebre Atanasio,
“pequeño de estatura —dice Gregorio Nacianceno— pero su rostro radiante de inteligencia, como el rostro de un ángel”.
Ni Arrio, que era presbítero ni Atanasio que era diácono estaban allí como miembros del Concilio, pero a ambos se les
concedió la palabra, sin voto. Los debates duraron dos meses perdiendo terreno cada día el arrianismo. Eusebio de Cesárea, el
padre de la Historia Eclesiástica, con un grupo pequeño formaban el partido moderado, que junto con Constantino procuraba
la reconciliación. El arrianismo fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por casi la totalidad: “Creemos en
un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de
Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios;
engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas que están en los
cielos y en la tierra; quien por nosotros los hombres, y para nuestra salvación descendió de los cielos, se encarnó, se hizo
hombre, sufrió, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el
Espíritu Santo”. Después de mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo la siguiente cláusula
disciplinaria, como más enérgica condenación del arrianismo: “A los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió, y
que no era antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o que el Hijo de Dios es creado, que es mutable o sujeto a
cambio, la iglesia católica los anatematiza”. Sólo cinco obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos
consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.

LA VIDA MONÁSTICA

“Los monjes que se apartan de sus celdas, o buscan la compañía de las gentes, pierden la paz, como el pez pierde la vida
fuera del agua”.

Antonio el Ermitaño
a corrupción de las iglesias y decadencia espiritual que caracteriza a este período, alarmó a muchas almas
sinceras, que buscaron en el retiro y soledad un asilo donde poder vivir en contacto íntimo con Dios y
ocupados completamente en el desarrollo de la vida interior. La intención que animaba a los primeros
ermitaños era buena, pero completamente extraviada. Olvidaban que los cristianos tienen que ser la luz del mundo y la sal de
la tierra; que Cristo oró para que los suyos fuesen librados del mal pero no quitados del mundo; y que los cristianos del
tiempo apostólico, nunca pensaron en el retiro y soledad, sino en lidiar como buenos soldados en el campo de batalla de este
mundo corrompido. El origen del monaquismo lo hallamos en la persona y obra de Antonio, quien nació en el año 251, en la
ciudad de Heptanome, en los confines de la Tebaida. Era hijo de una familia rica y respetable, en el seno de la cual recibió su
primera educación religiosa. Sus estudios fueron rudimentarios, y nunca llegó a iniciarse en las lenguas griega y latina, que
eran en aquel entonces la prueba de que uno había recibido alguna instrucción. Desde su juventud mostró una fuerte
tendencia a la vida contemplativa, evitando siempre el trato con los muchachos turbulentos. Las cosas del mundo no le
interesaban, pero un profundo espíritu religioso, y una gran ansiedad por las cosas divinas determinaban todos los actos de su
vida. Era infaltable a las reuniones religiosas, y lo que él mismo leía en la Biblia y lo que oía leer en las reuniones, quedaba
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impreso en su memoria y corazón. Hay autores que aseguran que sabía toda la Biblia de memoria. Cuando tenía unos veinte
años quedó huérfano, quedando a su cargo una hermana mayor y los demás intereses de la casa. Un día, mientras se dirigía a
la iglesia, su vivida imaginación le pintó el contraste que existía entre los verdaderos cristianos de las iglesias apostólicas,
que vivían en amor y en comunidad, y los pretendidos cristianos de sus días, afanados puramente en cosas materiales.
Preocupado con estos pensamientos entró en la iglesia donde oyó leer la siguiente porción del Evangelio: “Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; ven y sígueme”. Antonio creyó oír en
estas palabras un mandamiento de Dios, dirigido a él mismo, ordenándole vender todos sus bienes y repartirlos a los pobres.
Empezó por repartir su dinero y muebles entre los más necesitados de la aldea, y sus tierras las distribuyó también,
quedándose sólo con lo necesario para atender las necesidades de su hermana, pero más tarde repartió aun esta parte, al leer
en el Evangelio que no hay que afanarse por las necesidades del mañana. Dejando a su hermana bajo el cuidado de unas
mujeres piadosas, una especie de monjas que vivían asociadas, se retiró a la soledad y empezó a vivir bajo el más rígido
ascetismo. Se sostenía a sí mismo trabajando con sus propias manos, y lo que le sobraba lo daba a los pobres.
En el género de vida que adoptó cayó en el error de creer una virtud el ahogar los sentimientos naturales que Dios ha
puesto en el hombre. Cada vez que se acordaba de su hermana o de otros deberes domésticos creía que era el tentador que
procuraba hacerlo caer; y los más puros y sanos impulsos del corazón los atribuía a malos espíritus con los cuales se creía
constantemente en guerra. Cada día iba alejándose más y más de los centros de población, hasta que se retiró a una lejana
región montañosa, donde habitó veinte años entre las ruinas de un viejo castillo. Su fama de gran asceta fue extendiéndose, y
por todo el Egipto se contaban acerca de él las cosas más extrañas. Todos lo buscaban pidiendo sus consejos, y finalmente
consintió en ser el director espiritual de muchos que querían imitarle en el género de vida que había adoptado. Entre éstos
hubo no pocos que estaban cansados de un cristianismo que sólo servía para alimentar discusiones teológicas. El Egipto se
llenó de estos ermitaños, quienes al asociarse constituyeron las primeras órdenes monásticas, que pronto fueron
extendiéndose por todos los países del Oriente. Antonio era el héroe entre ellos. A él acudían de todas partes para someterle
sus pleitos y dificultades. Creyó que esta fama lo conduciría al orgullo y se retiró a una región aún más apartada donde nadie
le conocía. Se dedicaba a la agricultura y a la fabricación de canastas que cambiaba por alimentos. Cuando se descubrió su
paradero volvió a verse rodeado de admiradores. En el año 311, bajo la persecución de Maximino, apareció en Alejandría, no
buscando el martirio, sino para animar a los que tenían que sufrir. Cumplida su misión, sin ser molestado por los
perseguidores, se retiró de nuevo a los desiertos. En el año 352, cuando tenía ya más de cien años de edad, volvió a
Alejandría. Todos los habitantes, y aun los sacerdotes paganos, procuraban ver al hombre de Dios. Los enfermos buscaban
tocar el borde de su vestido esperando ser curador milagrosamente. Regresó de nuevo entre los monjes donde pasó los
últimos años, encargando que su cuerpo fuese escondido para que no llegase a ser objeto de superstición.
Los primeros monjes del desierto.
Influenciados por el ejemplo de ermitaños como Antonio, por las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios 7 donde
dice que si alguien puede quedarse soltero que lo haga, ya que el soltero se dedica más a las cosas del Señor, y por algunas
filosofías estoicas que sostenía que el cuerpo era la prisión o el sepulcro del alma, y que ésta no podía ser verdaderamente
libre mientras el cuerpo no se sometiera a las más rigurosas limitaciones y disciplinas, el monaquismo comenzó a propagarse.
Justo L. González en su obra “Historia del Cristianismo” nos relata los orígenes de las primeras personas que adoptaron este
tipo de vida solitaria: “Aunque los orígenes del monaquismo cristiano se encuentran en diversas partes del Imperio Romano,
no cabe duda de que el desierto —y particularmente el desierto de Egipto— fue tierra fértil para este movimiento, hasta tal
punto que durante todo el siglo IV el desierto parece ser el lugar monástico por excelencia. La palabra misma, “monje”,
viene del término griego monakós, que quiere decir “solitario”. Uno de los principales móviles de los primeros monjes fue
vivir solos, apartados de la sociedad, su bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”, por el que pronto se les conoció,
quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para tales personas, el desierto representaba un atractivo único. No se trataba
naturalmente de vivir en las arenas del desierto, sino de encontrar un lugar solitario —quizá un oasis, un valle entre
montañas poco habitadas, o un antiguo cementerio— donde vivir alejado del resto del mundo. No es posible decir a ciencia
cierta quién fue el primer monje —o monja— del desierto. Los dos nombres que se disputan ese título, Pablo y Antonio,
deben su fama sencillamente al hecho de que dos grandes autores cristianos — Jerónimo y Atanasio respectivamente—
escribieron sus vidas, dando a entender cada uno que el protagonista de su obra era el fundador del monaquismo egipcio.
Pero la verdad es que es imposible saber —y que nadie supo nunca— quién fue el primer monje del desierto. El monaquismo
no fue invención de algún individuo, sino que fue más bien un éxodo en masa, un contagio inaudito, que parece haber
afectado al mismo tiempo a millares de personas”.

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