CAÍDA DE CONSTANTINOPLA
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“Los historiadores fijan la caída de Constantinopla, en 1453, como el punto de la división entre los tiempos medievales y
modernos. El Imperio Griego nunca se recobró de la conquista de los cruzados en 1204”.
Jesse Lyman Hurlbut
a caída de Constantinopla da inicio al fin de la Edad Media. Al ser tomada Constantinopla el comercio y el
enlace cultural entre Asia y Europa se ve cortada, dando inicio a escasez de muchos productos necesarios.
Con esto da origen a la búsqueda de nuevas rutas comerciales, ocasionando así el descubrimiento de América
y dando inicio a la Edad Moderna. Mientras el Imperio Bizantino entro en plena decadencia, comenzó a formarse en el Asia
Menor un nuevo imperio conocido como el Imperio de los Turcos los cuales estaban emparentados con los mongoles del
Turquestán y eran gobernados por sultanes. En el año 1296 surgieron los Otomanos los cuales eran turcos que se habían
separado de otras tribus de Turkestán al mando de su caudillo Otmán u Osmán, estos avanzaron conquistando varias
provincias y al final en el año 1453 Constantinopla cayó bajo el ataque del ejército turco comandado por Mohamed II. De
esto Jesse Lyman Hurlbut nos comenta: “En solo día el templo de Santa Sofía se transformó en una mezquita y
Constantinopla fue hasta 1920 la ciudad de los sultanes y la capital Imperio Turco. En 1923, declararon Ankara capital de
Turquía. La Iglesia Griega continúa con su patriarca, despojado de todo menos de su autoridad eclesiástica, con residencia
en Constantinopla (Estambul). Con la caída de Constantinopla en 1453, termina el período de la iglesia medieval”.
Camino hacia
la Reforma
“Una iglesia que devasta, que ampara a
prostitutas, mozalbetes licenciosos y ladrones, y
en cambio persigue a los buenos y perturba la
vida cristiana no está impulsada por la religión
sino por el diablo, al que no solo se le puede,
sino que se le debe hacer frente”.
Girolamo Savonarola
“Pero a vosotros y a los demás que están en Tiatira, a cuantos no tienen esa doctrina, y no han conocido lo que ellos llaman
las profundidades de Satanás, yo os digo: No os impondré otra carga; pero lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga”.
Apocalipsis 2:24-25
INTRODUCCIÓN
a Edad Media está por terminar y una densa capa de oscuridad se había extendido por todo el mundo, reinaba
la anarquía religiosa, reyes y príncipes gobernaban bajo el dominio supersticioso de la Iglesia Católica y los
pocos que se atrevían a desafiarla eran condenados a persecución y muerte en manos de los verdugos de la
Santa Inquisición. Sin embargo, en este mundo de oscuridad la luz del evangelio no se apagó, sino aun en los últimos años de
este periodo Dios levanto hombres que no toleraron estas doctrinas heréticas y retuvieron la verdad hasta el fin de sus días
siendo así los albores de un movimiento que transformaría el mundo completamente. Denominamos con el nombre de
Camino hacia la Reforma al periodo de tiempo de la historia eclesiástica que abarca los últimos 200 años de la Edad
Media que pusieron los primeros cimientos para la Reforma protestante. Si bien este periodo aun pertenece a la Iglesia de
la Edad Media, vale la pena hacer un paréntesis dentro de este periodo, espacialmente por aquellos hombres que pusieron los
fundamentos y principios para iniciar el periodo de la gran Reforma protestante que cambio completamente la historia de la
humanidad y dio un golpe fatal al reino de confusión que Satanás había establecido. Veremos en este periodo de no más de
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200 años las vidas destacadas de tres hombres que desafiaron la tiranía religiosa de su tiempo y se atrevieron a proclamar el
verdadero mensaje del evangelio de Jesucristo.
JUAN WYCLIFF LA ESTRELLA MATUTINA DE LA
REFORMA
“Se me ha acusado de esconder, bajo una máscara de santidad, la hipocresía, el odio y el rencor. Me temo, y con dolor
confieso, que tal cosa me ha acaecido con harta frecuencia”.
Juan Wyclif
ste célebre reformador, llamado «La Estrella Matutina de la Reforma», nació alrededor del año 1324, durante
el reinado de Eduardo II. De su familia no tenemos información cierta. Sus padres lo designaron para la
Iglesia, y lo enviaron a Queen’s College, en Oxford, que había sido fundado por entonces por Robert
Eaglesfield, confesor de la Reina Felipa. Pero al no ver las ventajas para el estudio que esperaba en aquel establecimiento
nuevo, pasó al Merton College, que era entonces considerado como una de las instituciones más eruditas de Europa. Lo
primero que lo hizo destacar en público fue su defensa de la universidad contra los frailes mendicantes que, para este tiempo,
desde su establecimiento en Oxford en 1230, habían sido unos vecinos enojosos para la universidad. Se fomentaban de
continuo las pendencias; los frailes apelaban al Papa, y los académicos a la autoridad civil; a veces prevalecía un partido, a
veces el otro. Los frailes llegaron a encariñarse mucho con el concepto de que Cristo era un mendigo común; que sus
discípulos también lo fueron; y que la mendicidad era una institución evangélica. Esta doctrina la predicaban desde los
púlpitos y en los lugares donde tuvieran acceso. Wycliff había menospreciado durante mucho tiempo a estos frailes por la
pereza con que se desenvolvían, y ahora tenía una buena oportunidad para denunciarlos. Publicó un tratado en contra de la
mendicidad de personas capaces, y demostró que no sólo eran un insulto a la religión, sino también a la sociedad humana. La
universidad comenzó a considerarlo como uno de sus principales campeones, y pronto fue ascendido a maestro de Baliol
College.
Juan Wycliff
Alrededor de este tiempo, el arzobispo Islip fundó Canterbury Hall, en Oxford, donde estableció a un rector y once
académicos. Y fue Wycliff el escogido por el arzobispo para el rectorado, pero al morir éste, su sucesor Stephen Langham,
obispo de Ely, lo depuso. Como en esto hubo una flagrante injusticia, Wycliff apeló al Papa, que posteriormente dio
sentencia en su contra por la siguiente causa: Eduardo III, que era rey de Inglaterra, había retirado el tributo que desde el
tiempo del Rey Juan se había pagado al Papa. El Papa amenazó; Eduardo entonces convocó un Parlamento. El Parlamento
resolvió que el Rey Juan había cometido un acto ilegal, y entregado los derechos de la nación, y aconsejó al rey a que no se
sometiera, fueran cuales fueran las consecuencias. El clero comenzó ahora a escribir en favor del Papa, y un erudito monje
publicó un animoso y plausible tratado, que tenía muchos defensores. Wycliff, irritado al ver una causa tan mala tan bien
defendida, se opuso al monje, y ello de forma tan magistral, que ya no se consideraron sus argumentos como irrefutables. De
inmediato perdió su causa en Roma, y nadie abrigaba ninguna duda de que era su oposición al Papa en un momento tan
crítico la causa verdadera de que no se le hiciera justicia en Roma. Wycliff fue después escogido a la cátedra de teología, y
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ahora quedó plenamente convencido de los errores de la Iglesia de Roma y de la vileza de sus agentes monásticos, y decidió
denunciarlos. En conferencias públicas fustigaba sus vicios y se oponía a sus insensateces. Expuso una variedad de abusos
cubiertos por las tinieblas de la superstición. Al principio comenzó a deshacer los prejuicios del vulgo, y siguió con lentos
avances; junto a las disquisiciones metafísicas de la época mezcló opiniones teológicas aparentemente novedosas. Las
usurpaciones de la corte de Roma eran un tema favorito suyo. Acerca de éstas se extendía con toda la agudeza de su
argumento, unidas con su razonamiento lógico. Esto pronto hizo clamar al clero, que, por medio del arzobispo de Canterbury,
le privaron de su cargo. Para este tiempo, la administración de interior estaba a cargo del duque de Lancaster, bien conocido
por el nombre de Juan de Gaunt. Este príncipe tenía unos conceptos religiosos muy libres, y estaba enemistado con el clero.
Habiendo llegado a ser muy gravosas las exacciones de la corte de Roma, decidió enviar al obispo de Bangor y a Wycliff
para que protestaran contra tales abusos, y se acordó que el Papa ya no podía disponer de ningunos beneficios pertenecientes
a la Iglesia de Inglaterra. En esta embajada, la observadora mente de Wycliff penetró en los entresijos de la constitución y
política de Roma, y volvió más decidido que nunca a denunciar su avaricia y ambición.
Habiendo recuperado su anterior situación, comenzó a denunciar al Papa en sus conferencias sus usurpaciones, su
pretendida infalibilidad, su soberbia, su avaricia y su tiranía. Fue el primero en llamar Anticristo al Papa. Del Papa pasaba a
la pompa, el lujo y las tramas de los obispos, y los contrastaba con la sencillez de los primeros obispos. Sus supersticiones y
engaños eran temas que presentaba con energía de mente y con precisión lógica. Gracias al patronazgo del duque de
Lancaster, Wycliff recibió un buen puesto, pero tan pronto estuvo instalado en su parroquia que sus enemigos y los obispos
comenzaron a hostigarle con renovado vigor. El duque de Lancaster fue su amigo durante esta persecución, y por medio de su
presencia y la de Lord Percy, conde mariscal de Inglaterra, predominó de tal manera en el juicio que todo acabó de manera
desordenada. Después de la muerte de Eduardo III le sucedió su nieto Ricardo II, con sólo once años. Al no conseguir el
duque de Lancaster ser el único regente, como esperaba, comenzó su poder a declinar, y los enemigos de Wycliff,
aprovechándose de esta circunstancia, renovaron sus artículos de acusación en su contra. Consiguientemente, el Papa
despachó cinco bulas al rey y a ciertos obispos, pero la regencia y el pueblo manifestaron un espíritu de menosprecio ante la
altanera manera de proceder del pontífice, y necesitando este dinero para entonces oponerse a una inminente invasión de los
franceses, propusieron aplicar una gran suma de dinero, recogida para el Papa, para este propósito. Sin embargo, esta cuestión
fue sometida a la decisión de Wycliff. Sin embargo, los obispos, que apoyaban la autoridad del Papa, insistían en someter a
Wycliff a juicio, y estaba ya sufriendo interrogatorios en Lambeth cuando, por causa de la conducta amotinada del pueblo
fuera, y atemorizados por la orden de Sir Lewis Clifford, un caballero de la corte, en el sentido de que no debían decidirse por
ninguna sentencia definitiva, terminaron todo el asunto con una prohibición a Wycliff de predicar aquellas doctrinas que
fueran repugnantes para el Papa; pero el reformador la ignoró, pues yendo descalzo de lugar en lugar, y en una larga túnica de
tejido basto, predicaba más vehemente que nunca. En el año 1378 surgió una contienda entre dos Papas, Urbano VI y
Clemente VII, acerca de cuál era el Papa legítimo, el verdadero vicario de Cristo. Este fue un período favorable para el
ejercicio de los talentos de Wycliff: pronto produjo un tratado contra el papado, que fue leído de buena gana por toda clase de
gente. Para el final de aquel año, Wycliff cayó enfermo de una fuerte dolencia, que se temía pudiera resultar fatal. Los frailes
mendicantes, acompañados por cuatro de los más eminentes ciudadanos de Oxford, consiguieron ser admitidos a su
dormitorio, y le rogaron que se retractara, por amor de su alma, de las injusticias que había dicho acerca del orden de ellos.
Wycliff, sorprendido ante éste solemne mensaje, se recostó en su cama, y con un rostro severo dijo: “No moriré, sino que
viviré para denunciar las maldades de los frailes”. Cuando Wycliff se recuperó se dedicó a una tarea sumamente
importante: la traducción de la Biblia al inglés. Antes de la aparición de esta obra, publicó un tratado, en el que exponía la
necesidad de la misma. El celo de los obispos por suprimir las Escrituras impulsó enormemente su venta, y los que no podían
procurarse una copia se hacían transcripciones de Evangelios o Epístolas determinadas. Posteriormente, cuando los lolardos
(se cree que fue un grupo de enseñaba las doctrinas de Wycliff, un término despectivo que sus enemigos les aplicaron, y que
se deriva de una palabra holandesa que quiere decir “murmuradores) fueron aumentando en número, y se encendieren las
hogueras, se hizo costumbre atar al cuello del hereje condenado aquellos fragmentos de las Escrituras que se encontraran en
su posesión, y que generalmente seguían su suerte. Inmediatamente después de esto, Wycliff se aventuró un paso más, y
atacó la doctrina de la transubstanciación. Esta extraña opinión fue inventada por Paschade Radbert, y enunciada con un
asombroso atrevimiento. Wycliff, en su lectura ante la Universidad de Oxford en 1381 atacó esta doctrina, y publicó un
tratado acerca de ella. El doctor Barton, que era en aquel tiempo vicecanciller de Oxford, convocó a las cabezas de la
universidad, condenó las doctrinas de Wycliff como heréticas, y amenazó a su autor con la excomunión. Wycliff al no
conseguir ningún apoyo del duque de Lancaster, y llamado a comparecer ante su anterior adversario, William Courteney,
ahora arzobispo de Canterbury se refugió bajo el alegato de que él, como miembro de la universidad, estaba fuera de la
jurisdicción episcopal. Este alegato le fue admitido, por cuanto la universidad estaba decidida a defender a su miembro.
El tribunal se reunió en el día señalado, al menos para juzgar sus opiniones, y algunas fueron condenadas como
erróneas, y otras como heréticas. La publicación acerca de esta cuestión fue inmediatamente contestada por Wycliff, que
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había venido a ser el blanco de la decidida inquina del arzobispo. El rey, a petición del obispo, concedió una licencia para
encarcelar al maestro de herejía, pero los comunes hicieron que el rey revocara esta acción como ilegal. Sin embargo, el
primado obtuvo cartas del rey ordenando a la Universidad de Oxford que investigara todas las herejías y los libros que
Wycliff había publicado; como consecuencia de esta orden hubo un tumulto en la universidad. Se supone que Wycliff se
retiró de la tormenta a un lugar oscuro del reino. Pero las semillas habían sido sembradas, y las opiniones de Wycliff estaban
tan difundidas que se dice que, si uno veía a dos personas en un camino, podía estar seguro de que una era un lolardo.
Durante este período prosiguieron las disputas entre los dos papas. Urbano publicó una bula en la que llamaba a todos los que
tuvieran consideración alguna por la religión a que se esforzaran en su causa, y a que tomaran armas contra Clemente y sus
partidarios en defensa de la santa sede. Una guerra en la que se prostituía de manera tan vil el nombre de la religión despertó
el interés de Wycliff, incluso en su ancianidad. Tomó otra vez la pluma, y escribió en contra de ella con la mayor acritud.
Reprendió al Papa con la mayor libertad, y le preguntó: «¿Cómo osáis hacer del emblema de Cristo en la cruz que es la
prenda de la paz, de la misericordia y de la caridad una bandera que nos lleve a matar a hombres cristianos por amor a dos
falsos sacerdotes, y a oprimir a la cristiandad de manera peor que Cristo y Sus apóstoles fueron oprimidos por los judíos?
¿Cuándo el soberbio sacerdote de Roma concederá indulgencias a la humanidad para vivir en paz y caridad, como lo hace
ahora para que luchen y se maten entre sí?». Este severo escrito le atrajo el resentimiento de Urbano, y hubiera podido
envolverlo en mayores inquietudes que las que había experimentado hasta entonces. Pero fue providencialmente librado de
sus manos. Cayó víctima de una parálisis, y aunque vivió un cierto tiempo, estaba de tal manera que sus enemigos
consideraron como resultado de su resentimiento. Wycliff volvió tras un breve espacio de tiempo, bien de su destierro, bien
de algún lugar en el que hubiera estado guardado en secreto, y se reintegró a su parroquia de Lutterworth, donde era párroco;
allí, abandonando apaciblemente esta vida mortal, durmió en paz en el Señor, al final del año 1384, en el día de Silvestre.
Parece que estaba muy envejecido cuando murió, y que lo mismo le complacía de anciano que lo que le habla complacido de
joven.
Wycliff tenía motivos por agradecerles que al menos le dieran reposo mientras vivió, y que le dieran tanto tiempo
después de su muerte, cuarenta y un años de reposo en su sepulcro, antes que exhumaran su cuerpo y lo convirtieran de polvo
a cenizas; cenizas que fueron luego echadas al río. Y así fue transformado en tres elementos: tierra, fuego y agua, pensando
que así extinguían y abolían el nombre y la doctrina de Wycliff para siempre. No muy diferente del ejemplo de los antiguos
fariseos y vigilantes del sepulcro que, tras haber llevado al Señor a la tumba, pensaron que lograrían asegurar que no
resucitara. Pero estos y todos los demás han de saber que, así como no hay consejo contra el Señor, tampoco puede
suprimirse la verdad, sino que rebrotará y renacerá del polvo y de las cenizas, tal como sucedió en verdad con este hombre;
porque aunque exhumaron su cuerpo, quemaron sus huesos y ahogaron sus cenizas, no pudieron sin embargo quemar la
palabra de Dios y la verdad de su doctrina, ni el fruto y triunfo de la misma.